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– Fuera.

En Ruark, todo se rebeló. Lo habían empujado, usado, enardecido, provocado, engañado y finalmente traicionado en un momento de lo más degradante. Un áspero rugido brotó de su garganta y antes de que nadie pudiera reaccionar, apartó la pistola con un violento puntapié y se arrojó, con los pies primero, contra el pecho de Pitney. La fuerza del ataque hizo que ambos cayeran sobre el lodo del camino. Los guardias dieron gritos de alarma.

– ¡Atrápenlo, o Hicks nos hará cortar las cabezas!

Shanna se estremeció cuando cayeron sobre él. Juramentos y gritos sofocados de dolor acompañaban a la lucha. Los guardias eran corpulentos, pesados y musculosos; Hicks los había elegido por, su fuerza a fin de asegurarse de que el prisionero volviera a su celda.-Cada uno superaba a Ruark en varios kilogramos y Pitney era más grande que cualquiera de ellos, pero Ruark demostró poseer amplios conocimientos de luchador y se resistió como un poseído.

Lograron dominarlo momentos más tarde y aun entonces él apenas estaba más golpeado que sus captores, dos de los cuales ahora lo tenían sujeto contra el barro entre sus rodillas mientras el tercero se apresuraba

a sujetarle las muñecas con las esposas.

Pitney observaba de pie y. trataba de limpiarse un poco de lodo de su capa. Se masajeaba un hombro como si le doliera y flexionaba un brazo. Cuando alzó la vista, se detuvo al ver la cara de Shanna iluminada por la linterna y siguiendo esa mirada los guardias también se detuvieron. El tercero se acercó y murmuró una humilde disculpa.

– Sentimos habernos demorado, señora, pero el carro se atascó en el barro cerca del estanque. De otro modo hubiéramos llegado antes, como usted quería. Ruark levantó lentamente la cabeza y la miró fijamente a los ojos. Tenía la cara magullada y manaba sangre de un ángulo de su boca.

La garganta de Shanna se contrajo convulsivamente. La joven se retrajo hacia las sombras del interior del coche y se cubrió la cara con el capuchón de su capa para no tener que soportar la mirada alucinada de Ruark.

– Si Dios Todopoderoso llegara a apiadarse de mí -gritó él con furia- me ocuparé de que se cumpla completamente nuestro pacto…

Su promesa fue silenciada por el golpe de un enorme puño. Shanna dio un respingo cuando oyó el golpe. Cuando pudo mirar otra vez, Ruark colgaba fláccidamente, sostenido por los guardias. Ellos terminaron de encadenarlo y lo arrojaron brutalmente dentro del carro. La puerta se cerró y el rostro ensangrentado de él apareció fugazmente en la pequeña ventanilla, hasta que también cerraron el postigo.

Shanna se hundió contra el mullido asiento y empezó a acomodarse la ropa con dedos temblorosos. Excepto el hecho de que había perdido su virginidad, sus planes se habían realizado de acuerdo con sus deseos. Pero le fue imposible sonreír con satisfacción. En cambio, ahora sentíase envuelta en un vacío abrumador y su traición le pesaba sobre la mente como un peso muerto. Su cuerpo joven ardía con una vehemencia que nunca había sentido antes, pero ahora no encontraba alivio para ello porque debajo de la capa que la envolvía sus brazos estaban dolorosamente vacíos.

La portezuela del carruaje fue, cerrada con suavidad y el peso de Pitney hizo que el coche se bamboleara ligeramente cuando él ocupó el asiento del cochero.

El carruaje se puso en movimiento. Cuando pasaron junto al carro prisión chapaleando, en el lodo y envueltos en las profundas tinieblas de la noche, de la caja con barrotes emergió un aullido desgarrante, casi inhumano, acompañado por los golpes repetidos contra la pesada puerta de madera. Súbitamente, Shanna creyó que. Ruark Beauchamp estaba loco.

Cerró con fuerza los ojos, se tapó los oídos con las manos. Pero la imagen de la cara golpeada y magullada de él seguiría grabada en su cerebro y nada podría borrarla.

CAPITULO CUATRO

Un silencio sepu1cral flotaba en los sórdidos corredores de la cárcel. Pero entonces una puerta fue cerrada violentamente y ¡eso rompió la quietud. Hicks despertó sobresaltado. Sintió que la frente se le cubría de sudor frío y miró con ojos asustados el rostro sombrío y contorsionado que se inclinaba sobre él.

– ¡No, no! balbuceó ímplorante mientras trataba de librarse de las frazadas y de los fantasmas de sus pesadillas.

– ¡Hicks, despierte de una vez!

La sombra se irguió e Hicks vio que se trataba de un hombre. Parpadeó y enfocó sus ojos en el grupo que estaba de pie frente a él.

Finalmente despertó por completo y su rostro adquirió una expresión de completa sorpresa cuando notó el estado en que llegaban los otros. John Craddock señaló al prisionero.

– El condenado mendigo trató de escapar -dijo el hombre con dificultad-. Nos dio mucho trabajo- sujetarlo.

– ¡Trabajo! -dijo Hicks, resoplando despreciativamente. Se puso dificultosamente de pie y examinó a sus corpulentos guardias.

Craddock tenía un labio partido, Hadley exhibía un ojo negro y el tercer guardián se tocaba la mandíbula dolorida.

– ¡Que Dios los asista si él llega a escapar! -advirtió Hicks.

Sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa de satisfacción cuando vio el estado lamentable en que se encontraba Ruark.

– ¡Vaya! ¿Así que quisiste burlarte del verdugo?-preguntó el carcelero, y en sus ojillos apareció un fulgor de crueldad-. Puedes apostar tu vieja ramera que en este momento no me importaría romper mi bastón contra tus costillas.

Ruark miró al carcelero con una expresión de mudo desafío. Tenía la cara golpeada, magullada y ensangrentada, pero sus ojos no habían perdido su expresión indomable.

El señor Hadley se tocó delicadamente su ojo hinchado.

– Ah, ella no era una vieja ramera, compañero. Era una verdadera beldad y él pareció muy entusiasmado. Yo no me habría perdido por nada del mundo un bocado así.

Hicks miró a Ruark.

– ¿Ella hizo que se te calentara la sangre, eh? y terminaste casado pero no en la cama. Bien merecido lo tienes, bribón. -Levantó su bastón y golpeó al prisionero en un hombro-. Vamos, dinos su nombre. Quizá ella esperaba un hombre mejor que tú. Vamos, cuéntanos.

La desdeñosa respuesta de Ruark fue amarga, dura:

– Señora Beauchamp, creo.

El obeso carcelero miró a Ruark un largo momento mientras se golpeaba una palma con el bastón, pero el otro siguió mirándolo con expresión amenazadora.

– Lleven a su señoría a sus habitaciones -ordenó Hicks-. Y déjenlo encadenado. No quiero que nadie salga lastimado. Pronto se encargarán de él.

Dos días más tarde, a la mañana temprano, unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron nuevamente los sonoros ronquidos del carcelero. Hicks se incorporó en la cama y eructó ruidosamente. Se puso furioso por haber sido despertado tan rudamente.

– ¡Voy, voy! -gritó-. ¿Quiere arrancar esa puerta de sus goznes? Ya voy.

Hicks metió sus piernas cortas y gruesas en sus calzones y sin acomodarse la larga cola de su camisa de dormir, cruzó la habitación, quitó la tranca de la puerta de hierro y abrió.

El guardia se hizo a un lado e Hicks quedó boquiabierto al ver al señor Pitney, cuyo enorme cuerpo llenaba el estrecho corredor. El hombre traía en sus fuertes brazos un atado de ropa y un cesto bien cargado del que salía un aroma tan delicioso que al carcelero se le hizo agua la boca.

Pitney entró en la habitación.

– Me envía la señora Beauchamp para cuidar del bienestar de su esposo. ¿Usted lo permitirá?