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De este modo llegaron al meollo de la cuestión. Mycroft no quería tan sólo que su hermano vigilara a Crowley, sino que, si lo consideraba necesario, fuera capaz de quitarlo de en medio. Quienquiera que enviase tras él tenía que tener el criterio suficiente para saber cuándo limitarse a mirar y cuándo actuar.

Y evidentemente Holmes era la elección lógica. Podríamos decir que la única.

El detective reflexionó unos instantes sobre lo que le estaba pidiendo su hermano y, finalmente, asintió.

– De acuerdo -dijo-. Lo haré.

– ¿Y qué pasa con tu pupilo?

Holmes no había dejado de pensar en él durante toda la conversación. Y en realidad Wiggins le venía que ni pintado. Su antiguo tenientillo podía ser el ayudante perfecto en una situación así y además sabía bien que podía confiar en él sin necesidad de ponerlo en antecedentes. Bastaría con decirle que Crowley era un posible peligro para Inglaterra. Wiggins no necesitaba saber más.

Y, por otro lado, aquello sería beneficioso para él. Tener algo en que ocupar la mente, lanzarse a una misión, era justo lo que necesitaba para acabar de recuperarse del todo. Y tendría a su lado a su viejo mentor en todo momento para asegurarse de que no se involucraba en exceso en su tarea.

Todo eso había pasado por la cabeza de Holmes mientras Mycroft le explicaba lo que quería de él, así que cuando llegó la pregunta sobre su pupilo, mi amigo no dudó en responderle:

– Vendrá conmigo.

Su hermano frunció el ceño unos instantes, sólo para acabar diciendo:

– Si es como quieres hacerlo, adelante. Al fin y al cabo, si te pido esto es porque confío en ti. Así que tendré que confiar también que en lo referente a tu joven amigo sabes lo que estás haciendo.

Holmes le aseguró que así era y, tras darle a su hermano los últimos detalles de la misión, Mycroft abandonó la casa. Pronto el ruido del motor de su coche se perdía a lo lejos.

En aquel momento de su narración, Holmes me confesó un secreto. No hay mayor necio que el hombre inteligente demasiado seguro de su inteligencia, me dijo. Tarde o temprano cometerá un error.

Y no será pequeño, añadió.

Capítulo IV. Niebla en la bahía

Así fue cómo Holmes y Wiggins acabaron en el mismo barco que Aleister Crowley. Una pareja tan típicamente inglesa que nadie reparó en ellos más allá del tiempo suficiente para notar su presencia y pasar a otra cosa. Un tío irritable y excéntrico y su sumiso sobrino. Un disfraz simple y eficaz.

Al menos eso esperaba Sherlock Holmes.

La primera parte del viaje no tuvo nada digno de mención. Holmes (Sherrinford Scott, en su nuevo papel) se pasó todo el tiempo dando tumbos por la cubierta y quejándose de todo lo imaginable, mientras su obediente sobrino Frederick tomaba nota de todo y, estirado y altivo, iba luego a ponerlo en conocimiento del capitán. El pobre hombre seguramente llegó a considerar la posibilidad de arrojarlos por la borda a ambos.

Pero cuando el barco atracó en la costa española, las cosas cambiaron. No debería haber sido más que una escala técnica en el puerto de Vigo, un mero trámite antes de seguir con el viaje.

La naturaleza, sin embargo, tenía otros planes. Una niebla espesa cayó aquel atardecer sobre la bahía de Vigo y, a medida que iba pasando el tiempo, iba volviéndose más densa e impenetrable. Con aquellas condiciones meteorológicas, pensar en continuar el viaje era absurdo.

Así que permanecieron atracados toda la noche y buena parte del día siguiente, mientras la niebla seguía espesándose a su alrededor casi como si fuera un ser vivo.

Crowley paseaba por cubierta, impaciente y contrariado por el retraso, rodeado a todas horas de su corte de admiradores, de entre la que destacaba una mujer pelirroja, de gesto hosco y mirada altiva.

Holmes y Wiggins se cruzaron varias veces con ellos. En su papel de millonario excéntrico, Holmes ni siquiera les prestó atención. Wiggins, por el contrario, los saludó con una educación que fue ostensiblemente ignorada, excepto por el gesto con que la mujer pelirroja respondió al saludo del joven: un breve asentimiento de cabeza mientras entrecerraba los ojos y una sonrisa estaba a punto de asomar a sus frías facciones.

Se llamaba Anni Jaeger y, según la información con la que contaba Holmes, no sólo era la amante de Crowley, sino una de sus más cercanas colaboradoras.

Así, no es de extrañar que, unas horas más tarde, aprovechando que ella paseaba sola por cubierta, Wiggins se acercase a donde estaba y, de acuerdo con el personaje entre petulante y tímido que estaba interpretando, tratase de aproximarse a ella de un modo un tanto torpe.

Sus intentos de conversación sin duda la divirtieron y lo dejó balbucear un buen rato sobre el tiempo, las condiciones de navegación y otras tonterías semejantes. Al cabo de un rato, se habían enzarzado en una conversación trivial en la que ella intervenía poco, salvo para animar a su interlocutor a que siguiera hablando o mostrar de vez en cuando su asentimiento ante lo que Wiggins le decía.

– No parece que le guste mucho viajar -dijo de pronto, interrumpiendo un comentario del joven sobre las tormentas del Atlántico. Hablaba con un ligerísimo acento alemán y tenía una voz algo ronca.

– Me guste o no, me temo que no me queda más remedio, en tanto mi tío siga empeñado en recorrer el mundo. -¿Por qué? Es él quien quiere verlo, no usted.

– Bueno, señorita, mis obligaciones…

– Tenemos las obligaciones que deseamos tener. Si usted acompaña a su tío será porque de algún modo le compensa.

Wiggins se encogió de hombros, fingiendo incomodidad.

– No es tan fácil escapar a nuestras responsabilidades. Soy su único pariente…

– Y seguramente su heredero.

– Por supuesto, pero no es ésa la cuestión.

– Sin embargo, yo creo que ésa es precisamente la cuestión. -Wiggins iba a decir algo, pero ella lo interrumpió con un gesto de su mano enguantada-. Por favor, ahórreme sus protestas de devoción familiar y deber personal. Usted hace lo que hace porque espera obtener un beneficio de ello. Como hacemos todos.

– Es usted tan bella como cínica, señorita Jaeger.

Ella acogió el comentario con mohín de fastidio.

– No diga tonterías, señor Scott. No soy bella, por más que muchos hombres piensen lo contrario. No soy una muñeca sumisa e independiente y eso fascina a los hombres, aunque también me teman por ello. En cuanto a cínica… bien, si decir las cosas tal como son es una muestra de cinismo, entonces lo soy.

– Confieso que no sé qué decir.

– Oh, sí que lo sabe. Pero no se atreve porque no lo considera apropiado. Al fin y al cabo, se supone que hay ciertas cosas que un caballero educado nunca debería decirle a una dama. Pero no se preocupe. No soy una dama. En cuanto a su disfraz de caballero… es bueno, sin duda, pero puede abandonarlo si lo desea. No seré yo quien se lo impida.

– Me temo que no sé a qué se refiere.

– Me temo que sí lo sabe, señor.

De pronto, la temperatura entre ellos parecía haber descendido varios grados. Wiggins optó por permanecer inmóvil, con la vista clavada en la niebla que los rodeaba. Ella dejó asomar una media sonrisa a su rostro desafiante y, al cabo de un rato, dijo:

– Creo que será mejor que me retire. Buenas noches, señor Scott.

– Buenas noches, señorita Jaeger.

La mujer dio media vuelta y pronto fue tragada por la niebla. Wiggins esperó unos momentos. Luego se apoyó en la borda, encendió un cigarrillo y lo fumó con parsimonia.

Volvió poco después al camarote que compartía con Holmes.

– ¿Y bien? -le preguntó éste al verlo entrar-. No parece que las cosas hayan ido como esperabas, muchacho. Wiggins se quitó el abrigo, lo colgó de la percha y se sentó en su litera. Luego procedió a contarle a su mentor la conversación que acababa de mantener.