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OrIan Trahern había tenido una vida dura en su juventud. A los doce años vio cómo su padre, un salteador galés, era colgado de un árbol junto al camino por sus delitos. Su madre, obligada a trabajar de fregona, murió de fiebres palúdicas pocos años después, debilitada por el exceso de trabajo, la mala comida y los fríos del invierno. Orlan la sepultó y juró que se abriría camino y construiría una vida mejor para él y sus descendientes.

Con el perenne recuerdo del roble donde habían colgado a su padre, el muchacho trabajó duramente, sabiamente, cuidando de ser escrupulosamente honrado. Su lengua era rápida, lo mismo que su ingenio, y su mente era ágil. Pronto aprendió los usos del dinero, rentas, intereses, inversiones y, sobre todo, el riesgo calculado para obtener altos beneficios. El joven Trahern primero pidió prestado para sus empresas pero pronto estuvo usando dinero propio. Los otros empezaron a acudir a él. Todo lo que él tocaba aumentaba su fortuna y empezó a adquirir propiedades rurales, casas en la ciudad, mansiones y otras propiedades. A cambio de billetes redimibles por la Corona aceptó el título de propiedad de una pequeña y verdeante isla del Caribe, donde se retiró inmediatamente para disfrutar de sus riquezas y disponer de más tiempo para administrar el flujo de dinero en sus cuentas.

Sus éxitos le valieron el título de Lord Trahern que empezaron a otorgarle vendedores de caras sucias y comerciantes taimados, porque él era, indudablemente, el lord, el señor del mercado.

Los aristócratas usaban el título por necesidad cuando acudían a pedirle prestado, aunque por considerarlo inferior a ellos lo rechazaban socialmente. Orlan anhelaba que ellos lo aceptaran como a un igual y le resultaba difícil aceptar ese deseo en sí mismo. No era un hombre de arrastrarse y aprendió a manejar a los hombres. Ahora trataba de hacer lo mismo con su única hija. Los desaires que había recibido durante los años pasados acumulando su fortuna eran en gran parte responsables del rompimiento que ahora hacía que su hija se retrajera dentro de sí misma.

Pero Shanna tenía el mismo carácter de su empecinado y sincero padre. Mientras Georgiana Trahern vivía, ella había suavizado las diferencias y acallado las discusiones entre su marido y su hija, pero con su muerte, hacía cinco años, ellos se quedaron sin la dulce mediadora. Ahora no había nadie que pudiera disuadir gentilmente al terco de Trahern o hacerle entender a la hija sus obligaciones.

Sin embargo, con Ralston para garantizar que ella se plegara a los deseos de su padre, Shanna no tuvo oportunidad de hacer otra cosa. Después de regresar a Inglaterra no le llevó mucho tiempo encontrarse perdida entre una multitud de apellidos acompañados de diversos títulos, barón, conde y cosas así. Desapasionadamente, pudo encontrar defectos en cada uno de los pretendientes: una nariz de entremetido en éste, una mano atrevida en este otro, un ceño hosco, una tos sibilante, un orgullo pomposo.

La visión de una camisa gastada debajo de un chaleco o de una bolsa vacía y arrugada colgando de un cinturón la enfriaban abruptamente ante las ofertas de matrimonio. Consciente de que una jugosa dote la acompañaría y de que ella eventualmente heredaría una fortuna lo bastante grande para satisfacer los caprichos del más imaginativo, los pretendientes se mostraban celosos y atentos, excesivamente considera dos ante el menor de los deseos de ella, excepto el que ella declaraba más a menudo: ignoraban sus pedidos de que desaparecieran de su presencia y a veces debía hacerse ayudar por el señor Pitney. Frecuentemente, entre los solteros cortejantes estallaban reyertas que terminaban en insultos y golpes, y lo que había empezado como un tranquilo acontecimiento social o un simple paseo, a menudo se disolvía en ruinas y Shanna debía ser escoltada hasta la seguridad de su casa por Pitney, su guardián: Algunos pretendientes eran sutiles y arteros mientras que otros eran audaces y prepotentes. Pero en la mayoría ella veía que el deseo de riquezas excedía al deseo que sentían de ella. Parecía que a ninguno le interesaba una esposa que, con amor en su corazón, estuviera dispuesta a compartir la pobreza, sino que todos veían primero el oro de su padre.

También había otros que trabajaban activamente para llevarla a la cama sin la ceremonia del casamiento, usualmente por la sencilla razón de que ya tenían una esposa. Un conde quiso hacerla su querida y le juró apasionadamente amor eterno hasta que sus hijos, seis en total, interrumpieron la declaración. Estos encuentros superaban ampliamente a los buenos y con cada uno Shanna quedaba con menos entusiasmo por los hombres.

No fue el menor, de sus problemas el hecho de que su año en Londres estuvo a punto de terminar desastrosamente en cuanto a la mera existencia. El Tratado de Aix-la-Chapelle había dejado sueltos en la ciudad a numerosos soldados y marineros y una buena parte de ellos, envalentonados con el falso coraje de la ginebra, se dedicaron al robo para sobrevivir y volvieron la noche peligrosa para quienes paseaban inocentemente por las calles. Shanna lo hizo, pero sólo una vez, y esa ocasión bastó para disuadirla de nuevas salidas. Si no hubiera sido por la rapidez y la fuerza de Pitney que hizo huir a los delincuentes, ella hubiese sido despojada de sus joyas, y también de su virtud. En abril, estuvo a punto de morir pisoteada cuando fue al Templo de la paz para escuchar un concierto con música de Händel para los Reales Fuegos de Artificio. En realidad, fueron los fuegos de artificio los que causaron la conmoción al incendiar el edificio rococó.que el rey había ordenado construir para celebrar el Tratado de Aix. Horrorizada, Shanna vio cómo ardían las faldas de una muchachita. La joven fue despojada rápidamente de sus ropas y su vestido fue pisoteado hasta que el fuego se apagó. Momentos después, la misma Shanna escapó a supuestas lesiones cuando su acompañante de la noche la aferró y la arrastró al suelo. Ella hubiera podido creer que lo hacía solamente para salvada de un cohete extraviado, si él no hubiera tratado de desprenderle el corpiño del vestido en el proceso. El estampido del cañón fue suave en comparación con la furia de Shanna, e indiferente a la multitud que se congregó a su alrededor, sin saber si cubrirse el pecho semidesnudo o escapar a.las llamas, Shanna dio al vizconde una bofetada que lo hizo caer de rodillas. En seguida caminó entre la gente, llegó a su carruaje y recuperó una apariencia de recato. Pitney, con su corpulencia, impidió que el joven lord la acompañara y Shanna regresó sola a la casa de la ciudad.

Pero ahora todo eso estaba en el pasado. Lo que importaba era que su período de gracia casi había terminado y ella no había encontrado una pareja aceptable.

Sin embargo, era una mujer de recursos y con ideas propias. Como su padre, Shanna podía ser astuta e inteligente. Esta era una de esas ocasiones que requerían toda su sagacidad. Y estaba lo suficientemente desesperada para intentar cualquier cosa a fin de escapar al destino que el viejo Trahern planeaba para ella. Es decir, cualquier cosa menos huir. La honradez prevalecía cuando ella admitía que, pese a sus diferencias, amaba profundamente a su padre.

Esta misma tarde, sus desmayadas esperanzas revivieron cuando Pitney, un amigo verdadero y leal, le trajo el aviso tan esperado. Hasta estaba libre de la presencia del siempre vigilante Ralston. Por una buena suerte excepcional, él fue llamado en las primeras horas de la mañana para que investigara los daños sufridos por un barco mercante de Trahern que había encallado cerca de la costa escocesa. Como Ralston estaría ausente por lo menos una semana, quizá más, Shanna confió en que podría dejar este asunto arreglado antes de que él pudiera regresar. Entonces, si todo salía bien, él encontraría el hecho consumado y no podría modificarlo.