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Ruark rió, pero no muy divertido.

– Ajá, y, ahí también había una pequeña fortuna.

El hombre asintió con la cabeza. -La gasté siguiendo a este maldito caballero, o por lo menos siguiendo á su equipaje y a esa fragata en la que zarpó de Londres.

George tomó al mayor del brazo. -Mayor Carter, yo, por lo menos, ya he oído lo suficiente. Le pediría que ponga algunos hombres al rededor de la casa. Sin duda, Sir Gaylord regresará… Si no lo hace, podemos empezar a buscarlo.

Ruark fue hasta la puerta.

– Discúlpenme -dijo-. Tengo que hacer unas reparaciones arriba.

Reunió sus herramientas, y recortes de madera y se dirigió hacia la escalera. Después entró en su habitación. Dejó sus herramientas sobre una mesa y miró hacia la cama.

¡Vacía!

Se acercó y un momento después su grito de furia hizo temblar la casa. Bajó la escalera saltando los escalones de a tres a la vez y entró en el salón, donde arrojó el pedazo de papel sobre el regazo de Trahern.

– ¡Se la ha llevado! -gritó-. ¡El bastardo tiene a Shanna!

– ¡Ruark! ¡Contrólate! -exclamó Amelia en tono firme y autoritario-. Así no podrás ayudarla.

Trahern miró la nota que tenía sobre su regazo. La suma exigida no haría la menor mella en su fortuna y había más que eso en la caja fuerte del Hampstead. Pero lo que más lo hería era la cólera. Pese a toda su capacidad para juzgar a las personas, había dejado que esta serpiente anidara en su propia casa.

Ralston no se atrevió a intervenir. El no estaba enterado de la naturaleza de Gaylord y sólo había planeado conseguir una parte de la dote.

Pitney se levantó y leyó por encima del hombro de Trahern. Su voz fue la primera que rompió el silencio..

– He visto esa firma antes -dijo.

– Claro que sí -dijo Trahern con desusado rencor-. Está bordada en cada uno de sus pañuelos, en sus camisas y en cualquier parte donde pueda ponerla. Es una "B" de bastardo.

– ¡No! ¡No! -dijo Pitney-. Quiero decir que la. vi en alguna otra parte. Sí, ya sé. ¡La "R" de Milly No era una "R". La muchacha no sabía leer ni escribir y sólo trató de dibujar lo que vio. Una "B" con un pequeño adorno en la parte inferior. Una "B", de Billingsham.

Trahern levantó el papel y se lo tendió al mayor.

– ¡Fue ese caballero suyo quien mató a Milly!

– Con todo respeto, señor -dijo calmosamente el mayor-. El no es mi caballero.

Pitney intervino:

– Oí la historia de labios de un joven teniente en la taberna de Los Camellos. Parece que un caballo pisó el pie de sir Gaylord y él cayó sobre un general y una granada estalló allí cerca. El general dijo que Gaylord le salvó la vida y habló de la buena acción hasta que al hombre lo hicieron caballero.

El mayor enarcó las cejas y dijo, en tono de disculpa:

– Esas cosas suelen suceden en una batalla.

– ¡Ya ven! ¡Ya ven! -exclamó el escocés, casi fuera de sí-. El maldito le hará a su muchacha lo mismo que le hizo a la mía, con su fusta y sus puños.

Súbitamente, George dejó de pasearse y dijo:

– Si un hombre quiere llegar lejos con una cautiva, tiene que tener caballos, y los únicos caballos ahora están en el granero.

Tomó su rifle y lo mismo hizo Pitney, pero cuando empezaban a ponerse en movimiento, Ruark ya salía corriendo por la puerta principal. Ralston quedó indeciso pero Orlan Trahern se levantó dificultosamente de la silla, alcanzó su bastón y salió tras los demás, ignorando el dolor de su pie lastimado.

George Beauchamp llegó al granero a tiempo para oír a Ruark que interrogaba al sargento.

– ¡Caballos, hombre! ¿Quién ha sacado caballos hoy?

– Solo sir Gaylord, señor -dijo el sargento-. Vino poco después de mediodía y ordenó que le ensillaran un caballo- El había estado cabalgando toda la mañana y quería un caballo descansado. Yo mismo lo ensillé. Después se llevó también la pequeña yegua roana, la que tiene cicatrices en las patas. Dijo que tenía permiso del amo.

– Está bien, sargento -dijo George.

Un agudo relincho hizo que todos se volvieran. Attila pateaba las tablas de su establo y parecía muy agitado.

George señaló al animal y preguntó al sargento:

– ¿Qué le sucede?

– No sé, señor -el sargento se encogió de hombros-. Empezó a agitarse cuando sir Gaylord llegó, y se puso aún más nervioso cuando el hombre se llevó la yegua.

George miró a Ruark. Ruark asintió y corrió a abrir la puerta del granero. George desató a Attila, quien al ver la puerta abierta se volvió inmediatamente, hacia allí. Antes que pudiera echar acorrer, Ruark aferró un mechón de crines y saltó sobre su lomo. Attila se detuvo y empezó a saltar furioso hasta que Ruark apretó las rodillas y dio un agudo silbido.

El caballo reconoció a su jinete, y sintiendo que estaban en una misma misión, salió disparado. Nathanial y el mayor, entre tanto, empezaron a gritar órdenes.

Ruark dejó que -Attila eligiera su camino y se limitó a mantenerse sobre el animal. Entraron al grupo de árboles y el semental se detuvo en un claro. Agitó la cabeza, olfateó el aire y volvió a salir disparado. – El olor de Gaylord estaba fresco en las narices de Attila, pero más que eso, el olor de la yegua.

Gaylord miró a Shanna. La seguridad y compostura de ella eran inquietantes. El quería verla sometida, humillada, aunque fuera por el temor.

– Hasta un tonto sabe cuándo ha encontrado a su amo -dijo él.

– y usted, señor -replicó ella con una serena sonrisa- por fin ha encontrado al suyo. -Shanna sintió el peso de la pequeña daga contra su pierna. No se atrevió a usarla ahora. Ya llegaría el momento.

Gaylord trató de razonar con ella.

Yo no soy un hombre cruel, señora, y usted es muy hermosa. Un poco de amabilidad de su parte. podría hacer que encontrara misericordia en mi corazón. Sólo quiero compartir con usted un momento de placer.

– Mi placer, señor, será no volverlo a ver en mi vida.

¡La perra! ¿Cómo se atrevía a despreciado así?

– ¡Usted está desamparada! -gritó él y se irguió en toda su altura sobre sus estribos-. Está en mi poder y haré con usted lo que se me dé la gana.

– ¿En un húmedo bosque, señor? Podría ensuciarse sus ropas.