– Muy bien -dijo-. Ahora pónganse en fila y agáchense, que voy a revisarles sus hermosos culitos.
Sin pensarlo dos veces, Tracy preguntó:
– ¿Para qué?
El doctor Glasco sonrió torvamente.
– Te diré por qué, doctora: porque los culos son sitios perfectos para esconder droga o dinero. Ahora agáchense.
Fue recorriendo toda la hilera, palpando ano tras ano. Tracy sintió náuseas y comenzó a tener arcadas.
– Si vomitas aquí, te frotaré la cara en la mugre -le dijo Glasco. Se volvió hacia las guardianas-. Llévenlas a las duchas. Están que apestan.
Con la ropa en la mano, las prisioneras desnudas fueron conducidas por el otro pasillo hasta una espaciosa habitación con una docena de cubículos abiertos para ducharse.
– Dejen la ropa en el rincón y pónganse bajo el agua. Usen el jabón desinfectante. Lávense bien todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
Tracy pasó del áspero piso de cemento a la ducha. El agua era fría. Se frotó enérgicamente, pensando: Jamás volveré a estar limpia. ¿Qué clase de gente es ésta? ¿Cómo pueden tratar así a otros seres humanos? No podré soportar quince años aquí.
Una celadora le gritó:
– ¡Eh, tú, se acabó el tiempo!
Tracy salió del cubículo y otra mujer ocupó su lugar. Le entregaron una toalla húmeda con la que se secó como pudo.
Cuando la última hubo terminado de ducharse, las llevaron al depósito de ropa. La encargada era una presa, que medía a ojo el talle de cada mujer y le entregaba dos vestidos de uniforme, dos bragas, dos sostenes, dos pares de zapatos, dos camisones, un cinturón para apósitos, y una bolsa para la ropa sucia. Las guardianas vigilaban mientras las reclusas se vestían. Cuando terminaron, las arrastraron a una habitación, donde una prisionera de confianza manejaba una cámara fotográfica emplazada sobre un trípode.
– Ponte contra aquella pared.
Tracy se encaminó al muro.
– De frente.
Miró a la cámara.
– Tuerce la cabeza hacia la derecha.
Obedeció.
– A la izquierda. Listo. Ahora avanza hacia la mesa.
Allí había un equipo para tomar impresiones digitales. Tracy pasó los dedos por una almohadilla entintada, y luego los apretó sobre una tarjeta blanca, guiada por otra prisionera.
– Mano izquierda. Mano derecha. Límpiate con aquel trapo. Ya he acabado contigo.
En efecto -pensó Tracy como atontada-, estoy acabada. Soy un número. No tengo ya identidad.
Una celadora la señaló.
– ¿Whitney? El director desea verte. Ven conmigo.
A Tracy se le levantó el ánimo. ¡Después de todo, Charles había hecho algo! No la había abandonado a fin de cuentas, como tampoco ella lo habría hecho con él. Su reacción telefónica había sido tan intempestiva y fría como fugaz. Luego había tenido tiempo de pensarlo de nuevo y comprendía que aún la amaba. Había hablado con el director, explicándole el tremendo error cometido con ella. Y ahora la liberarían.
La llevaron por otro pasillo, atravesando dos puertas de gruesos barrotes, custodiadas por guardas de uno y otro sexos. Al pasar por la segunda puerta, una reclusa la embistió. Se trataba de una mujer gigantesca, la más corpulenta que jamás hubiese visto, de casi un metro noventa de estatura y un peso aproximado de ciento veinte kilos. Tenía el rostro picado de viruelas y los ojos de un color amarillo claro. Sujetó a Tracy para que recuperara el equilibrio y le sobó los pechos brevemente.
– ¡Eh! -le dijo a la celadora-. Tenemos una nueva. ¿Por qué no la ponen conmigo?
Tenía un marcado acento sueco.
– Lo siento. Ya la asignaron a otra celda, Bertha.
La mujer acarició el rostro de Tracy y cuando ésta se echó atrás, se rió.
– Está bien, pequeña. Mamá Bertha te verá después. Tenemos tiempo de sobra. No creo que tengas pensado ir a ninguna parte.
Llegaron al despacho del interior. Tracy se sentía débil por la emoción. ¿Estaría Charles ahí? ¿O habría enviado a su abogado?
La secretaria del director le hizo un gesto afirmativo a la guardiana.
– Ya la está esperando. Aguarde usted aquí.
George Brannigan, el director, se hallaba sentado ante un gastado escritorio, leyendo unos papeles. Era un hombre de cincuenta años, con cara cansada y modales delicados.
Hacía cinco años que estaba al frente de la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur. Había accedido al puesto por sus antecedentes como penalista e ideólogo, se mostró decidido a realizar grandes reformas en la institución. Pero había sido derrotado, tal como sucedió con sus antecesores.
Originariamente, la prisión se construyó para albergar a dos reclusas por celda, pero ahora había cuatro y hasta seis penadas en cada una. Sabía que la situación era la misma en todas partes. Las cárceles del país estaban atiborradas de presos, y con muy escaso personal. Miles de delincuentes permanecían encerrados, sin otra cosa que hacer salvo alimentar su odio o planear su venganza contra la sociedad. Se trataba de un sistema estúpido y brutal, pero era el único que había.
La celadora abrió la puerta y Tracy entró en el despacho.
Brannigan contempló a la mujer que tenía ante sí. Aun vestida con el uniforme reglamentario y con el rostro demacrado por el agotamiento, Tracy Whitney era bellísima. Tenía un rostro inocente, y el director se preguntó cuánto tiempo continuaría así. Se había interesado por esa reclusa en particular luego de enterarse de su caso por los diarios, aparte de leer su expediente. Por ser su primer delito, y no haber dado muerte a nadie, la condena de quince años era inusualmente severa. El hecho de que el acusador particular fuese Joseph Romano lo hacía sospechar más aún de la sentencia. Pero el director de una institución penal sólo estaba para custodiar a los presos. No podía enfrentarse al sistema. Él era el sistema.
– Tome asiento, por favor.
Tracy se alegró de poder sentarse porque sentía flojas las rodillas. Ahora el director le hablaría de Charles y le anunciaría cuándo habrían de dejarla en libertad.
– He estado revisando su expediente. Veo que estará con nosotros un largo período. Su sentencia de quince años…
Tracy tardó un instante en asimilar aquellas palabras. Estaba terriblemente equivocado.
– ¿No habló… no habló usted con Charles?
Tartamudeaba a causa de los nervios.
El hombre la miró sin entender.
– ¿Charles?
– Por favor, por favor, escúcheme. Soy inocente. No tengo por qué estar aquí.
¿Cuántas veces había oído eso el director? ¿Cien? ¿Mil veces? Soy inocente.
– El juez la declaró culpable. El mejor consejo que puedo darle es que trate de tomarse las cosas con tranquilidad. Una vez acepte las condiciones de su reclusión, todo le resultará más fácil. No hay relojes en la cárcel; sólo calendarios.
No puedo quedarme aquí encerrada quince años. Prefiero morir. Dios mío, permite que me muera. Pero no puedo morir, porque mataría a mi bebé. También es tu bebé, Charles. ¿Por qué no has venido a ayudarme? Fue en ese momento cuando comenzó a odiarlo.
– Si tiene algún problema especial…, es decir, si de alguna manera puedo serle útil, quiero que venga a verme…
Incluso a medida que hablaba se daba cuenta de cuán huecas eran sus palabras. Esa muchacha era joven, bonita y fresca. Las demás reclusas se le tirarían encima como animales en celo. No había siquiera una celda segura adonde asignarla. Casi todos los calabozos estaban controlados por una prostituta. Brannigan había oído rumores de violaciones en las duchas, en los baños, en los pasillos por la noche. Pero eran sólo rumores, porque posteriormente, las víctimas siempre guardaban silencio.
Con voz amable, dijo:
– Si tiene buena conducta, quizá la liberen al cabo de doce o…
– ¡No!
Fue un clamor de total desesperación. Tracy sintió que las paredes del despacho la ahogaban. Se puso de pie ante los gritos. Rápidamente la celadora la sujetó por los brazos.