– Buenos días, caballeros -dijo la señora Hawkins por encima de su hombro, sin interrumpir su tarea-. Siéntense en alguna parte. Yo tengo que hacer. -Su voz sonaba cansada.
Trahern y Ruark permanecieron de pie y se miraron, incómodos, sin saber qué decir. La mujer siguió trabajando.
– Era una muchacha con mala suerte -dijo súbitamente la señora Hawkins-. Ruego que ahora descanse en paz. Ambicionaba muchas cosas que no podía tener y nunca estaba satisfecha con lo que tenía.
La mujer los miró con ojos llenos de lágrimas.
– Milly no era mala. -Sonrió y buscó una parte limpia de su delantal para limpiarse la cara-. Voluntariosa a veces, sí Los hombres le daban chucherías y monedas y ella llegó a pensar ellos le darían todo lo que quisiese. Inventaba historias acerca de ellos. Oh, ya sé, señor Ruark, lo que Milly decía de ella y usted, pero también sé que usted jamás la tocó. Ella solía llorar en su almohada porque usted no le prestaba atención. Cuando yo lavaba sus ropas, ella se sentaba y hablaba de usted.
– Señora Hawkins -dijo Ruark suavemente- ¿había muchos otros que… la frecuentaban?
– Muchos otros -admitió la mujer-. Pero ninguno duraba. Oh, había uno últimamente, pero no sé quien es. Ella no me lo dijo y se reunía con él de noche, lejos de aquí…
– El señor Ralston nunca… – Trahern no pudo ponerlo en palabras.
– No, él no. El siempre decía que ella era muy vulgar. Hasta una vez la golpeó con esa pequeña fusta que lleva siempre. -La mujer rió tristemente-. Milly se burlaba de él. Lo llamaba cara larga y viejo jamelgo.
Las lágrimas empezaron a fluir otra vez y la mujer se estremeció con sollozos contenidos. Shanna se levantó y fue a consolarla. Cuando la señora Hawkins se calmó, besó a Shanna en la mejilla.
– Ahora váyase, criatura -sonrió-. Usted me ha hecho mucho bien pero ahora nos gustaría quedamos solos.
Orlan Trahern dijo:
– Si tiene alguna necesidad, señora, no vacile. -Hizo una pausa y añadió-. Milly dejó una señal en la, arena. Dibujó una "R". ¿Conoce usted a alguien…?
La señora Hawkins negó con la cabeza.
– Yo no me preocuparía por las señales de Milly, señor. Ella nunca aprendió a escribir. Pasó un largo momento de silencio hasta que Ruark ofreció:
– Vendré mañana para arreglar el techo.
No quedaba más por decir y los tres partieron. El viaje de regreso a la mansión fue lento y silencioso.
CAPITULO VEINTITRES
A mediados de octubre el Hampstead estaba en puerto para un rea-condicionamiento general antes de llevar a Trahern y su numerosa comitiva a Virginia. Mientras ellos visitaban a los Beauchamp, el bergantín y la goleta recorrerían las colonias costeras en expedición comercial. Mientras tanto, el aserradero crecía como un hongo bien alimentado. Cada nuevo día se acercaba a su terminación y un herrero de la aldea construyó una hoja de hierro provisoria, hasta que llegara una mejor desde Nueva York. En realidad, a insistencia de Ruark habían sido encargadas varias hojas para propósitos diferentes, y fue un gran día cuando el Marguerite llegó con todas ellas.
La tristeza de la muerte de Milly fue olvidada cuando Gaitlier y Dora vinieron a la mansión y anunciaron tímidamente que tenían intenciones de casarse. Después de compartir un brindis por el acontecimiento, Shanna insistió en que ellos hicieran un recorrido de la isla con Ruark y con ella, en el carruaje. Cuando llegaron a un pequeño edificio, se apearon y entonces ella mostró al novio la escuela que había hecho construir a su padre. Gaitlier quedó extasiado con las cajas de libros, pizarras y otros implementos de enseñanza que Shanna había enviado durante sus años de educación en Inglaterra. Entre profusas y entusiastas afirmaciones de que aceptaría ser el maestro de la isla, Gaitlier y Dora empezaron a desempacarlos objetos mas grandes y quedaron solos en ese refugio de felicidad.
En medio de toda esta actividad, Gaylord Billingham pareció adaptarse al estilo de vida de Los Camellos. No parecía afectado por el rechazo de Shanna y menos inclinado a aliviar a su anfitrión de su presencia, aunque Trahern empezaba a cansarse. Los modales del caballero eran pulidos; su arrogancia disminuyó apenas; su benevolencia resultaba casi simiesca.
Sólo dos grandes discusiones perturbaron la vida normal de la isla. Una ocurrió cuando Gaitlier abrió su escuela para el primer día de clases. Como gobernador en ejercicio, Trahern había decretado que todos los niños de siete a doce años tenían que asistir y que solamente él autorizaría las excepciones. Esto fue motivo de varias objeciones pues algunos de los niños más grandes participaban intensamente de la economía familiar. Sólo cuando Trahern se presentó en persona a los hogares y amablemente señaló la probabilidad de incrementos en los ingresos como resultado de la educación, todos los niños empezaron a asistir a la escuela. Aun entonces, hubo un momento de tristeza cuando se comprobó que la mayoría de los niños mayores no tenían el menor conocimiento de los rudimentos de la escritura, la lectura y la aritmética. Los muchachos más grandes se hicieron a la idea de que la escuela era un lugar de diversión y
Gaitlier debió armarse de una varita de nogal para hacerse respetar y obedecer. Así fue que, después de la primera semana, las cosas empezaron a marchar mejor.
La vida en Los Camellos apenas se había aquietado cuando llegó el día de la boda del maestro de la escuela. Como, las bodas eran raras, la ocasión fue motivo de grandes celebraciones. Habría baile y banquetes en las calles, con la posibilidad de una generosa distribución de bebidas alcohólicas. Trahern declaró feriado el día siguiente. Las gentes de la aldea habían construido una pequeña cabaña frente a la escuela, que amueblaron con donaciones de todos. Pitney construyó una cama con baldaquín, como nunca se había visto en la isla. Shanna y Hergus se encargaron de vestir y arreglar a Dora con un traje de satén de suave color, maíz, y la escocesa lavó y rizó el cabello de la muchacha y creó un elegante peinado. La muchacha floreció bajo los cuidados de las mujeres, y cuando los novios pronunciaron los votos, Ruark observó asombrado, porque en ese momento Dora estaba realmente hermosa.
En medio de la fiesta, Ruark apareció al lado de Shanna y le puso en la mano una copa de champaña. Shanna bebió y sus reservas disminuyeron un poco.
Momentos después, otra copa hizo que el control de Shanna se deslizara un poco más hacia abajo. Su risa feliz se mezcló con la de Ruark y su cabeza empezó a girar por efecto de la bebida.
Vio la cara morena de Ruark ante ella. Su corazón latía locamente. El espacio y el tiempo dejaron de tener importancia. Gaylord no tuvo oportunidad de intervenir y Shanna no hizo caso del pomposo caballero que llamaba furiosamente la atención de su padre hacia ellos, ni de la mirada de desaprobación de Hergus. Aquí, en medio de la multitud, estaba sola con Ruark. Nunca se había sentido tan dichosa. Rió y bailó, y el champaña la ayudó a calmar la sed.
El hacendado estaba divirtiéndose tanto como su hija, porque su sangre galesa tenía una gran afición por las fiestas y celebraciones.
No le sorprendió sentirse satisfecho al ver a su hija bailando con su siervo favorito. El muchacho era adepto al baile como ella y la gracia esbelta y fuerte de su cuerpo complementaba la feminidad elegante de ella.