A Ruark no le habían permitido tener una navaja; por eso una barba espesa le cubría la mayor parte de la cara, pero con las ropas limpias que le había traído Hicks tenía una apariencia más prolija. Una camisa de lino, calzones, medias y un par de zapatos de cuero resultaban reconfortantes después de tres meses miserables con los mismos andrajos sucios. En ese tiempo su cubo de agua, con el agregado de un poco de ron para impedir que se descompusiera, había sido usado tanto para calmar su sed como para asearse lo mejor posible. Pero desde la visita de Shanna, le proporcionaban abundante agua fresca y una botella de vino acompañaba a las viandas de la tarde. Era imposible imaginar nada que fuera capaz de mejorar el carácter de Hicks o de hacer que se moviera su grotesca mole con la excepción de la promesa de dinero, poco o mucho. La llegada de ropas y comida y los buenos modales del carcelero eran una clara indicación de que no todo se había perdido.
Empero, en la celda oscura y solitaria, Ruark caminaba inquieto de un lado a otro. La sombra del lazo corredizo oscurecía los días que pasaban y la duda y el temor atormentaban su mente. No tenía forma de saber si Shanna Trahern cumpliría su palabra y enviaría por él. El solo ver nuevamente el mundo exterior sería un trago fuerte, pero sus pensamientos estaban ocupados por una visión de esa hermosa muchacha en sus brazos. Quizá ella cambiara de idea y decidiera ceder a la voluntad de su padre antes que pasar una noche con él. ¿O él lo habría imaginado todo? ¿Era un sueño que él había conjurado de las profundidades de la desesperación? ¿Shanna Trahern, una deliciosa figura de mujer y la etérea meta de todos los mozos solteros de aquí y de afuera, había entrado realmente en su celda y concertado semejante pacto con él? La única visión que lo eludía totalmente era la de esta orgullosa mujer entregándose a un hombre tildado de asesino.
Ruark se detuvo ante la puerta de su celda y apoyó la frente en el hierro frío. La imagen atormentadora de esas facciones suaves, perfectas, bucles de color miel y oro cayendo sobre hermosos hombros, y pechos maduros y llenos que casi asomaban completamente fuera de un vestido de terciopelo rojo estaba grabada en su memoria con todos los detalles y le producía una impaciencia torturante que sólo podría ser aliviada cuando ella fuera realmente suya… si es que ese momento llegaba alguna vez. El comprendía que donde la brutalidad' de Hicks había fracasado, la ilusión de Shanna estaba cerca de triunfar y quebrantarlo. No obstante, él atesoraba esa visión y se solazaba con ella, porque cuando desaparecía era reemplazada por la macabra imagen del árbol de una horca y su fruto.
El caminaba. Se sentaba. Se lavaba. Esperaba.
Finalmente, lleno de frustración, se tendió sobre su jergón, cansado de la agonía de la incertidumbre. Se pasó la mano por la barba y se sobresaltó al pensar en su miserable aspecto. Lo mejor que Shanna pudo pensar de él es que era un bárbaro.
Se puso un brazo sobre los ojos como si quisiera impedir que lo acosaran esas ilusiones torturantes y dormitó agitadamente. Aun así no tuvo paz y despertó empapado en sudor frío y con un dolor en la boca del estómago.
Todavía estaba luchando por contener sus emociones cuando resonaron pisadas en medio del pesado silencio. Ruark despertó completamente cuando el sonido se detuvo, frente a la puerta de su celda. Una llave giró en la cerradura y Ruark pasó sus piernas sobre el borde de la cama cuando la puerta se abrió violentamente. Dos corpulentos guardias, con pistolas en las manos, entraron y le hicieron señas de que saliera. Contento por la interrupción a su aburrimiento, Ruark se apresuró a obedecer.
Salió de su celda y se encontró cara a cara con el señor Pitney.
– El ha venido por ti, bribón -dijo Hicks y clavó entre las costillas de Ruark su largo bastón-. No me gusta que tipos como tú se mezclen con la gente decente, pero la dama está decidida a casarse. Irás con el hombre y con mis propios muchachos que aquí ves, John Craddoc y el señor Hadley. -Se rió burlonamente cuando Ruark levantó las cejas desconcertado-. Sólo para cuidar, por supuesto, que no se te ocurran algunas fantasías y se te dé por retozar.
El corpulento carcelero rió mientras aseguraban gruesos hierros a las muñecas de Ruark. Los extremos de las cadenas' fueron entregados al señor Pitney, quien los aferró con su puño grande como un jamón. Con un gesto para que lo siguieran, Hicks condujo a la procesión a través de la cárcel y sólo se detuvo cuando llegaron a un carro que esperaba y que fue acercado a la puerta exterior. El vehículo se, parecía mucho aun gran cajón de madera de roble can refuerzos de hierro y tenía una sola ventanita en la puerta lateral. Un tercer guardia estaba ya en el asiento del cochero con, las riendas entre sus gruesos dedos. Se había envuelto apretadamente en su capa a fin de protegerse de la helada llovizna que caía en esos momentos y saludó a los otros nada más que bajando su tricornio sobre los ojos.
– Ahora hagan lo que diga el señor Pitney -dijo Hicks a sus hombres-. Y tráiganme de vuelta a este bribón vivo o muerto. -Sus ojillos negros se clavaron en el prisionero-. Si éste hace un solo movimiento para escapar, vuélenle la cabeza.
– Su, amabilidad es superada solamente por su gracia, señor carcelero -le dijo Ruark en tono de chanza. En seguida se irguió-. ¿Podemos atender nuestros asuntos o hay algo más que usted desee discutir con estos caballeros? Hicks lo empujó hacia el carro.
– Sube, maldito bribón. Espero que el buen señor Pitney impida que hagas a la dama lo que le hiciste a esa muchacha en la posada y a la criatura que llevaba en su vientre. Los ojos de Ruark se endurecieron cuando el carcelero sonrió burlonamente, pero el joven permaneció mudo aun bajo la mirada ceñuda e inquisitiva de Pitney. Sin ofrecer ninguna explicación, Ruark pasó a su lado y subió con sus cadenas al carro. En el interior oscuro y desnudo de la caja prisión se tendió en un rincón, tratando de acomodarse lo mejor posible. Cerraron y aseguraron la puerta e Hicks golpeó con su bastón los costados de la caja.
– Tengan mucho cuidado con este pájaro -advirtió dirigiéndose a todos-. Y no me importará si lo traen herido o moribundo con tal de que no lo dejen escapar.
Con una violenta sacudida, el pesado carro se puso en marcha. Era casi mediodía. Ruark no podía saber cuánto duraría el viaje o hacia dónde se dirigían. Trozos de cielo plomizo y de tejados mojados por la fría llovizna pasaban fugazmente por la estrecha abertura del ventanuco. Atravesaron las afueras de Londres y los caballos fueron azuzados para que aceleraran el paso. A través de los barrotes de hierro, Ruark alcanzó a ver en la distancia casas de granja con techos de paja y campos con los restos de las cosechas de otoño, separados por bajos cercos de piedra. El serpenteante camino de lodo pasaba frente. A chozas y a mansiones campestres pero apenas se veía a persona alguna porque la lluvia impedía que la gente trabajase en los campos y no los alentaba a que salieran a la calle: El carro seguía avanzando sin que nadie presenciara su paso, salvo algún cerdo que escapaba corriendo y chillando del camino y caballos que se alimentaban tranquilos de la hierba mojada.
Cierto tiempo más tarde el carro salió súbitamente del camino. Y entró en un pequeño claro después de pasar dificultosamente entre los árboles que Crecían muy juntos a los costados. El brusco giro casi arrojó a Ruark de su rincón pero él consiguió afirmarse contra los sacudones. Su cuerpo tenso se relajó sólo cuando el carro se detuvo junto a un verde charco de agua estancada.
– Ahora estamos bien escondidos, compañeros -dijo la voz resonante del cochero-. Saquen al hombre.
Pitney se apeó por el otro lado mientras los dos corpulentos guardias saltaban al suelo y sacaban a Ruark tirando de sus cadenas, sin darle oportunidad de oponerse o resistirse. Durante un fugaz momento, Ruark fue aplastado entre ellos y gruñó de dolor cuando los codos de los dos hombres se clavaron en sus costillas. Después, con un brusco empujón lo hicieron resbalar y caer en el lodo pegajoso que rodeaba al estanque. Riendo a carcajadas, llenos de perverso regocijo, se palmearon uno a otro en la espalda..