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Aunque fue dicho como pregunta sonó más como una orden, e Hicks supo que no tenía otra alternativa que asentir y tomó las llaves.

En seguida miró a su visitante y su cara se contorsionó en una mueca, desagradable.

– Cualquier cosa que le hayan hecho al bribón, se lo tenía merecido -dijo.

Pitney alzó las cejas en gesto de interrogación e Hicks rió tontamente.

– Tuvimos que encadenado a la pared. Vino enloquecido, furioso. No ha tocado un solo bocado de la comida que ustedes le han estado enviando. Sólo acepta el pan y el agua que comía antes y permanece

sentado Y nos mira como si quisiera matamos cuando le llevamos lo que ustedes envían. Si pudiera nos mataría o se haría matar por nosotros.

– Lléveme con él-dijo Pitney.

– Ajá -dijo el carcelero, alzándose de hombros-. Eso haré.

El escurrirse y los chillidos de las ratas asustadas por la luz rompió el silencio de la celda débilmente iluminada. Pitney esperó a que la forma inmóvil diera alguna señal de vida y notó inmediatamente

las cadenas aseguradas a los delgados tobillos y otra más larga asegurada a la pared y a un anillo de hierro alrededor del cuello del prisionero.

– ¿Se encuentra bien, muchacho? -preguntó Pitney.

No hubo respuesta ni señales de vida y el hombre corpulento se acercó más.

– ¿Está mal herido?

La forma se incorporó y los ojos dorados brillaron en la penumbra.

– Mi ama envía para usted ropas limpias y desea saber si hay algo que podamos hacer por usted.

El colonial se puso de pie y tomó en su mano la larga cadena a fin de que no pesara sobre el grueso collar de hierro. Su cuello estaba en carne viva donde la piel había sido lastimada y había en su cara y su cuerpo marcas demasiado recientes para haber sido hechas la noche del casamiento. La camisa desgarrada dejaba ver feas señales en la espalda, como si hubieran usado un látigo. El prisionero no dio señales de haber oído ninguna de las palabras de, Pitney. Parecía un animal enjaulado y por un momento Pitney, pese a su corpulencia y su fuerza, sintió cierto temor.

Pitney sacudió su cabeza, desconcertado. Había visto a este Beauchamp como un hombre y sabía lo valeroso que era. Resultaba penoso vedo en el estado actual.

– ¡Vamos, hombre! Tome la ropa. Coma la comida. Lávese. Actúe como un hombre y no como una bestia.

Ruark, medio agachado, lo miró como un gato arrinconado.

– Dejaré esto -dijo Pitney y depositó el atado sobre la mesa-.

No necesita ser…

Un gruñido de furia lo puso sobre aviso y Pitney retrocedió en el momento que los brazos encadenados se levantaban amenazantes. La cadena golpeó la mesa.

– ¿Cree que aceptaré la caridad de ella? -dijo Ruark, escupiendo las palabras. Aferró el borde de la mesa y la cadena de su cuello se puso tirante cuando él se inclinó hacia adelante.

– ¿Caridad? -preguntó Pitney-. Este fue el pacto que ustedes hicieron y mi ama piensa cumplir su parte.

– ¡Eso fue un ofrecimiento de ella! -rugió Ruark, enloquecido de cólera-. No fue parte del pacto. -Golpeó la mesa con un puño y la partió en dos. Bajó la voz y dijo, en tono despectivo e insultante-: Dígale a esa perra que no tranquilizará su conciencia con la limosna que me envía.

Pitney no podía tolerar que insultaran a Shanna en esa forma. Se volvió para retirarse.

– ¡Y dígale a esa perra -gritó Ruark- que aunque sea en el infierno yo me ocuparé de que cumpla completamente con su parte del pacto!

La puerta se cerró ruidosamente y la celda quedó nuevamente en silencio salvo el sonido de las cadenas al arrastrarse cuando el reo caminaba.

El mensaje de Ruark, repetido crudamente, provocó un grito de indignación en Shanna. Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro del salón mientras Pitney aguardaba pacientemente que amainara la tormenta.

– ¡Entonces que se vaya al demonio! -dijo ella, abriendo los brazos-. He tratado de ayudarlo todo lo que me ha sido posible. Ahora esto ya, no está en mis manos. ¿Qué importancia tendrá dentro de unos pocos días?

Pitney hizo girar lentamente su tricornio en sus manos.

– El joven parece creer que usted le debe algo más – dijo.

Shanna giró y sus ojos azul verdosos despidieron llamas.

– ¡Ese mequetrefe engreído! ¡Qué me importa lo que piense él! ¡ Si es tan orgulloso, que lo cuelguen y acabe de una buena vez! El mismo se lo ha buscado… -Se detuvo abruptamente. Enrojeció y se volvió para que Pitney no pudiera verle la cara-. Quiero decir… después de todo, ¿acaso él no asesinó a esa muchacha?

– Está como enloquecido -comentó Pitney y suspiró profundamente-. No quiere tomar la comida y solamente acepta pan yagua.

– ¡Oh, basta! -gritó Shanna y empezó nuevamente a caminar de un lado a otro-. ¿Cree que no lo he escuchado? Yo no soy responsable de su condena, eso sucedió antes de que yo lo conociera. Será bastante desagradable enfrentar el sepelio sin que me recuerden constantemente cómo murió. ¡Desearía estar en casa! ¡Detesto este lugar!

Súbitamente Shanna interrumpió su agitado caminar y enfrentó a Pitney.

– ¡El Marguerite zarpa antes de que termine esta semana! Vaya a informar al capitán Duprey que deseamos pasajes para regresar a casa.

– Pero usted ya arregló para regresar en el Hampstead -dijo Pitney, ceñudo-. El Marguerite sólo es un mercante pequeño…

– ¡Sé lo que es el Marguerite! -interrumpió Shanna-. Es el más pequeño de los barcos de mi padre. Pero es suyo y zarpará pronto. Y a mí no me negarán pasaje. El Hampstead no zarpará hasta mucho más tarde ¡y yo quiero regresar ahora!

Golpeó la espesa alfombra con su zapato y sonrió, con un brillo calculador en los ojos.

– Y si el señor Ralston desea enfrentar a mi padre cuando yo lo haga, tendrá que, darse prisa con sus negocios. Ello le dejará muy poco tiempo para averiguar la verdad acerca de mi casamiento. ¡Dios nos asista a todos si llega a descubrirlo!

Cuando Pitney se marchó y los sirvientes continuaron desempeñando silenciosamente sus tareas, Shanna Sintióse extrañamente sola. Estaba desanimada y se dejó caer en la silla, del pequeño escritorio, inquieta y fastidiada. La imagen de Ruark tal como lo había descrito Pitney -harapiento, flaco, golpeado, encadenado, furioso- contrastaba notablemente con el hombre que ella había visto en la escalinata de la iglesia. Se preguntó qué había hecho cambiar tanto a un hombre. Y la respuesta le llegó cuando pensó en un rostro contorsionado contra los barrotes de la ventanilla del carro prisión y el aullido desesperado que la siguió a través de la noche. Ella conocía demasiado bien la causa.

Su mente le hacía jugarretas. Se imaginaba a sí misma golpeada, insultada, encadenada, indefensa, condenada, desesperada, traicionada.

Un pequeño grito escapó de sus labios y en un momento fugaz sintió el amargo sabor de la furia que ahora debía llenar a Ruark. Irritada, desechó esos morbosos pensamientos y no permitió que su mente volviera a ellos a fin de evitarse desagradables remordimientos.

El sol entraba a raudales por las ventanas. El día era despejado, fresco, desusado para Londres en esta época del año con un cielo profundamente azul. Una refrescante brisa marina se había levantado con el sol y barrido las nubes bajas y el humo, dejando el aire limpio y con un leve dejo salino. Sin embargo, Shanna apenas notaba la belleza del día. Distraídamente tomó una pluma y una hoja de vitela y empezó a escribir su nombre sobre las hojas blancas.