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Ella había parecido sorprendida unos instantes, antes de saludarlo con una inclinación de la cabeza y una sonrisa desconfiada.

– Vaya, señor Scott -dijo, después de que él hubo estrechado su mano-. No esperaba verlo por aquí… Al menos, no de este modo.

Wiggins fingió que ignoraba de qué estaba hablando ella, pero lo hizo de un modo deliberadamente poco creíble.

– Nunca me ha gustado dejar las cosas a medias, señorita Jaeger. Y, si no recuerdo mal, nuestra conversación anterior terminó de un modo un tanto abrupto.

– Eso no quiere decir que no hubiera terminado. Algunas cosas terminan así.

– Otras no.

Un rápido intercambio de ingenio verbal terminó desembocando en una invitación para dar un paseo por la costa. Ella apenas dudó antes de aceptarla.

Pasaron casi todo el resto del día juntos. Hablando de prácticamente todos los temas posibles excepto del único en el que los dos estaban pensando: el señor Aleister Crowley y sus planes.

Al oír aquellas palabras, Holmes enarcó una ceja.

– Quizá no era el único en el que estabais pensando -dijo.

– Puede que no. Pero, como usted mismo ha dicho, tendremos tiempo de sobra para las irrelevancias cuando esto acabe.

– Cierto, muchacho. Continúa.

Al fin, a base de muchos rodeos, vueltas atrás y falsos caminos, habían terminado llegando a una especie de entendimiento, una suerte de código verbal en el que ninguno de los dos decía la verdad directa, pero al mismo tiempo era consciente de que el otro comprendía lo que había tras sus mentiras. Wiggins nunca reconoció ser un agente al servicio secreto de Su Majestad y Anni Jaeger no afirmó en ningún momento que lo que Crowley había ido a hacer a Lisboa tendría lugar aquella noche. No fue necesario.

– Ella quería que lo supiéramos -dijo Holmes, como si hablase consigo mismo-. Diría que tu presencia le vino como anillo al dedo.

– Pienso lo mismo, señor Holmes.

Pero había algo que Wiggins le ocultaba, y al detective no se le escapó.

– Es una criatura fascinante, ¿verdad? No, no hace falta que respondas, muchacho, lo sé bien. Cuando inteligencia, belleza y carácter se combinan en una sola persona, el peligro es más que evidente.

Wiggins no respondió. Parecía incómodo.

– Lo siento, muchacho. No es de mi incumbencia. Sé bien que no vas a permitir que tu fascinación por la señorita Jaeger se inmiscuya en el cumplimiento de nuestra misión. Y el resto no es asunto mío. Reitero mis disculpas.

– Eso no es necesario, señor Holmes.

– Yo creo que sí lo es, pero no discutamos por una fruslería. En estos momentos lo verdaderamente importante es saber por qué la señorita Jaeger quiere que estemos presentes y, sobre todo, si es ella quien lo quiere o se ha limitado a transmitirnos los deseos de Crowley.

Wiggins frunció el ceño.

– ¿No sería igualmente importante saber dónde va a tener lugar el asunto? -preguntó-. Sé que será en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad, pero eso es todo cuanto pude averiguar.

– No te preocupes, muchacho. Eso no será ningún problema. Ese indicio es más que suficiente.

– ¿Cómo?

– Vamos, Wiggins, no pensarás que me he pasado todos estos días limitándome a cambiar una y otra vez de disfraz y a seguir a nuestras presas sin hacer nada más. No, en cuanto estuvo claro que sólo esperaban algo, dejé que tú te encargaras de la mayor parte de la vigilancia y me dediqué a otras labores. Encontrar un lugar, por ejemplo.

– Holmes, le aseguro que…

– Vamos, ya habrá tiempo para que te maravilles ante mi genio -le interrumpió el detective con un brillo socarrón en la mirada-. Ahora no es el momento. Aunque desconocemos la naturaleza exacta de los planes del señor Crowley, sí que sabemos unas cuantas cosas sobre él. Y quizá la más interesante de todas sea su carácter exuberantemente teatral. Es un histrión, Wiggins, y necesita público para lo que hace, sí, pero también el escenario adecuado. En los pasados días he dado con varios lugares en los alrededores que podrían servirle para sus propósitos. Y ahora, gracias a ti, creo que tengo un candidato firme.

– ¿Gracias a mí?

– Has dicho que sería en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad. Y, si no recuerdo mal tus primeras palabras, será por la noche. Sólo hay un escenario en mi lista que cumpla esas condiciones. Está al norte, no muy lejos, en la misma costa. Y tiene las connotaciones adecuadas para que Crowley lo haya elegido por encima de los otros.

Comprobó la hora en su reloj.

– Creo que será mejor que nos pongamos en marcha.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia Boca do Inferno. La Boca del Infierno, muchacho. ¿Hacia dónde, si no? ¿Qué otro lugar podría elegir Aleister Crowley como escenario para su representación, sea ésta la que sea?

Capítulo VIII. «Recuerda que eres mortal»

– Bien, Watson, todo parecía acercarse a un final más que inevitable, ¿verdad? El escenario estaba preparado, los actores en sus sitios y la trama cercana a su punto culminante. Y allí estaría yo, Sherlock Holmes, preparado para cosechar un éxito más en una vida llena de ellos. Eso era lo que parecía, ¿verdad?

No dije nada. No parecía que hubiera nada adecuado que decir.

– Agradezco su discreción, amigo mío, pero no es necesaria. Vamos, hable, dígamelo. Cuénteme lo que piensa.

– Le aseguro que en estos momentos no pienso nada. O, al menos, que no pienso lo que usted parece creer que estoy pensando.

El almuerzo había quedado atrás hacía un buen rato y una tarde desapacible se burlaba de nosotros tras las ventanas. Era evidente que Holmes no me creía, pero mis palabras eran ciertas. Él parecía esperar de mí algún tipo de reproche; más aún, parecía desearlo. Pero cómo podía reprocharle yo nada al más increíble ser humano que jamás había conocido, al hombre que había hecho, en buena parte, que mi vida mereciera la pena.

– Ah, Watson, es usted un buen amigo. El mejor. Y nunca se lo he agradecido lo bastante. -Holmes, por favor.

Me sentía incómodo ante sus cumplidos. Era como si aquél que tenía frente a mí no fuera Sherlock Holmes, sino alguna especie de extraño impostor. Por supuesto, yo siempre había sabido que Holmes no era la fría y desapasionada máquina de razonar que pretendía ser ante el mundo, a veces ante sí mismo. En realidad, hacía tiempo que sospechaba que era un hombre apasionado, de impulsos extremos y afectos y odios instantáneos. Todo eso había estado siempre bajo la superficie, atrapado, atado por la razón fría y la lógica implacable. Pero allí había estado y yo lo había visto asomar las veces suficientes.

Pero contemplar cómo todo eso salía a la superficie… Asistir de pronto al modo en que los remordimientos por los errores cometidos se adueñaban de su comportamiento era más de lo que podía resistir. Sabía que todo eso había estado siempre allí, que la pasión bullía bajo la razón, que la compasión era lo que guiaba la lógica. Pero un Holmes de sentimientos desatados me resultaba tan inconcebible, tan aberrante como lo habría sido uno de raciocinio puro.

– Amigo mío -dije, intentando que mi voz sonara lo más serena posible-. Éste no es usted, y lo sabe.

– Quizá éste soy yo, Watson, lo he sido siempre. Y sólo ahora, en mi momento de fracaso, puedo permitirme el lujo de reconocerlo. El frío razonador quizá no era más que un disfraz. Otro más.

– Es posible. Pero, ¿no somos acaso la suma de nuestros disfraces? ¿No forman parte ellos de nosotros? ¿No son, quizá, lo que nos definen y nos hacen ser éste y no el otro? Piénselo, Holmes, piénselo.

Le había oído reír otras veces antes, pero nunca del modo en que lo hizo ahora, como si toda su desesperación estuviera escapándose con aquella risa. Cuando terminó de reír, parecía un hombre nuevo.