– ¡Ruark! -gritó Shanna, al borde de la histeria-. ¡Está en el establo!
– ¡Oh, Dios mío! -Charlotte se llevó una mano a la boca y sus ojos se dilataron de miedo.
Nathanial no tuvo tiempo para comentarios y ahora, completamente despierto, bajó las escaleras como si un demonio lo siguiera. Pisándole los talones. Corrió a la parte posterior de la casa, dejando puertas abiertas a su paso, y no se detuvo hasta que cruzó el prado de césped.
Las llamas, como lenguas hambrientas, lamían las paredes del establo, y ellos encontraron las puertas cerradas: La puerta más ancha estaba atrancada con un pesado madero y la pequeña tenía apoyado un grueso poste que impedía que fuera abierta desde dentro. Los relinchos y quejidos de los animales encerrados desgarraban la noche y el crepitar del fuego convertíase en un rugido.
– ¡Ruark! -gritó Shanna, clavando las uñas en el brazo desnudo de Nathanial-. ¡El vino a ver a los caballos!
Se acercaron a la puerta más pequeña y Nathanial sacó cubos de agua del abrevadero para arrojarlos sobre las llamas que amenazaban el umbral, mientras Shanna luchaba contra el peso del grueso poste. Nathanial la hizo a un lado, y de un empujón desplazó el poste. Sollozando, Shanna aferró el picaporte. El metal recalentado le quemó los dedos, y ella envolvió su mano en un extremo de la manta y consiguió abrir.
Densas nubes de humo brotaron del interior cuando la puerta quedó completamente abierta. Shanna tuvo que retroceder, casi sofocada. Nathanial arrebató la manta de los hombros de ella, la mojó en el abrevadero, se la puso sobre la cabeza y los hombros y entró en el infierno.
Un grito de terror de Attila desgarró el aire y Shanna, presa de miedo, se tapó los oídos. Ahora varios hombres corrían de un lado a otro. Se formaron más para pasarse cubos de agua de mano en mano. Una lluvia de chispas cayó en el interior y Shanna quedó paralizada. Por su mente se cruzó una visión de Ruark retorciéndose en espantosa agonía. El pánico estuvo a punto de hacerla entrar en el establo como una demente, pero entonces vio una forma que avanzaba hacia ella en medio del humo. Shanna se adelantó. Nathanial salió tambaleándose, con Ruark cargado sobre sus hombros, y la manta mojada cubriéndolos a los dos. Shanna lo tomó de un brazo, lo condujo al exterior y sintió sus propios pulmones a punto de estallar.
Otros hombres entraron para soltar a los caballos, entre ellos Orlan Trahern, con una bata de color vino que se abría a la altura de la barriga y Pitney, con su largo camisón flameando sobre sus calzones.
Nathanial cayó de rodillas, jadeante, y Ruark se deslizó fláccidamente sobre la manta mojada. Charlotte se arrodilló junto a su marido, mientras Shanna, frenéticamente, arrancaba la manta empapada que cubría a Ruark. El gimió y levantó la cabeza.
– Oh, mi amor, mi amor. -Lloró aliviada cuando él abrió los ojos-. ¿Estás bien? ¿Estás herido?
– Mi cabeza. -El dio un respingo cuando ella le tocó el cuero cabelludo. Shanna ahogó una exclamación: la manga de su camisón estaba manchada de sangre.
– ¡Estás sangrando! -exclamó.
Charlotte se acercó y separó delicadamente los cabellos de Ruark.
– Aquí hay una herida -anunció Charlotte.
– Un maldito bastardo me golpeó desde atrás -gruñó Ruark roncamente. Se sentó y se tocó la parte posterior de la cabeza.
– El estaba tendido en el suelo y las puertas estaban cerradas desde el exterior -dijo Nathanial-. El que inició el fuego quiso asar vivo a Ruark.
Pitney salió conduciendo a Jezebel, seguido de otros hombres que sacaron a otros del establo en llamas.
Un grito furioso, no de un animal, sorprendió a todos. Attila salió disparado, saltando para librarse del bulto oscuro que se aferraba a su lomo. Ruark dio un silbido penetrante y el semental se volvió y se detuvo junto a Shanna. El bulto oscuro resultó ser Orlan Trahern.
– ¡Gracias a Dios! -dijo Trahern-. Temí que me llevara a los bosques. Un extremo del cinturón de su bata estaba atado alrededor del cuello del animal y el otro sostenido firmemente en la mano de Trahern.
El hacendado tenía el rostro manchado de hollín. Le faltaba una zapatilla y su pierna y su pie estaban manchados con una sustancia de color parduzco, mientras la otra zapatilla parecía aplastada.
– ¡Papá! -exclamó Shanna.
– El animal estaba atado en su establo -dijo Trahern, apoyándose en el cuello de Attila-. Cuando lo solté, el muy bruto me pisó un pie. -Se tocó cuidadosamente el pie y gruñó de dolor cuando lo apoyó en el suelo-. ¡Animal ingrato! Me has lastimado.
El semental resopló y rozó con el morro el hombro de Trahern.
– Eh, ¿qué es esto? – Trahern miró la cabeza del caballo-. Está todo ensangrentado.
Ruark olvidó el dolor de su cabeza, se puso de pie y examinó el morro y la cara de Attila, donde se veían largas manchas ensangrentadas.
– Ha sido golpeado. ¿Y dice usted que estaba atado?
– ¡Ajá! – Trahern flexionó los dedos de la mano, como si dudara de que estuvieran en condiciones-. Y con la cabeza baja, cerca de las tablas.
George se acercó y dijo:
– Parece que lo hicieron para atraer a alguien al establo.
Miró pensativo a Ruark y después a Shanna, quien estaba tomada del brazo de su marido.
George agregó:
– Cada vez me convenzo más de que esto fue un intento de asesinato. Pero en nombre del cielo, ¿por qué?
– No puedo decirlo -gruñó Ruark y se volvió a los otros hombres-. ¿Los caballos están a salvo?
– Sí -dijo Pitney-, pero miren lo que encontré-. Mostró una fusta cargada con perdigones, que en su superficie negra tenía manchas de sangre y pelos grises adheridos.
Ruark apretó los labios.
– ¡Maldito bastardo! -dijo con vehemencia-. Si le llego a poner las manos encima, lo mataré.
– Bueno, cualquier cosa que hagas con él tendrás que hacerlo con las manos -dijo Nathanial secamente-. Creo que vi tus pistolas y tu mosquete en el establo, antes de cenar. Probablemente ahora están ardiendo.
El establo ardió completamente. Algunos de los hombres abrieron a golpes de hacha un agujero en la pared exterior del cuarto de arneses y salvaron casi todas las sillas de montar. Empezó a amanecer antes de que los últimos restos calcinados se derrumbaran entre lluvias de chispas.
El grupo regresó a la casa. Cansados, con los rostros ennegrecidos. Una vez allí, reconociendo que el desastre hubiera podido ser peor, todos brindaron agradecidos.
George examinó sus gafas rotas con una sonrisa, y dijo:
– Ahora podré levantar un establo en la colina donde siempre quise tenerlo.
– Buena suerte, entonces -dijo Amelia-, excepto, claro, el pie del señor Trahern, la cabeza del señor Ruark y tus gafas.
Todos rieron.
– Señor Ruark -dijo Amelia por encima de su hombro-. Usted puede usar la antigua habitación de Nathanial. Está junto a la de Shanna.
A Ralston no se lo veía en ninguna parte. Su cama no había sido usada, Gaylord dormía pacíficamente y sus ronquidos resonaban en el pasillo, frente a su habitación.