No supe qué contestar a lo que acababa de decir y, en realidad, creo que él no esperaba respuesta. De pronto, como si nada hubiera pasado, alzó la vista y dijo:
– Somos casi los únicos supervivientes de nuestra época, Watson. Como dinosaurios atrapados en un valle sobre el que el tiempo no se ha atrevido a pasar. Como una de esas historias que contaba mi estrambótico primo Challenger.
Nos sentábamos frente a la chimenea, después de una cena fría que habíamos compartido en silencio. Holmes acunaba en sus manos una generosa copa de brandy y no apartó los ojos del fuego mientras hablaba.
– ¿Qué nos hace seguir adelante? ¿Por qué nos empeñamos en continuar con vida mientras a nuestro alrededor todo lo que conocíamos se va desvaneciendo? Vivimos en mitad de una niebla que lo devora todo, Watson. Fría, húmeda y sin piedad alguna. Y sin embargo, seguimos en pie. No nos rendimos. ¿Por qué?
Sé que mi amigo no esperaba respuesta alguna, pero no pude evitar dársela:
– Porque aún no es nuestro momento -dije-. Porque miramos a nuestro alrededor y todavía hay cosas que nos conmueven.
Sonrió y me miró a los ojos. Parecía tranquilo, a gusto, en calma como hacía mucho tiempo que no lo veía.
– Ah, Watson, Watson, optimista hasta el final, ¿verdad?
– Hasta el último día, Holmes.
Asintió y tomó un trago de brandy.
– Sí, no dudo que para usted esa respuesta sea cierta. Sé bien que mira a su alrededor y todavía encuentra cosas que lo conmueven. Pero yo… ¿qué motivo tengo para seguir adelante?
– No caeré en su trampa, Holmes. Lo tiene, es así de sencillo. Sigue aquí, y eso es prueba más que suficiente.
– ¿Sí? Me temo que su razonamiento es deficiente, viejo amigo.
– Los razonamientos no lo son todo.
– ¿No? Quizá no. Y sin embargo, yo he basado mi vida en ellos. Soy una máquina de razonar, Watson, soy una mente pura, analítica y desapasionada.
– Eso no es cierto.
Se encogió de hombros.
– El cuerpo tiene sus necesidades, es cierto -dijo-, y a veces la mente tiene que rendirse a ellas, por más que quiera. Sin embargo, salvando eso…
Ahora fue mi turno de sonreír.
– Quizá eso es lo que no podemos salvar, Holmes. -Meneé la cabeza-. No, lo siento, no lo creo. No es usted una desapasionada máquina de razonar. Ése era el profesor Moriarty, y usted no es como él.
– Pude haberlo sido.
– Quizá. De haber ocurrido lo adecuado en el momento oportuno. Pero lo cierto es que no fue así. Puede ocultárselo a sí mismo, amigo mío, puede negarlo ante el mundo entero, si quiere. Y si así lo desea, no volveré a decirlo nunca más. Pero, Holmes, de todos los objetivos a los que usted pudo haber dedicado su prodigiosa mente, eligió precisamente aquél que, además de razón, necesitaba compasión. Y en eso, como en todo lo demás que hizo, sobresalió sobre el resto del mundo.
– Me abruma, Watson.
– Eso espero, Holmes.
El silencio volvió a caer sobre ambos. El fuego crepitaba en la chimenea y afuera se oía caer la lluvia.
Vi que Holmes meneaba la cabeza.
– Es usted único, Watson -dijo de pronto-. Para usted todo está siempre claro, no hay dudas. No hay grises.
– No en lo que se refiere a usted -respondí-. En eso, nunca.
Removió lo que quedaba en la copa y lo apuró de un trago. Se incorporó en la silla y se calentó un rato las manos al fuego.
– Me temo que voy a abusar de su hospitalidad un poco más -dijo-. Creo que ambos nos hemos ganado una buena noche de sueño.
Lo acompañé a la habitación de invitados y allí lo dejé, mientras yo me iba a mi propio cuarto.
Apagué la luz, pero tardé en conciliar el sueño. Tuve la sensación de que Holmes tampoco dormiría mucho aquella noche.
Sin embargo, a la mañana siguiente, aún no se había levantado para la hora del desayuno. Preocupado, me acerqué a su cuarto y entreabrí la puerta. Tras comprobar que seguía dormido, bajé al piso de abajo y me preparé un café y un par de tostadas.
Violet había acordado venir aquel día, pero juzgué conveniente que Holmes y yo estuviéramos solos, así que la telefoneé para cancelar nuestra cita. La criatura pareció decepcionada, pero se conformó tras prometerle que le contaría todo lo ocurrido. Sabía bien quién era Sherlock Holmes, por supuesto, y de hecho nunca se cansaba de oír historias sobre el detective. No importaba que ya las hubiera leído en alguno de mis relatos publicados; decía que cuando yo las contaba de viva voz adquirían un nuevo colorido para ella.
Supongo que no era más que una joven agradecida halagando la vanidad de un viejo. Pero no me importaba.
Terminé el desayuno y mientras hojeaba el periódico fumé el primero de los escasos cigarrillos que me permitía.
Holmes despertó un par de horas más tarde y, cuando bajó al salón, vi que estaba de un humor inmejorable.
– Hace un día espléndido -dijo, atisbando por las ventanas nuestro tristón tiempo inglés-. Un día espléndido para estar vivo, ¿verdad, Watson?
– ¿Acaso no lo son todos? -pregunté, siguiéndole el humor.
– Muy cierto, amigo mío, muy cierto. Sé que no son horas, pero confieso que desfallezco de hambre.
– Estoy seguro de que en la cocina encontraremos algo.
Así fue, y Holmes dio cuenta de un tardío y copioso desayuno mientras no paraba de canturrear y de soltar bromas. Estaba acostumbrado a aquellos bruscos cambios de humor, así que no me sorprendió.
– Estupendo -dijo cuando terminó-. Y ahora ha llegado el momento de que le ponga al día de mis últimas andanzas, ¿no cree?
– Si considera que es así, soy todo oídos.
– Es usted el más discreto de los hombres, querido Watson.
Fuimos al salón y allí nos acomodamos. Holmes lió un cigarrillo y lo fumó con placidez, recostado en la butaca.
– ¿Sabe? Uno nunca se retira del todo. Han pasado casi treinta años desde que abandoné la profesión de detective consultor y, sin embargo, en todo ese tiempo no me ha faltado trabajo. A veces, alguien me traía algo tan interesante que no podía evitar investigarlo. Otras… bueno, otras simplemente los acontecimientos insistían en interponerse en mi camino. Y otras, el encargo venía de alguien a quien no le podía decir que no.
Si esperaba que yo le preguntase algo, debió de quedar chasqueado, porque me limité a mirarlo y a asentir.
– Aún recuerdo el modo melodramático en que le hablé de mi hermano una vez. Le dije, ¿lo recuerda?, que él era el gobierno de Inglaterra. Y en cierta forma estrambótica, así es. Al menos, es uno de los hombres que mantienen unido el país. A veces diría que casi en contra de la voluntad de buena parte de sus ciudadanos, a juzgar por las cosas que en muchas ocasiones hacemos. En su momento, no podía decirle mucho más…
– Tampoco es necesario, Holmes -le interrumpí-. Hay cosas de las que hasta yo me doy cuenta. Sé que Mycroft ocupa un puesto importante en nuestros servicios de inteligencia.
– Importante dice, mi querido amigo. Y así es, aunque me pregunto si sabe hasta qué punto. En cualquier caso, saber eso es suficiente para lo que quiero contarle. Le decía que hay veces en que me hacen un encargo al que no me puedo negar. Si Mycroft me dice que Inglaterra me necesita, sabe que obtendrá de mí lo que quiere. Así que en los últimos tiempos he sido una especie de agente libre en el engranaje del espionaje inglés.
Asentí de nuevo. Ninguna de sus palabras me tomaba por sorpresa. Al fin y al cabo, era algo que sospechaba desde hacía tiempo.
Holmes terminó su cigarrillo, lo arrojó a las brasas de la chimenea y entrelazó los dedos bajo su afilado mentón, en un gesto que yo conocía bien.
– Hace algo más de un año yo estaba en Portugal -dijo- siguiendo a alguien que interesaba mucho a nuestros servicios de inteligencia. Hay detalles sobre el motivo de ese interés que me temo que aún no puedo confiarle, Watson, pero no saberlo no afectará a lo esencial de nuestra historia. La persona a la que seguía… usted la conoce. Nuestros caminos ya se entrecruzaron en el pasado, y presiento que volverán a hacerlo en el futuro. Supongo que recuerda al señor Aleister Crowley.