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– Ya veo -dijo Holmes-. Es una mujer inteligente, sin duda. No esperaba que nuestra pequeña superchería los engañase durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, y dado lo notorio de sus actividades, por fuerza Crowley tiene que saber que es vigilado constantemente. Y ha sido sencillo suponer que éramos nosotros los encargados de tal tarea.

– ¿Cree que saben quiénes somos? O quién es usted, en todo caso. Yo debería ser un completo desconocido para ellos.

El detective sopesó la pregunta unos instantes.

– Hmmm, interesante cuestión, Wiggins. No importa lo eficaz que sea un disfraz: una vez que se sabe que se está mirando una impostura, una persona observadora siempre puede ver a través de él y deducir el verdadero rostro que hay debajo. Así que sí, es posible que sepan que es Sherlock Holmes quien está tras ellos.

No parecía muy contrariado por ello.

– No lo estoy, es verdad -dijo cuando Wiggins se lo hizo notar-. En cierto modo, contaba con algo parecido. No lo olvides, muchacho, no es la primera vez que Crowley y yo cruzamos nuestros pasos. No es demasiado inteligente, quizá, pero no carece de una cierta astucia reptilesca y, desde luego, tiene habilidad para saber rodearse de personas de valía. La señorita Jaeger lo es, sin la menor duda. Era cuestión de tiempo que penetrasen bajo nuestro disfraz, aunque sin duda hubiera preferido que pasara más tarde.

Miró a su pupilo como si esperase que éste aventurara alguna teoría distinta. Al ver que no lo hacía, encendió su pipa y se recostó contra la pared.

– Contrariarse por lo inevitable es estúpido, Wiggins. Peor aún, es malgastar las fuerzas. Y ya sabes lo mucho que odio malgastar mis fuerzas. Así que seguiremos el viaje y esperaremos. Y aprovecharemos nuestra oportunidad si surge. Y si no lo hace… -se encogió de hombros- esperaremos a la siguiente.

Capítulo V. La señorita Violet Hunter

En aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Extrañado, me disculpé ante Holmes y fui a ver quién era. Mientras abandonaba el salón me di cuenta de que el detective me miraba con una expresión que, de no haberlo conocido mejor, habría calificado de picara.

En realidad, no fue ninguna sorpresa encontrarme a Violet en la puerta. Aunque le había dicho que no acudiera a casa aquella mañana, Violet era una mujer tozuda a la que resultaba difícil disuadir, una vez se le había metido algo entre ceja y ceja. Y, sabiendo que Holmes estaba en casa, no era raro que pese a todo hubiera decidido venir.

La regañé, pero sabía que estaba malgastando mis palabras.

– Oh, vamos, John, no seas estúpido -dijo.

Y, antes de que yo pudiera impedírselo, franqueó el umbral y se dirigió hacia el salón con pasos decididos.

Holmes la estaba esperando, por supuesto, en su mejor pose de detective retirado al que nada se le escapa. Se sentaba frente a la chimenea, con las manos entrelazadas y la pipa colgando de un lado de la boca (seguramente la encendió, con toda intención, mientras yo iba a abrir la puerta). Media ceja enarcada y el inicio de una sonrisa completaban su pantomima.

Se incorporó al ver entrar a Violet y, sin esperar a las oportunas presentaciones, dijo:

– Me preguntaba cuándo iba a honrarnos con su visita, querida. El bueno de Watson parece haber hecho todo un misterio de su existencia. Y, como bien debería saber, nada excita mi curiosidad tanto como un buen misterio.

Violet me miró de soslayo, terminó de entrar en el salón y extendió su mano en dirección a Holmes.

– Yo no lo calificaría de «bueno», señor Holmes -dijo, mientras mi amigo estrechaba su mano, sin inmutarse ante lo masculino del gesto-. Seguramente usted ya lo había desvelado antes de que yo entrase por la puerta.

– Bien -dijo el detective-. No fue muy difícil, aunque ofrecía algunos aspectos interesantes para el ojo entrenado. Sin duda se dedica usted a la medicina, lo cual le ha causado no pocos problemas con su familia, aunque eso no la ha impedido seguir adelante. Cierto que ocasionalmente desfallece, pues resulta difícil abrirse camino en un mundo de hombres, pero las pocas veces que ha estado a punto de tirar la toalla, mi amigo Watson ha sabido estar ahí para usted y alentarla a continuar. Hasta hace unos momentos desconocía su apellido, pero si uno examina sus rasgos con la debida atención no debería costarle mucho trabajo llegar a la conclusión de que es la hija de los amigos de Watson y, por tanto, es usted la señorita Violet Hunter.

Violet parecía encantada y se puso a dar saltitos y batir palmas. Enseguida se avergonzó de un comportamiento tan femenino, sin embargo, y volvió a adoptar su pose de mujer moderna y decidida.

– Sabía que no me decepcionaría usted, señor Holmes. Es exactamente igual a como John lo ha descrito.

– ¡Dios no lo quiera, querida mía! ¿De verdad le parezco ese monstruo de arrogancia y frialdad que el bueno de Watson ha descrito en sus relatos? ¿En serio me encuentra tan insufrible, petulante y engreído como el personaje que ha salido de su pluma?

– No, claro que no -respondió ella-. Es usted encantador, tal y como John lo ha descrito siempre en sus historias.

Por un instante habría jurado que Holmes estaba sorprendido.

– Me han llamado muchas cosas a lo largo de mi vida, querida niña. Pero «encantador» no es una de ellas.

Violet se encogió de hombros.

– A menudo me han considerado excéntrica, señor Holmes. Y supongo que encontrarlo encantador forma parte de mi excentricidad.

El detective sonrió y vi que lo hacía casi a pesar suyo.

– Bien, bien, una mujercita despierta y con la cabeza en su sitio. Y con buen gusto, me atrevería a añadir si no fuera por… Pero vamos, Watson, no se quede ahí parado como un pasmarote, hombre. Entre en la habitación o váyase, lo que sea, pero decídase de una vez.

Hice lo primero, evidentemente, y durante la siguiente media hora asistí a la visión de un Holmes que pocas personas habían presenciado: cálido y ocurrente, un conversador brillante y un oyente atento. Parecía fascinado por cuanto Violet le decía, interesado en la menor de las trivialidades que ella contaba y tan pendiente de sus gestos que una sonrisa de la chica parecía colmarlo de felicidad.

Unos años atrás, habría dicho sin temor a equivocarme que mi amigo estaba fingiendo, representando una farsa. Y, en cierto modo, sí que lo estaba haciendo: sin duda quería librarse de Violet lo antes posible para poder continuar con su historia. Si lo hacía de ese modo era, simplemente, por deferencia hacia mí.

Pero al mismo tiempo, me di cuenta, su simpatía hacia mi joven amiga era auténtica. Pese a su natural desconfianza hacia el elemento femenino, comprendí que los aires decididos de Violet, su carácter sin duda testarudo y su innegable inteligencia lo habían cautivado.

Lentamente, Holmes fue llevando la conversación hacia donde él deseaba. Maniobrando con sutileza, dejando que la propia Violet fuera por sí misma hacia donde él quería llevarla. Su intento fue coronado por el éxito algún tiempo después.

– Bueno, creo que ya he sido todo lo impertinente que me atrevía a ser -dijo la muchacha.

Se puso de pie y sonrió con la misma timidez descarada y felina que vi en sus ojos la primera vez que me habló de sus deseos de hacerse médico. Fue aquel día, mientras ella me pedía ayuda para enfrentarse a su padre, cuando me di cuenta de que la hija de mi viejo amigo Stephen Hunter había dejado de ser una niña. Que quizá hacía tiempo que no lo era.

– Tanto usted como John son muy amables, señor Holmes, pero sé que los dos tienen cosas importantes que hacer. Los dejaré solos ahora para que puedan continuar con sus asuntos.

Holmes se incorporó a su vez y volvió a estrecharle la mano a la muchacha.

– Cuando hayan terminado -dijo ella, mirándome otra vez de soslayo-, será un placer para mí que me inviten a cenar, caballeros.