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Ruark se estiró y saltó. Su cuerpo cortó el aire en un arco y cayó casi de plano en la superficie del agua. Cuando se zambulló, trató de llegar al fondo con toda la fuerza que pudo reunir. El extremo de un tronco le pasó tan cerca que él pudo ver las burbujas que se formaban en la rugosa corteza. Las rocas del fondo le rozaron la barriga, y él chocó contra el talud del otro lado. Otro tronco casi tocó el fondo antes de saltar proyectado hacia arriba como un pez arponeado.

Los pulmones de Ruark parecían a punto de estallar. Se elevó dando patadas en el fondo y salió jadeante a la superficie. Desde la orilla llegaron voces y gritos airados. Ruark se secó los ojos y vio al carretero y al capataz junto a una multitud, que miraban ansiosamente la superficie en busca de él. Se aferró a un tronco cercano, agitó un brazo y oyó un grito como respuesta. Descansó un momento y después empezó a nadar lentamente hacia ellos.

– No tenía intención de inspeccionar tan profundamente el estanque-dijo Ruark, jadeante, cuando salió del agua.

– El maldito tonto dejó sus rollizos sin las cadenas cuando vino hacia aquí -dijo furioso el capataz.

– ¡Claro que no! -declaró el carretero-. ¿Me toma por un estúpido? Los revisé bien y quedaron bien asegurados con las cadenas.

– No se ha hecho ningún daño -dijo Ruark. Pero el sonido que había precedido a la caída de los troncos le hizo pensar-. Sin embargo, voy a revisar ese carro.

Subieron la pendiente. Las cadenas eran mantenidas en su lugar por una clavija pasada por un eslabón y un soporte en el costado del carro, de modo que la clavija podía ser quitada a martillazos para descargar el carro. Los adrales, a cada lado sostenían también los troncos pero estos estaban ahora en el suelo con las clavijas y el martillo que cada carretero llevaba consigo. Alguien había quitado deliberadamente las clavijas después de aflojar los adrales. En una parte de tierra blanda se veía la huella de una bota, y Ruark no pudo dejar de pensar que Old Blue, después de todo, había rebuznado para avisar que sucedía algo. Como los hombres que lo rodeaban llevaban sandalias o zapatos de trabajo, sin duda otro hombre había estado allí. Ruark siguió las huellas por un trecho a lo largo del camino y hasta una curva protegida por densos arbustos y árboles. Allí encontró otra marca del tacón de una bota, junto con pisadas de cascos de caballo. Se puso ceñudo y comprendió que alguien había querido matarlo.

Ruark levantó la vista cuando el pequeño carruaje de Ralston apareció doblando la curva. El hombre flaco se detuvo junto a los trabajadores que se habían reunido alrededor de Ruark. Se apeó, con una expresión desdeñosa y triunfante en la cara.

– ¡Ja! Otra vez holgazaneando. Aún será posible convencer al señor Trahern de que son necesarias medidas más severas para hacer que los siervos hagan un trabajo útil.

Las botas del hombre estaban meticulosamente limpias; en caso contrario, Ruark lo hubiera acusado allí mismo.

– Hubo un leve inconveniente -explicó Ruark secamente, y observando a Ralston con atención-. Y parece que no fue accidental sino provocado deliberadamente.

– Probablemente por descuido de alguno de sus preciosos siervos -dijo Ralston-. ¿Debo, pensar que tiene algo que ver con el estado en que se encuentra usted?

– Sí, puede pensar eso -dijo el capataz-. El señor Ruark estaba abajo cuando cayeron los troncos. Se salvó arrojándose al estanque.

– Muy conmovedor-dijo Ralston y miró a Ruark con una mueca de desprecio-. Usted siempre está en medio de alguna conmoción ¿verdad? -Acarició el extremo de su fusta y se puso pensativo-. Usted hace que todo se vuelva en su propio beneficio. Quizá usted, más que los otros, necesite de un poco de disciplina.

Ruark lo miró fríamente. No tenía intención de dejar que el hombre usara la maldita fusta con él. Milly, podía haberse encogido y asustado bajo el cruel castigo, pero si Ralston había sido el atacante de la desdichada muchacha, ahora tenía adelante a un hombre y no a una joven indefensa.

El ruido de cascos que se acercaban al galope por el camino atrajo la atención de todos. Attila doblaba la curva, con Shanna sobre su lomo. Al ver al grupo reunido, Shanna detuvo su cabalgadura.

– ¡Señor Ruark! -preguntó ella mientras se inclinaba para acariciar el cuello de Attila-. ¿Ahora acostumbra a nadar vestido?

– Fue un accidente, señora, y él se vio en medio de ello -dijo uno de los hombres.

– ¡Un accidente! -exclamó Shanna. Desenganchó la rodilla del arzón de su silla. Ruark la tomó de la cintura para ayudarla a apearse-. ¿Qué sucedió? ¿Está usted herido?

Las preguntas salieron precipitadamente. El estaba por tranquilizarla cuando Ralston lo hizo rudamente a un lado, empujándolo con un hombro.

– Mantenga la distancia, tonto -dijo el agente, blandiendo su fusta peligrosamente cerca de la cara de Ruark-. Le recordaré, por única vez, señor Ruark, que a un siervo no le está permitido tocar a una dama de posición elevada.

Ralston aguardó alguna reacción de Ruark pero sólo encontró una mirada dura y penetrante como respuesta. Se volvió a Shanna

– Señora, no es prudente confiar demasiado en estos pícaros. Son la hez de la civilización y apenas dignos de su preocupación.

Shanna quedó rígida de cólera y sus ojos despidieron chispas verdes.

– ¡Señor Ralston! -Su voz hubiera podido cortar en dos el tronco de un roble-. ¡Varias veces se ha entrometido en mi camino y hasta se permite regañarme por mis actitudes!

Ralston enrojeció ante esta reprimenda pública, pero Shanna no le dio respiro.

– ¡Nunca, jamás vuelva a entrometerse conmigo! -continuó-. ¡Hay mucho que tendré que arreglar con usted algún día! Pero por el momento, manténgase lejos de mi vista.

Ralston no tuvo más remedio que obedecer. Lívido de furia, fue hasta su carruaje pero antes de subir gritó:

– ¡Ustedes! ¡Vuelvan al trabajo! Ya han holgazaneado bastante. Al que se muestre perezoso lo haré azotar aquí mismo.

Ralston subió a su carruaje y se alejó al trote. Ruark lo vio marcharse y después indicó al conductor del carro que se adelantara a fin de que otros pudieran pasar.

– ¿Estás herido? -preguntó Shanna en voz baja.

Ruark le sonrió.

– No, amor mío.

– ¿Pero qué sucedió?

Ruark se encogió de hombros y le contó lo sucedido y la evidencia de que había sido intencional. También mencionó el accidente en la destilería.

– Parece, amor mío, que alguien no está contento con mi presencia.

Shanna le puso en el brazo una mano temblorosa.

– Ruark… tú no pensarás que yo…No pudo continuar, pero Ruark vio sus ojos llenos de lágrimas y la miró sorprendido. Sonrió y negó con la cabeza.

– No, amor mío. Eso no se me ocurrió. Confío en ti como en mi madre. No temas.

Por un momento Shanna fue incapaz de hablar, pero después dijo:

– ¿Pero qué motivos podría tener alguien para hacerte daño?

Ruark rió.

– Varios de los piratas podrían tener más de un motivo, pero les faltaría coraje para aventurarse hasta aquí.

– Trató de tranquilizada-. De ahora en adelante tendré más cuidado.

Uno de los obreros se les acercó trayendo en su mano un manojo de paja retorcida y empapada.