Mañana nos enterrarán a las dos, pensó Tracy.
Pasó la noche desvelada, tendida en la angosta litera de la prisión, mirando al techo. Mentalmente evocó una y mil veces la conversación mantenida con Charles.
Debía pensar en su bebé. «Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo», había dicho Charles. Ella quería tener el bebé. Pero no me permitirán conservarlo. Me lo quitarán porque estaré presa quince años. Será mejor que él nunca llegue a enterarse de nada acerca de su madre.
Y se echó a llorar amargamente.
A las seis de la mañana, un guardia, acompañado por una celadora, entró en su celda.
– ¿Tracy Whitney?
Le sorprendió lo extraña que sonó su propia voz.
– Sí.
– Por orden del Juzgado Criminal del Estado de Luisiana, distrito de Orleáns, se la transfiere a usted a la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur. Andando, nena.
La condujeron por un largo pasillo. A ambos lados había celdas llenas de internas. Oyó un sinfín de abucheos.
– Buen viaje, querida…
– Dime dónde escondiste el cuadro, Tracy, querida, y nos repartiremos la pasta…
Afuera, en el patio, aguardaba un autobús amarillo de la prisión, con rejas en las ventanillas y el motor en marcha. Una media docena de mujeres ya estaba en el vehículo, custodiadas por dos guardias armados. Tracy contempló los rostros de las otras pasajeras. Eran unas parias que iban rumbo a las jaulas donde las encerrarían como a animales. Tracy se preguntó qué delitos habrían cometido, y si alguna sería inocente como ella. Trató también de imaginarse qué verían las demás en su cara.
El viaje fue interminable. El vehículo olía muy mal, pero Tracy no era consciente de ello. Se había replegado en sí misma, sin prestar atención a las demás mujeres ni al paisaje de un verde lujuriante que iban dejando atrás. Se hallaba en otra época, en otro lugar.
Era pequeña y estaba en la playa con sus padres. Su padre la llevaba al mar alzada sobre sus hombros, y cuando ella dio un grito, el padre le dijo: «No tengas miedo, Tracy» y la arrojó al agua fría. Cuando las olas le cubrieron la cabeza, se sintió dominada por el pánico y comenzó a asfixiarse. El padre la levantó nuevamente y volvió a lanzarla al agua. A partir de entonces le tuvo terror al mar.
El salón del colegio estaba lleno de alumnos, padres y familiares. A Tracy le había tocado pronunciar el discurso de despedida. Habló durante quince minutos, haciendo simpáticas referencias al pasado y expresando deseos de un futuro brillante. El rector le obsequió con la medalla de una sociedad de alumnos destacados por su nivel académico. «Quiero que la guardes tú», le dijo a Tracy, y ésta se hinchó de orgullo…
«Me voy a Filadelfia, mamá. Conseguí trabajo en un Banco de allí.»
Annie Mahler, su mejor amiga, la había llamado. «Te encantará Filadelfia, Tracy. Hay muchísimas actividades culturales. El paisaje es precioso y hay escasez de mujeres. ¡Los hombres están realmente a la pesca! Puedo conseguirte un empleo en el Banco donde trabajo y…»
Estaba haciendo el amor con Charles. Tracy observó las sombras en el techo y pensó: ¿Cuántas chicas querrían estar en mi lugar? Charles era un excelente partido. Al instante se sintió avergonzada de tal pensamiento. Lo amaba. Sentía el miembro de él en su interior, penetrándola con fuerza, cada vez más rápido. «¿Estás lista?» Y ella le mintió que sí. «¿Fue maravilloso para ti?» Y Tracy pensó: «¿Esto era todo?» Y nuevamente la culpa.
– ¡A ti te hablo! ¿Estás sorda?
Tracy levantó los ojos y descubrió que se hallaba en el autobús amarillo de la prisión, que se había detenido en un sitio rodeado por siniestros muros. Una serie de nueve cercas de alambre espinoso, circundaban las doscientas hectáreas de campos y bosques de la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.
– Bájate -dijo la celadora-. Hemos llegado.
CINCO
Una robusta celadora de rostro imperturbable y pelo teñido castaño les habló a las recién llegadas.
– Algunas de ustedes estarán aquí durante mucho, mucho tiempo. Hay una sola forma de subsistir, y es olvidándose del mundo exterior. Deben decidir si lo quieren pasar bien o mal. Aquí tenemos normas, y hay que cumplirlas. Se les dirá cuándo levantarse, trabajar, comer o ir al lavabo. Si cometen la menor infracción, más les valdría estar muertas. Nos gusta que haya tranquilidad, y sabemos cómo dominar a las revoltosas. -Sus ojos miraron brevemente a Tracy-. Ahora las llevarán a la revisión física; después irán a las duchas y luego se les asignarán las celdas. Por la mañana se les impartirán las órdenes para el trabajo. Eso es todo.
Se dio la vuelta para irse.
Una jovencita pálida, que estaba junto a Tracy, dijo:
– Perdone, por favor, ¿podría…?
La guardiana giró sobre sus talones con expresión de furia.
– ¡Cierra ese pico de mierda! Solamente puedes hablar cuando te dirigen la palabra, ¿entendido? Y eso va para todas vosotras, idiotas.
Tanto el tono como las palabras empleadas impresionaron a Tracy. La celadora les hizo señas a otras dos que estaban al fondo del salón.
– Saquen a esta mierda de aquí.
Tracy y las demás fueron azuzadas por un largo corredor hasta una amplia habitación con azulejos blancos en las paredes, donde un hombre gordo, de mediana edad, con un sucio guardapolvo, aguardaba de pie junto a una camilla.
Una de las guardianas gritó:
– Pónganse en fila.
El hombre del guardapolvo anunció:
– Soy el doctor Glasco. ¡Desnúdense!
Las mujeres se miraron unas a otras, inseguras. Una de ellas preguntó:
– ¿Hasta dónde…?
– ¿No saben qué carajo significa desnudarse? Quítense toda la ropa.
Lentamente las reclusas comenzaron a desnudarse. Algunas estaban avergonzadas, otras indignadas, las más indiferentes. Tracy tenía a su izquierda una mujer que temblaba sin poder dominarse, y a su derecha, una chica patéticamente delgada, que no parecía tener más de diecisiete años. La joven tenía la piel cubierta de acné.
El doctor le hizo una seña a la primera de la fila.
– Acuéstate en la camilla y coloca los pies en los estribos.
La mujer vaciló.
– ¡No tengo todo el día!
El médico le insertó un espéculo en la vagina. A medida que la revisaba, le preguntó:
– ¿Tienes alguna enfermedad venérea?
– No.
– En seguida lo sabremos.
Le tocó el turno a la siguiente. Cuando el doctor estaba a punto de introducirle el mismo espéculo a la segunda chica, Tracy gritó:
– ¡Espere un minuto!
El hombre levantó la vista, sorprendido.
Todos miraban a Tracy.
– Usted… no esterilizó ese instrumento.
El doctor Glasco le dirigió una helada sonrisa.
– Así que tenemos una ginecóloga en casa. Bueno, vete al fondo de la hilera.
– ¿Qué?
– ¿Acaso no entiendes el idioma? ¡Vete al fondo, carajo!
Sin comprender el porqué, Tracy obedeció.
– Y ahora, si me lo permiten, proseguiremos.
Glasco colocó el espéculo en la siguiente mujer, y Tracy supo entonces por qué la había dejado para el final. Iba a examinar a todas con el mismo espéculo sin esterilizar, y ella sería la última. Sintió que hervía de furia. Se les quitaba deliberadamente todo resto de dignidad. Y ellas lo permitían. Si todas protestaran… Le llegó el turno.
– A la camilla, doctora.
Tracy titubeó, pero no le quedaba otra alternativa. Se subió a la camilla y cerró los ojos. Sintió que él le separaba las piernas, que la hurgaba, que le hacía dolor a propósito. Apretó los dientes.
– ¿Tienes sífilis o gonorrea?
– No.
No le iba a mencionar el embarazo a aquel monstruo. Lo hablaría luego con la celadora.
Le sacaron bruscamente el espéculo. El doctor Glasco se puso luego unos guantes de goma.