– Con suavidad -le ordenó el director, que permaneció sentado, impotente, mientras se llevaban a Tracy.
La condujeron por una serie de corredores flanqueados por celdas llenas de internas de todo tipo. Había reclusas negras, blancas, orientales y latinas. Al ver pasar a Tracy le gritaron infinidad de obscenidades con diferentes acentos. Tracy no comprendió sus palabras.
Cuando llegó a su sector la celadora le aclaró con una sonrisa lo que gritaban las mujeres: Carne fresca.
SEIS
En el Pabellón C había sesenta mujeres, cuatro en cada celda. La visita al despacho del director había sido el último rayito de esperanza de Tracy. Ahora no le quedaba nada, salvo la terrible perspectiva de quedar enjaulada durante quince años.
La celadora abrió la puerta de una celda.
– ¡Adentro!
Tracy parpadeó y vio que había tres mujeres que la observaban en silencio desde la celda.
– Muévete -le ordenó la guardiana.
Tracy vaciló; luego entró y oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.
En la diminuta celda apenas si cabían cuatro literas, una mesita con un espejo rajado, cuatro pequeños armarios y un retrete sin tapa en un rincón.
Las reclusas tenían la vista fija en ella. Una puertorriqueña rompió el silencio.
– Parece que tenemos una nueva inquilina.
Su voz era gruesa y melodiosa. Hubiera sido bonita de no haber tenido una cicatriz de un tajo que le bajaba desde la sien hasta el cuello. No daba la impresión de tener más de catorce años hasta que se la miraba a los ojos.
Una mexicana, robusta y baja, dijo:
– ¡Qué alegría de verte! ¿Por qué te metieron aquí, querida?
Tracy estaba demasiado atemorizada para responder.
La tercera mujer era una negra corpulenta, de ojos chicos y cautelosos y rostro frío. Tenía la cabeza afeitada, y su cráneo brillaba con un tinte azulado bajo la tenue luz.
– Tu litera es la del rincón.
Hacía allí se dirigió Tracy. El colchón estaba inmundo, manchado con las excreciones de las ocupantes anteriores. No se atrevió a tocarlo siquiera. Involuntariamente, manifestó su asco.
– No…, no puedo dormir en ese colchón.
– No estás obligada a hacerlo, querida -le dijo la mexicana, sonriendo-. Si prefieres, puedes dormir en el mío.
Tracy comenzó a captar una corriente de lascivia de parte de las demás. Las tres mujeres la estudiaban con atención. Carne fresca, pensó con un escalofrío.
– ¿A… quién debo ver para pedir un colchón limpio?
– A Dios -le respondió la negra-. Pero últimamente no viene muy a menudo por aquí.
Tracy volvió a mirar el colchón. No puedo permanecer en este sitio. Me volveré loca.
Como si le hubiese leído los pensamientos, la negra le aconsejó:
– No te busques problemas, nena.
Tracy recordó las palabras del director: El mejor consejo que puedo darle es que trate de tomarse las cosas con tranquilidad…
La negra prosiguió:
– Soy Ernestina Littlechap. -Señaló a la mujer de la cicatriz-. Es Lola, de Puerto Rico, y la gorda es Paulita, de México. ¿Cómo te llamas tú?
– Soy… soy Tracy Whitney.
– ¿De dónde eres, querida? -le preguntó la gorda.
– Lo siento…, no tengo ánimos para conversar.
Casi sin fuerzas se dejó caer sobre el borde de la litera y se secó las frías gotas de sudor de su rostro con la falda.
Mi bebé -pensó-. Debí haberle dicho al director que estoy embarazada. Me habría trasladado a una celda limpia. A lo mejor incluso una para mí sola.
Oyó pasos por el corredor. Una guardiana se acercaba.
Tracy se acercó en seguida a la puerta.
– Perdóneme -dijo-. Quisiera ver al director. Estoy…
– En seguida te lo mando -le respondió la celadora por encima del hombro.
– Usted no comprende. Yo…
La mujer ya se había ido.
Tracy se apretó los nudillos en la boca para no gritar.
– ¿Estás enferma o algo así, querida? -preguntó la puertorriqueña.
Tracy negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. Regresó a la litera, la miró un instante; luego lentamente se sentó. Fue un acto de desesperanza, de rendición. Cerró los ojos.
El día que cumplió diez años fue el más emocionante de su vida. «Iremos a cenar a "Antoine's"», anunció su padre.
¡«Antoine's»! Ese nombre suscitaba fantasías de otro mundo, un mundo de belleza, de elegancia, de opulencia. Tracy sabía que su padre no tenía mucho dinero. El año que viene podremos salir de vacaciones, era la cantinela constante de la casa. ¡Y ahora irían a «Antoine's»! La madre se puso su vestido verde nuevo.
«Miren a estas dos bellezas -se jactó el padre-. Estoy con las dos mujeres más hermosas de Nueva Orleáns. Todos me envidiarán.»
«Antoine's» resultó ser tal como lo había soñado Tracy, y más aún, mucho más. Era un lugar de maravilla, decorado con distinción, con mantelería blanca y vajilla con monogramas dorados. Es un palacio -pensó Tracy- Apuesto que los reyes y las reinas comen aquí. Estaba demasiado excitada como para comer, demasiado ocupada mirando a los hombres y mujeres de espléndidos atuendos. Cuando sea mayor voy a venir a «Antoine's» todas las noches, y traeré a mis padres conmigo.
«No comes nada, Tracy», le dijo su madre.
Para complacerla, tragó algunos bocados. Trajeron un pastel para ella, con diez velitas; los camareros entonaron el feliz cumpleaños, los demás comensales se dieron la vuelta y aplaudieron y Tracy se sintió como una princesa. Afuera oyó el sonido de un tranvía que pasaba…
El sonido de la campana era intenso e insistente.
– A comer -anunció Ernestina Littlechap.
Tracy abrió los ojos. Las puertas de los calabozos iban abriéndose ruidosamente. Tracy permaneció en su litera, tratando por todos los medios de aferrarse al pasado.
– ¡Eh! Es la hora de comer -dijo la joven puertorriqueña.
El mero hecho de pensar en la comida la descomponía.
– No tengo hambre.
Paulita, la mexicana, le dijo:
– Es sencillo. A nadie le importa si tienes hambre o no. Todas tenemos que pasar al comedor.
Las internas se alineaban en el pasillo.
– Vamos, andando; de lo contrario, te romperán el culo a patadas -le advirtió Ernestina.
No puedo moverme. Me quedaré aquí.
Sus compañeras salieron de la celda y se incorporaron a la doble fila. Una robusta guardiana, de pelo rubio teñido, vio a Tracy tendida en su cama.
– ¡Tú! ¿No oíste el timbre? Sal de ahí.
– No tengo hambre, gracias.
La celadora la miró atónita. Luego entró como una tromba y zarandeó a Tracy mientras le decía:
– ¿Quién mierda te crees que eres? ¿Estás esperando que te sirvan en la cama? Ahora mismo te pones en la cola. Podría sancionarte por esto. Si vuelve a ocurrir, te mando a la jaula. ¿Entendido?
Tracy no comprendió. No comprendía nada de lo que estaba pasando. Lentamente se puso de pie y se sumó a la fila. Estaba parada junto a la negra.
– ¿Por qué no me…?
– ¡Cállate! -le susurró Ernestina Littlechap-. No se puede hablar en la fila.
Las mujeres avanzaron por un angosto, tétrico corredor, pasaron por las dos puertas de seguridad y llegaron a un enorme comedor lleno de largas mesas de madera. Las presas pasaban en hilera frente a un mostrador. El menú del día consistía en un guiso aguachirle de atún, un descolorido flan y café ligero o un refresco sintético de frutas, a elección. A medida que iban pasando, se les servía un cucharón de comida en los platos de hojalata. Las reclusas encargadas de servir, no cesaban de gritar: «¡Que pase la siguiente!»
Cuando le hubieron servido, Tracy no supo qué hacer ni adónde ir. Buscó con la mirada a Ernestina Littlechap, pero la negra había desaparecido. Se encaminó entonces hasta una mesa donde estaba sentada Paulita, la mexicana. Había allí veinte mujeres sentadas, engullendo desaforadamente la comida. Tracy miró lo que tenía en el plato y lo retiró con asco.