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– No, no hablaré ahora -oyó Ruark, mientras se abría camino dificultosamente entre varios marineros-. Tengo que encontrar yo mismo al hombre y asegurarme de que es él. Entonces lo diré todo. No voy a poner mi cuello en la horca para salvar a alguien que no conozco.

Ruark aferró el brazo de Pitney y puso sus monedas sobre el bar.

– Tabernero -dijo- déle otro a este hombre para que termine su día, y otro más al hombre que tiene al lado.

– No para mí -dijo el escocés pelirrojo, sacudiendo la cabeza-. Tengo que volver a mi trabajo en los muelles.

– Antes de marcharse, Jamie, amigo mío, me gustaría que conozca a un buen hombre.

Este es John Ruark -dijo Pitney con una sonrisa torcida-. ¿Ustedes no se conocían?

Ruark arrugó la frente. Ahora que veía al hombre de cerca le encontraba algo extrañamente familiar. Pero Jamie se puso rápidamente de pie y evitó la mirada de Ruark.

– ¿Tendría que conocerlo? -preguntó Ruark.

– Sí, pero puesto que sé donde encontrado, ahora dejaré que se marche. -Pitney bebió su ale y levantó el pichel en agradecimiento a Ruark-. Una excelente bebida. Tome uno usted, muchacho. Le dará fuerzas para el viaje a casa.

Ruark lo observó con recelo. -Por la forma en que habla, diría que usted ha bebido lo suficiente por los dos.

Pitney soltó una carcajada y palmeó a Ruark en la espalda.

– Beba, John Ruark. Necesitará un buen trago para mantener la mente alejada de esa muchacha con la que se casó.

Cuando Ruark regresó a los carruajes, Shanna ya estaba sentada en el primero. Mientras Pitney se reunía con Trahern en el muelle, él acomodó la silla de Attila a fin de poder mirar a su adorada.

– ¿Usted viajará a caballo, señor Ruark? -preguntó Shanna en voz baja.

– Sí, señora. Con esta lluvia tendré que ir adelante para ver si el camino se encuentra en buen estado.

Shanna se recostó en el asiento y se cubrió el regazo con una manta de pieles. Una lenta sonrisa se extendió por su rostro. Por lo menos él no estaría lejos.

El interior del carruaje no era lujoso pero tenía un aire de sólida y doméstica comodidad. Varias mantas de pieles cubrían los asientos y un pequeño calentador de hierro que estaba en el piso ayudaba a combatir el frío.

Gaylord regresó, y Ruark vio sorprendido que el inglés se cercioraba de que varios grandes baúles estuvieran cargados en el carro.

– ¿Sir Gaylord viajará con nosotros? -preguntó Ruark a Trahern.

– Sí -gruñó el hacendado-. Lamentablemente para nosotros, él ha decidido presentar sus planes y necesidades a los Beauchamps. Y por la cantidad de equipaje que sacó del depósito, se diría que piensa ser huésped de ellos por un largo tiempo.

Pitney rió por lo bajo y dio un codazo a Trahern. -Por lo menos, el caballero no será su huésped. Otros tendrán que alimentado.

Ruark se frotó el mentón con el dorso de la mano.

– ¿Les tiene usted antipatía a los Beauchamps? -preguntó. Pitney soltó una risotada ante el comentario y Trahern no pudo, dejar de reír.

– Si quiere subir al carruaje, señor -dijo Ruark -yo me ocupare de que sus baúles sean adecuadamente cargados debajo del equipaje de sir Gaylord. Tenía idea de que los Beauchamps enviarían dos carros. Pero si todo está bien, podemos ponemos en camino.

Trahern asintió pues estaba ansioso de salir de la lluvia, y Ruark caminó hasta el último carro. Cuando regresaban, Ralston se detuvo con un pie en el estribo del segundo carruaje y lo miró con helado desdén, después se encogió de hombros y entró. Gaylord lo siguió.

Ruark ató a Jezebel a la parte trasera del coche de Trahern y metió la silla de montar de Shanna en el carro cubierto. Cuando se inclinó hacia el interior del carruaje, vio que Orlan examinaba una de las mantas de pieles y soplaba como para probar su riqueza y espesor.

– ¡Magnífico! -murmuró Orlan-. John Ruark, no podría sentirme más confortable. Aquí estoy rodeado de una pequeña fortuna, y los Beauchamps la usan como mantas para el regazo. ¡Notable!

– Estamos listos, señor. ¿Doy la señal de partida?

El hacendado asintió y Ruark miró a Shanna y se tocó el ala del sombrero antes de retirarse y cerrar la portezuela. Después agitó el brazo y la caravana se puso en marcha.

Viajaron cierta distancia entre campos abiertos y llegaron a una encrucijada donde doblaron por un camino señalado por un gran árbol con tres profundos cortes en su tronco

– Three Chopt Road, el Camino de los Tres Cortes -anunció Ruark por encima del ruido de los cascos de los caballos-. En la próxima encrucijada nos detendremos en la taberna para comer.

– Buen hombre, este John Ruark -dijo Trahern satisfecho, y se acomodó nuevamente en el asiento-. Se ha ocupado de todos los detalles.

Empezaron a viajar entre densos bosques. El camino estaba despejado y los coches podían pasar con facilidad, pero donde empezaban los árboles la vegetación eran densa: hasta un hombre a pie la hubiera encontrado casi impenetrable.

Cuando la caravana llegó a otro cruce de caminos, los cocheros detuvieron a los vehículos frente a un edificio amplio, con muchas alas y gabletes, donde un anuncio descolorido por el tiempo proclamaba que se trataba de una taberna.

Una matrona de rostro jovial los recibió amablemente como huéspedes de los Beauchamps, y en seguida tendieron una mesa con un mantel limpio.

No se preparó ningún lugar especial para sir Gaylord y él debió unirse de mala gana a Trahern, no sin antes pasar sus dedos enguantados por el asiento para cerciorarse de su limpieza. Los tres cocheros se sentaron despreocupadamente en uno de los extremos de la mesa y apenas notaron la mirada de desaprobación del caballero.

Fueron servidos jarros de sidra caliente perfumada con especias. Shanna bebió la suya con indiferencia, mientras se preguntaba qué estaría demorando a Ruark. Su pregunta tuvo respuesta poco después, cuando él entró trayendo un curioso mosquete casi tan alto como él, al que apoyó junto a la puerta. Se acercó y dejó sobre la mesa, frente a Pitney, la dos enormes pistolas que una vez lo habían amenazado.

– Las encontré en su cofre -explicó cuando Pitney lo miró con expresión de interrogación:

Ruark se quitó una chaqueta de piel de castor que había tomado del carro y la tendió frente al hogar de piedra para que se secara. Al hacerlo, dejó ver un par de pistolas que llevaba en el cinturón. Para Gaylord esto fue demasiado. Indignado, se puso de pie de un salto.

– ¡Un siervo armado! -exclamó, y miró exasperado a Trahern-. Realmente, señor, debo protestar. Usted trata a este siervo como si fuera un noble de sangre.

Trahern se limitó a encogerse de hombros. -Si él le protege el pellejo -dijo-, ¿cuál es la diferencia para usted?

– ¿Proteger mi pellejo? ¡Ese bribón es capaz de agujereármelo! -Gaylord apuntó a Ruark con un dedo-¡Usted! ¿Con qué derecho lleva armas?

– Con el derecho de nadie salvo el mío propio, por supuesto -repicó Ruark calmosamente. Cuando el caballero se erguía en victoriosa arrogancia, Ruark continuó pacientemente, como si estuviera dando una lección a un niño caprichoso-: Aquí hay animales, grandes, atrevidos y peligrosos, y también salteadores, aunque son raros. Además están esos salvajes paganos de los que hablaba usted. – Ruark sonrió sardónicamente-. No vi a nadie que se ofreciera para proteger a las damas. -Sonrió en la cara enrojecida del otro-. Pero tenga la seguridad sir Gaylord, de que si usted encuentra un voluntario, me sentiré muy aliviado de entregarle las armas a él.