– Vaya, dijo que de un escocés. Por algo que el hombre le debía.
– Jamie es escocés -dijo Pitney, ceñudo-. El podría haberle robado el anillo a Ruark.
– ¿Dónde está sir Gaylord? -preguntó Ruark-. ¿Cabalgando, todavía?.
– Nadie lo ha visto -repuso Amelia.
– Llegaremos al fondo de este asunto cuando él regrese -dijo el mayor.
– ¿Cuánto pagó usted por Ruark? -preguntó Trahern a su agente. El alivio de Ralston se convirtió abruptamente en consternación, y el hombre farfulló la respuesta:
– Doscientas libras.
– Usted me dijo mil quinientas y debo suponer que me ha estafado antes. – Trahern sacó el saquito de dinero y lo arrojó a Ruark-. Nunca ha existido una deuda de servidumbre contra usted, y sus servicios han pagado con creces lo que invertí en usted, muchacho. -Sin volverse, añadió-: Las cuentas a su favor que tiene el señor Ralston en Los Camellos servirán para pagar lo que me ha estafado.
Ralston tartamudeó, indignado:
– ¡Esto es todo lo que poseo en el mundo!
– Sería mejor que poseyera lo suficiente para vivir un tiempo en las colonias -dijo Trahern, atravesando a Ralston con una mirada glacial- porque usted ya no es empleado mío. -El hacendado continuó, en tono casi jovial-: Quizá el señor Blakely lo acepte como siervo. Quienquiera que sea su próximo amo, le sugiero que no lo estafe.
Ralston dejó caer los hombros. Había perdido aquí más de lo que ganara por medio de sus sucias artimañas. Era un golpe cruel, ciertamente, si tendría que pasar el resto de su vida en las colonias. Si Gaylord no le pagaba lo que le debía, se vería en un verdadero aprieto.
La habitación quedó silenciosa y Ralston se desplomó sobre un sillón.
Pasada la excitación, Shanna se sintió súbitamente cansada. Había sido un día muy largo desde el incendio del establo y después el temor de que a Ruark se lo llevaran los soldados. Ahora, después de tanta tensión, se sentía al borde del agotamiento. Ruark la acompaño escalera arriba y cerró las cortinas de la habitación. Ella bostezó y se dejó caer sobre el borde de la cama. El sonrió y la miró.
– No es posible cerrar la puerta -le recordó ella, y se tendió de espaldas en la cama-. ¿Te, das cuenta de que no tendremos que seguir ocultándonos?
Ruark fue hasta el guardarropa y sacó una camisa limpia.
– Ahora que puedo reclamar mi habitación, voy a reclamar todo lo que hay en ella.
La miró y ella le respondió con una risita.
– No con esa puerta abierta. Refrena tu ardor hasta que esté reparada.
– Me ocuparé de que la arreglen cuanto antes.
Shanna lo miró mientras él se quitaba el chaleco de cuero y se ponía la camisa limpia.
– Hay algo que todavía me inquieta, Ruark -dijo ella quedamente-. ¿Quién trató de matarte.
– Tengo mis fuertes sospechas -repuso él-. y pienso descubrir la verdad, tenlo por seguro.
– Te amo -susurró Shanna y le echó los brazos al cuello cuando él se acercó.
Ruark empezó a acariciarla suavemente. Pero de pronto sus dedos se detuvieron debajo de una rodilla de ella.
– ¿Qué tienes aquí?
Shanna se levantó la falda y le mostró la daga que llevaba sujeta con la liga.
– Desde esta mañana decidí que tú necesitabas protección.
Ruark estaba más interesado en la exhibición de las bien formadas piernas y siguió acariciando la piel desnuda. Sus besos se hicieron más atrevidos y su sangre empezó a circular alocadamente. Sin aliento, Shanna le susurró al oído:
– La puerta. Alguien puede vernos.
– Parece que tenemos problemas de intimidad -repuso Ruark roncamente, -y depositó un beso en el vientre de terciopelo antes de bajarle las faldas-. Veré que puedo conseguir para arreglar esa puerta. No te vayas.
– Te esperaré -le aseguró ella.
Mientras escuchaba las pisadas de él que- se alejaban por el pasillo, Shanna sonrió y se acurrucó sobre la almohada. Momentos después, cerró los ojos y se hundió en un pacífico sueño.
CAPITULO VEINTIOCHO
Shanna despertó lentamente. Un sonido leve, furtivo, perturbó su sueño aunque no le produjo temor.
– ¿Ruark? -murmuró-. ¿A qué estás jugando ahora?
Una forma oscura se le acerco y se irguió.
– ¡Gaylord! -Shanna se sorprendió, pero pensó que este tonto era inofensivo. – ¿Qué está haciendo aquí, en mi dormitorio?
– Vaya, mi querida Shanna -dijo el caballero en tono burlón-. Estaba imitando lo que he visto hacer a su galante esposo. ¿Por lo menos, no soy yo tan bien parecido como él?
– ¡Claro que no! -exclamó ella. Todavía estaba semidormida. Pero él… no estaba presente cuando el arribo de Garland. ¿Cómo pudo enterarse de su casamiento?
– Antes que llame a los sirvientes y lo haga arrojar de aquí, le pregunto otra vez, sir Gaylord. ¿Qué hace aquí?
– Tranquilícese. -El inglés apoyó un largo mosquete en el respaldo de una silla y se sentó-. Estuve ocupado en algunos asuntos personales y sólo quiero hablar con usted en privado.
Shanna se levantó y se alisó el vestido de terciopelo. Miró el reloj de la chimenea. Eran unos minutos después de mediodía. Sólo había dormido unos momentos, después de todo, y Ruark regresaría pronto para reparar la puerta.
– No me imagino qué temas podemos tener en común, sir Gaylord -dijo Shanna con altanería.
– Ah, mi hermosa lady Shanna. – Billingham se recostó en la silla-. – ¡La reina de hielo! ¡La intocable! ¡La mujer perfecta! -En su risa suave hubo un eco malvado-. Pero no tan perfecta. Mi querida, usted ha cometido un engaño y ahora debe pagarlo. Ha llegado el momento de pagar.
Shanna lo miró ceñuda.
– ¿Qué dice usted?
– Su casamiento con John Ruark, por supuesto. ¿Usted, no quiere que nadie lo sepa, verdad?
De modo que él no sabia que el secreto había sido revelado. Pero estaba enterado del casamiento.
– ¿Señor? ¿Usted tiene intención de pedirme dinero?
– Oh, no, mi lady -dijo él, y sus ojos la siguieron hambrientos cuando ella se alejó un poco.
Gaylord se puso de pie y se ubicó entre Shanna y la puerta. La miró y adoptó esa pose afectada, con una rodilla medio flexionada.
– Nada tan ruin -dijo con una mueca-. Sólo necesito su ayuda y usted tiene algo que ceder en cambio. Si usted convence a su padre y a los Beauchamps de que inviertan una buena suma en el astillero de mi familia, yo nada diré de su casamiento con este individuo Ruark ni informaré a las autoridades que su marido es, en realidad, un asesino fugitivo.
– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Shanna, empalideciendo. -El tonto de Ralston, me lo dijo a bordo del Hampstead, me contó que había comprado a un asesino en la cárcel y que ese hombre era John Ruark. Yo había seguido muy atentamente los escritos de mi padre acerca del juicio a su marido. Por supuesto, entonces él era Ruark Beauchamp. Lo que más me intrigó era cómo usted se casó con el bribón. Yo creía que había sido ahorcado, y cuando usted se presentó como su viuda me sorprendí, porque yo creía que el hombre era soltero. Nunca había visto a Ruark Beauchamp y sólo cuando Ralston me informó de su acción pude adivinar que John Ruark y Ruark Beauchamp eran una misma persona.