Después que todos se bañaron, desayunaron más tarde que de costumbre. Orlan entró en el comedor con un pie vendado. Pese a los ruegos de Shanna, Ruark no se había dejado vendar la cabeza. Cuando él entró, se sentó silenciosamente al lado de ella. Nadie cuestionó su derecho a sentarse allí, y en ausencia de Gaylord y Ralston, el desayuno fue una reunión amable y animada.
Por fin apareció Gaylord, quien observó al grupo sentado alrededor de la mesa y consultó desconcertado su reloj.
– Hum -murmuró-. ¿Me he perdido alguna celebración local?
– ¿Durmió usted toda la noche? -preguntó Shanna, sorprendida. -Por supuesto -suspiró él-. Estuve leyendo un volumen de sonetos hasta tarde, pero después… -Se rascó pensativamente la mejilla con un dedo inmaculado-. Parece que hubo cierta perturbación, pero luego de un rato la casa quedó silenciosa y yo pensé que lo había soñado.
Se sentó en una silla y empezó a llenar un plato. Para ser un hombre tan ocioso, su apetito resultaba sorprendente.
– ¿Por qué me lo pregunta? -dijo él-. ¿Sucede algo malo?
– Usted duerme excepcionalmente bien, señor -comentó Ruark, en tono levemente irónico.
Gaylord dirigió a Ruark una mirada biliosa y tomó nota de su proximidad con Shanna.
– Creo que usted ha olvidado nuevamente su lugar, siervo. Sin duda, estas buenas gentes son demasiado corteses para recordárselo.
– Pero usted lo hace, por supuesto -replicó Ruark despectivamente.
George había dejado su taza de té y ahora habló con firmeza.
– El señor Ruark es bienvenido a mi mesa, señor.
Gaylord se encogió de hombros.
– Esta es su casa, por supuesto.
Estaban levantándose de la mesa cuando el caballero se dirigió a su anfitrión.
– ¿Sería posible que un sirviente me prepare un buen caballo? Tengo deseos de conocer este lugar que tanto elogian ustedes, para ver, si es posible, si encuentro algún mérito en él.
– El establo ardió hasta los cimientos anoche -dijo Amelia.
Gaylord levantó las cejas.
– ¿El establo, ha dicho usted? ¿Y los caballos también?
Pitney se aclaró la garganta y dijo:
– Los hemos salvado a todos. Parece que alguien inició el fuego después de encerrar adentro al señor Ruark. Pero, por supuesto, usted estaba durmiendo y no se enteró de nada.
– Sin duda -dijo el caballero en tono despectivo- esa es la historia que contó el siervo después de provocar el incendio por descuido. Una buena excusa.
– No es posible -intervino Nathanial- puesto que las puertas estaban cerradas desde el exterior.
– Quizá el esclavo se ha hecho de algunos enemigos -dijo Gaylord, y se encogió de hombros-. Pero eso a mí no me interesa. Yo sólo pedí un caballo, no un relato de las desdichas de otro.
– Le conseguiremos un caballo -anunció bruscamente George.
La familia y los huéspedes se congregaron en el salón, pues se decidió que el día sería dedicado a descansar. Sir Gaylord, para alivio de todos, consiguió montar un caballo y pronto se perdió de vista.
Poco tiempo después, llamó la atención de todos el ruido de un carruaje que se acercaba. Gabrielle fue hasta la ventana. Shanna se acercó y alcanzó a ver a una joven con una criatura en brazos que descendía de un landó ayudada por el cochero. Gabrielle se volvió y con los ojos dilatados, se dirigió a su madre:
– ¡Es Garland! ¿No le habías dicho que no viniera?
Amelia ahogó una exclamación y dejó caer su labor de aguja. Se puso de pie, aparentemente indecisa.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Garland! -Se volvió hacia su marido: con expresión de súplica. ¿George?
También Ruark pareció súbitamente alterado. Sacudió la cabeza como apesadumbrado, se apartó de Shanna y se apoyó en la repisa de la chimenea, ceñudo, con expresión de genuino disgusto. Shanna lo miró sumamente desconcertada.
La entrada de Garland fue como la llegada de un torbellino, una brisa de aire fresco llenando toda la casa. Cuando entró, fue directamente hacia su madre y le entregó el niño. Sin mirar a nadie más, la recién llegada fue directamente hacia Ruark y lo besó.
Bienvenido a casa, Ruark -dijo ella en voz suave y afectuosa. Garland se volvió, se quitó el sombrero y se acercó a Shanna, quien vio el cabello renegrido, los ojos dorados y la sonrisa radiante. No le quedó ninguna duda de que Garland era hermana de Ruark. Pero Garland era hermana de Gabrielle, y de Nathanial, y de Jeremiah. ¡Todos hermanos y hermanas de Ruark Deverell Beauchamp!
– y por supuesto, tú debes ser Shanna -dijo Garland.
– ¡Oh! -exclamó Shanna saliendo del shock. Miró a Ruark, quien le sonrió tímidamente y se encogió de hombros-. ¡Tú! -Miró nuevamente a la muchacha-. ¡Tú eres… oh!
Shanna dio media vuelta y huyó del salón, subió la escalera y se encerró en el dormitorio que había estado usando. Cerró la puerta con llave y enfrentó a la sorprendida Hergus, quien estaba limpiando el cuarto. Shanna miró por primera vez a su alrededor con otros ojos, y comprendió: esta era la habitación de Ruark. Su escritorio. Su libro en griego. Su cama. Su guardarropa. ¡Oh, cómo la había engañado!
La voz de Orlan Trahern resonó con fuerza en medio del silencioso salón.
– ¿Alguien quiere decirme qué está sucediendo?
Pitney soltó una risita y Ruark se adelantó, juntó los talones e hizo una leve reverencia.
– Ruark Beauchamp, a su órdenes, señor.
– ¡Ruark Beauchamp! -exclamó Trahern.
Su siervo no se detuvo a explicar sino que salió corriendo en pos de Shanna. Trahern se levantó y empezó a seguirlo, pero se 1o impidió su pie lastimado. Golpeó el suelo con el bastón y gritó, hacia arriba de la escalera:
– ¿Cómo demonios puede ser ella viuda si usted es Ruark Beauchamp?
Ruark replicó por encima de su hombro:
– Ella nunca fue viuda. Yo mentí.
– ¡Maldición! ¿Están o no están casados?
– Estamos casados -respondió Ruark desde la mitad de la escalera. Orlan gritó más fuerte aún:
– ¿Seguro?
– Sí, señor.
Ruark desapareció por el pasillo y Trahern regresó al salón, con expresión ceñuda y pensativa. Miró acusadoramente a Pitney, quien se limitó a encogerse de hombros y encender su pipa. Después miró a su alrededor y vio las expresiones preocupadas de todos los Beauchamps. La barriga de Trahern empezó a temblar y poco después resonaron sus potentes carcajadas. Hubo alguna que otra tímida sonrisa. Trahern se acercó, cojeando, a George y le tendió la mano.
– Suceda 1o que suceda, señor -dijo-, estoy seguro de que no sufriremos de aburrimiento.
Ruark probó a abrir y encontró la puerta cerrada con llave.
– ¿Shanna? -dijo-. Te explicaré.
– ¡Vete! -respondió ella con un grito-. ¡Me hiciste quedar como una tonta delante de todos!
– ¿Shanna? Abre la puerta.
– ¡Vete!-
– ¿Shanna? – Ruark empezó a encolerizarse y apoyó un hombro contra la puerta.
– ¡Déjame en paz, mequetrefe llorón! -repuso Shanna-. ¡Ve a hacer tus bromas a alguna otra estúpida!