Sobre una de las terrazas, una criatura meditaba en silencio sobre su destino. Su cuerpo no tocaba el suelo, flotaba a unos centímetros de él.
Su cuerpo.
Un cono rugoso y enorme. Carnoso y latiente.
Sólo que era también mi cuerpo.
Yo era esa criatura melancólica que contemplaba la lejana tormenta sobre la selva gris.
Yo era un cono rugoso.
Un bibliotecario atado a una biblioteca interminable.
Luego, me volvía hacia la ciudad y contemplaba la losa gigantesca que tapaba el lugar al que nunca vamos, el lugar al que tememos más que nada.
Algún día la losa se quebraría. Y ellos saldrían.
Y una parte de mí se preguntaba si aquello sería tan malo.
Al despertar, encontré extraño mi cuerpo, como si no supiera qué hacer con mis extremidades.
Caminar se convirtió en una tortura.
Logré acercarme al espejo y, por unos instantes, no sentí otra cosa que repulsión ante aquella cosa que me miraba desde allí. Aquella especie de pelaje que lo remataba, los dos ojos a cada lado de la cabeza, aquella cavidad carnosa que debía de ser una boca.
Era mi rostro. El que siempre he tenido.
Pero, por un momento, no logré reconocerlo.
Yo era un cono rugoso sobre una ciudad como no ha habido otra, me dije a mí mismo.
El momento pasó enseguida y volví a reconocer mi cara.
Pero al mirarme al espejo, vi que él estaba allí, detrás de todo, acechando.
Paseo por los jardines, cuidadosamente vigilado, embutido en la camisa de fuerza, incapaz de rascarme allí donde me pica.
¿Dónde me pica?
Es una buena pregunta para la que no tengo respuesta.
Tras el paseo, regreso a mi habitación acolchada. Muevo los brazos, libres de su prisión.
Recuerdo lo que hice con esos brazos.
Un test tras otro.
Todos igual de estúpidos. De inútiles.
No pueden recomponer con un test lo que ya está recompuesto.
Y los tests no mostrarán lo que acecha tras mi mirada. Eso no se reflejará en una hoja de papel, en una respuesta.
Estoy prisionero y no tengo lugar alguno al que huir. Pero aunque estuviera libre, ¿adónde huiría? No puedo escapar de mí mismo. En realidad, ya no deseo escapar de mí mismo.
El verdadero peligro no es ése.
Porque, esté donde esté, no puedo escapar de lo que me acecha desde el espejo. De la criatura que puebla mis sueños y que no soy yo aunque intenta serlo.
No puedo escapar.
El doctor Hufier insiste con sus terapias, con sus preguntas, con sus drogas. Sonríe satisfecho.
Quizá le estoy proporcionando material para un artículo en alguna prestigiosa revista médica. Quién sabe si para un libro.
Palabras.
Las palabras no hacen más que ocultar la verdad.
Entonces, ¿por qué las uso?
Nuevos sueños.
Alguien que no soy yo, en un cuerpo que no es el mío, aguarda y planea. Se pasea por salas vacías, abre libros de extrañas formas, escribe en idiomas incomprensibles.
Y espera su momento.
Ellos volverán, se dice, tarde o temprano van a volver.
¿Es eso tan malo?, se pregunta.
En el sueño, aunque no soy él, comparto su consciencia, sus preguntas, sus emociones, tan afiladas. Su cuerpo.
A veces, en medio del sueño, se gira y me ve. No tiene rostro, pero de algún modo consigue sonreír.
Cuando despierto, el miedo es como una herida abierta, como dos cicatrices en mi rostro que no terminan de curar jamás.
Está ahí, acechando tras mis ojos, esperando el momento adecuado.
Y, cuando llegue, yo dejaré de existir. Los dos dejaremos de existir.
Y sólo estará él.
Me digo a mí mismo que no debo permitirlo. Que tengo que luchar. Que no debo rendirme.
Y sí, me muestro de acuerdo, me respondo que tengo razón. Pero cómo. Cómo puedo luchar. De qué modo.
No me respondo.
Hoy tengo visita, me dice el doctor Hufier.
Parece incómodo. Se supone que no debería recibir visitas. Ni es la política de la clínica ni mi estado lo permite. Sin embargo, ha accedido a que me vean.
Me pregunto por qué. Me pregunto de qué modo lo habrán amenazado o con qué lo habrán comprado para que consienta.
Luego, no tengo tiempo para preguntarme nada cuando veo quién es mi visitante.
Se sienta frente a mí. Me contempla en silencio, con una sonrisa socarrona ante mi camisa de fuerza y luego menea la cabeza pelirroja como si no acabara de creer lo que está viendo.
– ¿Por qué permites esto? -me pregunta.
– Hola, Anni -respondo.
Ella hace un gesto extraño, como si su nombre fuera una cosa molesta en la que prefiere no pensar. Recuerdo la última vez que nos vimos. La tarde pasada en Lisboa. El modo en que hablamos de cientos de asuntos sin referirnos a ellos ni una sola vez.
Recuerdo lo que sentía. Y también recuerdo lo que yo, agazapado dentro de mí, deseaba en aquel momento.
Ninguno de los dos conseguimos lo que queríamos. En lugar de eso, fuimos atraídos a la Boca del Infierno en medio de la noche y algo nos obligó a contemplarnos. A ver lo que éramos.
Algo que ahora acecha tras mis ojos.
Igual que acecha tras los suyos, comprendo de repente.
– No eres ella -digo.
Se encoge de hombros.
– Soy todo lo que queda de ella -responde. Se toca la frente con un dedo-. Sus recuerdos están aquí. Igual que sus emociones. La información no se ha perdido. No sería práctico. ¿A qué aguardas?
– A nada -digo-. Soy uno. Después de media vida siendo dos que desconocían la existencia del otro, por fin soy uno. No hay nada que esperar.
Veo la comprensión asomar a sus ojos.
– Claro -dice-. Él aún está ahí.
– Sigo aquí -respondo.
– No debería haber sido así. -Parece inquieta, intranquila-. Ya no deberías existir.
Me encojo de hombros. Empezamos a comprender lo que pasa. Y, en cierto sentido, sabemos por qué ha ido mal.
– Salimos juntos del abismo -dice ella, sin mirarme, como si hablara consigo misma-. Tres, esta vez, aunque sin dejar de ser uno. Y nos abalanzamos sobre los recipientes que nos esperaban. No los que nos ofrecían; dos de ellos eran inservibles, marionetas inútiles. El tercero… sí, el tercero fue un recipiente adecuado, pero los otros dos… ¿lo recuerdas?
Y de pronto, digo:
– Sí, lo recuerdo.
No soy yo, aunque esté usando mi voz.
– Lo recuerdo -sigue diciendo lo que acecha tras mis ojos, lo que me mira desde el espejo y que no es ninguno de nosotros dos-. Las ofrendas no eran las adecuadas, pero cerca de ellas había lo que necesitábamos. La mujer retorcida y llena de orgullo. Y el hombre partido.
– Entramos en ellos y en el maquinador.
– Sí -le oigo decir a mi voz-. Eran lo mejor que teníamos a mano.
– Pero nos equivocamos -dice ella-. Ahora lo veo. El hombre partido es más fuerte de lo que pensábamos. Lucha, se resiste.
– No por mucho tiempo -sale de mi boca-. Lucha, pero no sabe que lucha. Se resiste, pero no sabe cómo lo hace. Pronto caerá.
Ella frunce el ceño.
– No podemos esperar. Tenemos que empezar ya si queremos que todo se haga como debe.
– Lo sé.
Lucho por controlar mi boca, por impedir que esa cosa que vive dentro de mí la use para decir lo que desea. Tengo éxito durante unos momentos.
– No me rendiré -digo.
– Quizá no sea necesario -responde ella.
– ¿Qué quieres decir? -dice lo que habita en mi interior.
– No tenemos tiempo para esto. Y quizá no sea necesaria una victoria total. Quizá baste con llegar a un… entendimiento.
– Comprendo -dice él con mi voz.
– Yo no -logro decir.
– Lo entenderás -me dice mi voz.
No respondo.
Ella permanece pensativa unos instantes. Alza la vista y nos mira… a todos nosotros.
– Vendré a buscarte mañana por la noche. ¿Será tiempo suficiente?
– Lo será -responde el que acecha dentro de mí.
Ella asiente. Se incorpora y abandona la sala.
Espero a que los enfermeros vuelvan a llevarme a mi habitación. Me liberan de la camisa de fuerza. Me acerco al espejo y contemplo lo que se oculta tras mi ojos. Por primera vez, me devuelve la mirada.
Usa mi voz para decirme:
– Tenemos que hablar.