Выбрать главу

Los interrumpió una conmoción fuera de la habitación y la puerta de la celda principal se abrió violentamente. Entró un guardia trayendo una larga cadena que estaba asegurada al prisionero, quien mostraba señales de haber sido muy maltratado recientemente. Un ojo hinchado y un labio partido y ensangrentado le deformaban la cara. Los grilletes que llevaba en los tobillos lo hicieron tropezar y por esa torpeza recibió un fuerte golpe en las costillas. De la boca magullada salió un gruñido de dolor. Los dos guardias se disponían a llevar al prisionero a través del patio exterior cuando Ralston, buen juez de carne humana, levantó una mano para detenerlos.

– ¡Deténganse! -dijo y miró fieramente a Hicks-. Cerdo astuto -dijo-, me lo estaba ocultando para obtener un precio más alto.

Ralston se acercó para examinar mejor al prisionero, y después de un momento se volvió irritado hacia el carcelero.

– No perdamos tiempo, hombre -dijo-. Lo necesito. Dígame el precio. ¿Cuánto pide?

– ¡Pero señor mío! -dijo el pobre Hicks, casi apoplítico-. No lo vendo… quiero decir que no puedo venderlo. El ha estado en un calabozo y ahora se lo llevan a la celda común, con los demás, para ser colgado.

Ralston, sin dejar de golpearse el muslo con su fusta, miró largamente a Hicks. Por fin se irguió y cruzó los brazos. Sus ojos sombríos eran como los de un halcón fijos en un gordo conejo.

– Vamos, Hicks-… El gordo saltó con el sonido de la voz.

– Lo conozco y sé de algunas de… las maravillas que ha realizado, en el pasado. Una bonita suma por un joven como este…

El carcelero tembló y pareció a punto de caer de rodillas.

– Pero… no puedo. Es un asesino, condenado a la horca. Yo debo certificar que lo cuelguen… Y este es su apellido. -Las palabras no alcanzaron a salir de la garganta de Hicks.

– No me importa su apellido. Llamémoslo con uno nuevo. Ante eso, los ojos del carcelero adquirieron una expresión taimada y Ralston no perdió un momento.

– Vamos, hombre, decídase. Use su cabeza. -Su voz se hizo más persuasiva-. ¿Quién tiene que saberlo? Vaya, esto podría significar tanto como… -Se alzó de hombros y casi susurró al oído del carcelero-: Bueno, doscientas libras en su bolsillo, dos peniques para estos guardias y nadie se enterará.

La codicia de Hicks empezó a brillar en sus ojillos porcinos.

– Ajá -murmuró suavemente, casi para sí mío-. Hasta hay un cadáver, un viejo que ha estado años aquí, olvidados, y que murió anoche en su celda. Sí, es posible. ¡Ajá!

Se acercó a Ralston y habló en voz baja para que ningún otro pudiera oído.

– ¿Doscientas libras? ¿Por un tipo corno él?

– Sí, hombre. -Ralston asintió-. Es joven y fuerte. Partiremos dentro de pocos días pero usted debe mantenerlo oculto. ¿Habrá parientes que lo reclamen? -Hicks asintió y Ralston agregó-: Entonces déles el otro cuerpo mañana, en un ataúd cerrado y con el sello del magistrado para que no se atrevan a abrirlo. Yo lo recogeré con el resto de los hombres el día antes de zarpar.

Ralston atravesó a Hicks con su penetrante mirada.,.

– Espero. -dijo- que el hombre será cuidadosamente tratado para cumplir con nuestro pacto. ¿Comprende?

Hicks asintió enérgicamente y los rollos de grasa alrededor de su cuello temblaron con un movimiento ondulante.

Concluido el negocio, Ralston regresó al landó sonriendo y haciendo cálculos mentalmente: doscientas para Hicks, y Trahern pagaría quince mil por un hombre como éste de modo que quedaban trece mil para Ralston. Sonrió satisfecho y se puso los guantes. Empezó a canturrear desafeadamente, se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje de regreso a la casa de la ciudad

Era el veinticuatro de noviembre cuando Pitney se dirigió a Tyburn. No le agradaba presenciar ejecuciones y sintió la necesidad de alguna cosa para fortificarse. Con esto en la mente entró a una taberna y pidió a gritos un pichel de ale para animarse. Las ejecuciones atraían siempre grandes multitudes y la taberna estaba llena de individuos que aguardaban el comienzo del espectáculo. Pitney ocupó el único asiento disponible junto a un escocés pequeño, nervudo y pelirrojo que casi lo doblaba en edad. El hombre ya estaba bien lleno de ginebra y le dirigió una sonrisa tímida. Pitney no tenía intención de conversar pero el escocés se encontraba evidentemente afligido por una gran tragedia, de modo que Pitney escuchó en silencio, asintiendo de tanto en tanto mientras el otro relataba la historia de su vida. Momentos más tarde Pitney se puso súbitamente de pie, soltó un juramento, tomó un tricornio y salió de la taberna para dirigirse al cadalso. La multitud era densa y más de una vez Pitney estuvo a punto de arremeter contra grupos de personas que parecían inclinadas a cerrarle el paso Se abrió camino con los codos y llegó cerca de donde los guardias que estaban descargando a los prisioneros del carromato. A ninguno de los condenados lo reconoció como a Ruark Beauchamp. Pasó uno de los hombres del carcelero y Pitney lo tomó de la chaqueta.

– ¿Dónde está el colonial, Ruark Beauchamp? -preguntó-. ¿No Iban a colgado hoy?,

– ¡Suélteme, entremetido! Tengo cosas que hacer. Con una mano enorme y poderosa, Pitney atrajo al guardia hacia sí hasta que quedaron casi tocándose las narices.

– ¿Dónde está Ruark Beauchamp? -rugió Pitney-. ¿O quiere que le arranque la cabeza?

El guardia dilató los ojos y tragó ruidosamente.

– Ha, muerto. Se lo llevaron en el carro y lo colgaron al amanecer, antes de que se juntara la multitud.

Pitney sacudió al hombre hasta hacerle rechinar los dientes.

– ¿Está seguro?

– ¡Sí! graznó el guardia-. Hicks lo trajo de vuelta en una caja sellada para los parientes. ¡Suélteme!

Lentamente, las manos de Pitney se abrieron y el hombre, aliviado, volvió a tocar el suelo con los pies. Pitney se golpeó furioso una palma con un puño y soltó una maldición. Giró sobre sus talones, regresó rápidamente a la taberna, abrió la puerta de un golpe y sus ojos grises, entrecerrados, recorrieron atentamente todo el salón. Pero no vio al escocés.

El viaje de regreso a Newgate fue largo y Pitney lo disfrutó todavía menos que el que hiciera anteriormente. Hicks le relató la misma historia acerca de la muerte de Ruark de modo que nada pudo hacer fuera de aceptar el ataúd cerrado con' el nombre de Ruark Beauchamp grabado a fuego en la tapa. John Craddock lo ayudó a poner la caja en un carro tirado por un caballo y Pitney viajó hasta un pequeño establo abandonado, en las afueras de Londres. Allí, después de asegurar bien las puertas, empezó a trabajar. Arrastró hasta el carro un ataúd más pesado y ornamentado y lo colocó cerca del de la prisión.

Mucho más tarde Pitney tomó un cincel y alisó las cabezas de los tornillos de la tapa del ataúd ornamentado a fin de que no pudiera ser abierto sin gran dificultad. Su contenido quedé bien protegido de miradas indiscretas. Mientras Pitney trabajaba, una extraña sonrisa le cruzaba la cara de tanto en tanto, como el vuelo caprichoso de una polilla alrededor de una vela.

Pitney llevó el ataúd a un cementerio lejano, lo dejó junto a una tumba abierta e informó al rector que sería sepultado por la mañana. Después se dirigió a toda prisa a informar a su ama.

Ralston se encontraba en la casa y Shanna parecía impaciente. Pitney empezó a sentirse incómodo al no saber cómo decírselo a ella sin que Ralston oyera.

Finalmente, Pitney habló:

– Su esposo -hizo girar su tricornio en sus manos mientras Shanna ahogaba una exclamación y lo miraba con gran atención-…su esposo… el señor Beauchamp…