– ¡Señor Ralston! -llamó con tono iracundo.
El -agente giró rápidamente y al ver que Shanna se acercaba, se apresuró a interceptada.
– Señora -dijo- no se acerque. Estos no son los habituales…
– ¿Qué significa esto? _preguntó Shanna Indignada, y sólo se detuvo cuando él estuvo frente a ella-. No veo la razón para tratar como cerdos a hombres buenos, señor Ralston. ¡Quíteles las cadenas! -Pero señora, no puedo.
– ¡No puede! -repitió Shanna, incrédula. Puso los brazos en jarras debajo de la envolvente capa-. ¡Usted olvida su lugar, señor Ralston! ¡Cómo se atreve a decirme no!
– Señora -imploró él-, estos hombres…
– No fastidie mis oídos con excusas -replicó ella secamente-.
Si estos hombres han de ser de alguna utilidad a mi padre, no pueden ser golpeados, heridos y lastimados con cadenas. El viaje ya será bastante duro para ellos. El hombre flaco medio objetó y medio imploró:
– Señora, no, puedo dejados libres aquí, en el muelle. He pagado por ellos con buen dinero de su padre y la mayoría huirían si se les diera la oportunidad. Por lo menos, déjeme que los…
– Señor Ralston -dijo Shanna en tono firme, pero autoritariamente calmo-. He dicho que los suelte. ¡Ahora!
– ¡Pero, señora Beauchamp!
Súbitamente, uno de los siervos encadenados se detuvo en mitad de un paso y los otros que iban con él cayeron cuando sus cadenas les tironearon de los tobillos. Un guardia gritó y corrió hacia él.
– ¡Eh, tú, maldito mendigo! Muévete. ¿Crees que estás dando un paseo por Covent Gárden?
Levantó su bastón para castigar al encadenado y su mirada se cruzó con la de Shanna. Ella giró furiosa, el capuchón cayó sobre sus hombros y el siervo retrocedió y Se cubrió la cabeza con los brazos, como si le temiera más a ella que a cualquier garrote que pudiera usar su torturador.
– ¡Usted está maltratando la propiedad de mi padre! dijo Shanna, indignada por la audacia del guardia. Dio un paso como si fuera a intervenir personalmente pero Ralston la tomó de un brazo
– Señora, no se confíe en estos hombres-dijo él, con preocupación sincera porque sabía que sería severamente castigado si la hija de Trahern sufría algún daño-. Son unos desesperados s Y podrían…
Shanna, hirviendo de furia, enfrentó al agente. Su tono.fue grave e hiriente.
– ¡Quíteme la mano de encima! -exigió.
Con un gesto de impotencia, Ralston asintió y obedeció.
– Señora Beauchamp -dijo- su padre me encargó de su seguridad…
– Mi padre lo expulsaría de Los Camellos si supiera la forma en que trata usted a estos hombres -replicó Shanna-. No me tiente a informar a mi padre, señor Ralston.
Ralston endureció su mandíbula.
– A la señora le han crecido espuelas desde su casamiento -dijo.
– Ajá -repuso Shanna con decisión- Y son filosas. Tenga cuidado de que no lo hieran.
– Me intriga, señora, el?echo de que siempre se muestre dispuesta contra mi. ¿Acaso no sigo las instrucciones de su padre?
– Sólo que demasiado bien -respondió e a cáusticamente.
– Entonces, señora, ¿qué tiene ello de malo? -dijo él, con sus ojos de halcón fijos en los de ella.
– Lo malo está en lo que usted hace para cumplir las órdenes de mi padre -dijo ella vivamente-. Si tuviera usted un poco de decencia…
Ralston enarcó las cejas burlonamente.
– ¿Cómo su difunto esposo, señora?
El primer impulso de Shanna fue abofetearlo. Sentíase llena de un desprecio casi incontrolable hacia ese hombre y las palabras no hubieran bastado para expresar lo que ella quería decir.
Miró severamente al guardia que estaba detrás de Ralston, en actitud ahora menos amenazadora y con los brazos colgando a los lados. Al ciervo encadenado apenas se lo veía pues se había retirado hacia donde estaban sus compañeros, como para ponerse fuera de peligro.
Un grito llegó desde el barco y el capitán Duprey saltó por la planchada y se reunió con ellos. Shanna se volvió.
– ¡Mon Dieu! ¿Qué es esto? -preguntó el capitán.
Vio a los hombres encadenados que parecían aguardar en silencio y rápidamente comprendió la situación.
– ¡Ustedes! -dijo agitando los brazos hacia los guardias!. Lleven estos hombres a bordo. El piloto los dirigirá. ¡Váyanse ahora!
El rostro trigueño del capitán Duprey se iluminó con una amplia sonrisa cuando enfrentó a Shanna. Se quitó el tricornio emplumado y se, inclinó ceremoniosamente.
– Señora Beauchamp, usted no debería estar aquí, en el mulle
– la amonestó muy tiernamente-. ¡Y ciertamente, no cerca de estos sucios miserables!
Shanna imploró taimadamente, tanto con el tono de su voz como con la mirada:
– Capitán Duprey, no puedo tolerar las cadenas y querría ver que estos pobres hombres sean tratados más razonablemente.-Hizo una pausa hasta que el último de los encadenados hubo subido a bordo; y entonces continuó-: Ahora ellos están en, su barco, capitán. Le ruego que haga cortar las cadenas y que se asegure de que serán bien tratados.
– ¡Madame! -El fino bigote negro apuntó hacia arriba cuando él sonrió, y sus ojos negros se encendieron con cálidas luces-:
No puedo negarme. Me ocuparé de ello inmediatamente.
– ¡Señor! -El cortante ladrido de Ralston lo detuvo-. ¡Se lo advierto! Están a cargo mío y yo daré las órdenes…
El capitán Duprey levantó una mano para interrumpirlo y miró nuevamente esos ojos suaves e implorantes de color azul verdoso.
– ¡La señora Beauchamp tiene razón! -dijo galantemente-.
Ningún hombre debería ser cargado con cadenas de hierro. Con la sal los eslabones herirían la piel y las llagas demorarían semanas para sanar.
El francés tomó impulsivamente la pequeña mano de Shanna y la besó con fervor.
– Me ocuparé de satisfacer sus deseos, madame -dijo y se alejó a toda prisa.
Ralston resopló disgustado pero supo que había perdido. Giró sobre los talones y se alejó.
Contenta con su victoria, Shanna lo vio alejarse y una sonrisa de satisfacción curvó, sus hermosos labios. Pero al percatarse de que ahora se hallaba sola en el muelle, recogió su falda y empezó correr hacia el barco. Unas fuertes pisadas la siguieron y cuando ella, con el corazón palpitándole violentamente, se volvió, encontró a Pitney a sus espaldas. Después de todo, no había nada que temer, pero fue la sonrisa lenta y divertida de Pitney mientras miraba alejarse a Ralston lo que le dio motivos de desconcierto.
Mucho antes del amanecer Shanna fue despertada por el sonido de voces en la cubierta principal. Todavía amodorrada por el sueño, levantó la cabeza de la almohada pero no vio luz de la mañana por las pequeñas ventanas de la cabina.
Más gritos llegados desde arriba le indicaron que el barco estaba siendo llevado, por medio de la cadena del ancla, hacia la corriente principal del Támesis. Con un ligero balanceo, el barco quedó libre y en seguida se afirmo cuando fueron izadas las velas para aprovechar la brisa de, la madrugada que soplaba hacia el mar. Con el suave balanceo del barco, Shanna pronto volvió a hundirse profundamente en el sueño..
La primera noche de la travesía, Shanna fue formalmente invitada a compartir la mesa del capitán con varios de los oficiales y Ralston. Durante las semanas siguientes ello se convirtió en una rutina y muy a menudo en el mejor momento del día. Servía para romper la monotonía del viaje. cada vez que el grupo se reunía para la comida de la noche, compartir unas copas de vino de la fina y variada provisión y charlar un poco. El cocinero francés era un hombre de considerable talento y las comidas eran servidas con una agradable nota de decoro por un joven muchacho inmaculadamente vestido de blanco. Habiéndose relacionado con el capitán y sus oficiales durante varios días, Shanna disfrutaba de esos momentos y desplegaba su ingenio más vivo y encantador frente a las caballerescas atenciones de ellos. Sin embargo, Ralston mostrabas renuente a participar en estas reuniones. Hubiera podido abstenerse completamente pero sus únicas otras opciones eran cenar con la tripulación o a solas sobre cubierta. Solía gruñir en protesta ante la abundancia de la comida y tuvo la grosería de comentar, después que hubieran sido servidos siete platos de deliciosas viandas y cuando estaban disfrutando de un postre de frutas abrillantadas y almendras azucaradas, que él hubiera preferido un buen guiso de riñones galés. Su comentario fue recibido con miradas en blanco de los otros comensales.