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Paulita se apoderó del plato rechazado.

– Si no lo quieres, me lo como yo. Tienes que comer; si no, te auguro poca vida.

No quiero vivir -pensó Tracy, desesperada-. Quiero morirme. ¿Cómo lo soportan estas mujeres?¿Cuánto hace que están aquí?¿Meses? ¿Años? Pensó en la celda fétida, en el colchón, y sintió deseos de gritar. Apretó las mandíbulas para no emitir sonido alguno.

La mexicana le dijo:

– Si se dan cuenta de que no comes, te mandarán a la jaula. -Vio que Tracy no le entendía-. La jaula o el agujero es un sitio solitario que no te gustaría. -Se inclinó hacia adelante-. Ésta es la primera vez que estás presa, ¿no? Bueno, te pasaré un dato: Ernestina Littlechap es quien dirige este lugar. Pórtate bien con ella y no tendrás problemas.

Treinta minutos después de haber penetrado las mujeres en el comedor, sonó un timbre estridente y todas se pusieron de pie. Tracy fue con Paulita a la fila, que se ponía en movimiento para regresar a las celdas. La cena había terminado. Eran las cuatro de la tarde…, faltaban cinco largas horas para que apagaran las luces.

Ernestina Littlechap ya estaba en el calabozo. Tracy se preguntó con escasa curiosidad adonde se habría ido a la hora de comer. Miró luego el retrete del rincón. Necesitaba desesperadamente usarlo, pero no se atrevía a hacerlo delante de las demás.

Esperaría hasta que apagaran las luces. Se sentó en el borde de la litera.

– Me han contado que no comiste nada -dijo Ernestina-. Eso es una estupidez.

¿Cómo ha podido saberlo? Y además, ¿qué le importa?

– Quiero ver al director. ¿Cómo…?

– Presentas una petición por escrito, que las celadoras usarán luego para limpiarse el culo. Para ellas, cualquiera que desee ver al director es una revoltosa. -Se acercó a Tracy-. Aquí hay muchas cosas que pueden causarte problemas. Lo que necesitas es una amiga que te los evite. -Al sonreír se le vio un diente de oro-. Alguien que sepa cómo conducirse en este zoo.

Tracy miró desde abajo el sonriente rostro de la negra, y le pareció verlo flotando cerca del techo.

Era la cosa más alta que había visto en su vida.

«Ésa es la jirafa», le dijo el padre.

Estaban en el zoológico del parque Audubon, un sitio que Tracy adoraba. Los domingos iban al concierto en el parque y luego sus padres la llevaban al acuario o al zoológico. Caminaban despacio, mirando a los animales en sus jaulas.

«¿No les resulta horrible estar encerrados, papá?»

El padre rió. «No, Tracy. Llevan una vida maravillosa. Los cuidan, los alimentan, sus enemigos no pueden atacarlos.»

Pero Tracy les vio una expresión infeliz. Tuvo deseos de abrirles las jaulas y dejarlos escapar. Jamás me gustaría estar encerrada como ellos, pensó.

A las nueve menos cuarto de la noche sonó el timbre en la prisión. Sus compañeras de celda comenzaron a desvertirse, pero ella no se movió.

– Tienes quince minutos para prepararte para la cama -le informó Lola.

Todas se habían puesto el camisón. La celadora de pelo teñido pasó frente a la celda y se detuvo al ver a Tracy tendida en su litera.

– ¡Desvístete! -le ordenó. Luego se dirigió a Ernestina-: ¿No le avisaron?

– Sí, se lo dijimos.

La guardiana volvió a dirigirse a Tracy.

– Aquí sabemos cómo tratar a las revoltosas. O haces lo que se te dice, o te rompo el culo.

Se alejó por el corredor.

Paulita le advirtió: -Te conviene hacerle caso, querida. La Vieja es una reverenda hija de puta.

Lentamente Tracy se puso de pie y comenzó a desvertirse, dándoles la espalda. Se quitó toda la ropa, salvo las bragas, y se puso el áspero camisón de dormir. Sentía los ojos de las demás posados en ella.

– Tienes un cuerpo muy lindo -comentó Paulita.

– Sí, muy bonito -convino Lola.

Tracy se estremeció de espanto.

Ernestina se le acercó y la miró detenidamente.

– Somos tus amigas y te cuidaremos muy bien.

Tenía la voz ronca de la excitación.

Tracy se dio la vuelta bruscamente.

– ¡Dejadme en paz, todas! Yo…, yo no soy así.

La negra soltó una risita.

– Serás como nosotras queramos que seas, nena.

Las luces se apagaron.

La oscuridad era su enemiga. Se sentó en el borde de su litera, con el cuerpo tenso. Presentía que las otras estaban esperando que se durmiera para abalanzarse sobre ella. ¿O era sólo su imaginación? Estaba tan angustiada que todo le parecía amenazador. Probablemente sólo habrían tratado de ser amables, y ella vio en aquella actitud siniestras implicaciones. Había leído cosas acerca de las relaciones homosexuales en las cárceles, pero se dijo que seguramente no se permitía ese tipo de comportamiento en una prisión.

No obstante, la carcomía la duda. Decidió quedarse toda la noche en vela. Si alguna se le acercaba, gritaría pidiendo ayuda. Era responsabilidad de las guardianas encargarse de que nada les sucediera a las reclusas. Quiso convencerse de que no tenía por qué preocuparse; sólo debía estar alerta.

Se sentó en el borde de la cama en medio de la oscuridad, prestando atención a todos los sonidos. Oyó que, una a una, sus compañeras usaban el retrete y regresaban a sus literas. Cuando ya no pudo aguantar más, fue también ella. Intentó hacer correr el agua, pero el sistema no funcionaba. Pronto mejorará todo -pensó- Por la mañana pediré ver al director y le hablaré de mi embarazo. Él me trasladará a otra celda.

Sentía el cuerpo tenso, entumecido. Se tendió en la cama y a los pocos instantes sintió un insecto que le caminaba por el cuello. Ahogó un grito. Tengo que soportar unas horas más. Por la mañana, todo se arreglará.

A las tres ya no pudo mantener por más tiempo los ojos abiertos y se durmió.

La despertó una mano que le tapaba la boca, y otras dos que le pellizcaban los pechos. Trató de incorporarse y gritar mientras sentía que le arrancaban el camisón y las bragas. Unas manos le aferraron los muslos, obligándola a separar las piernas. Trató denodadamente de zafarse.

– Tranquila -le susurró una voz en la penumbra-. No te haremos daño.

Tracy lanzó los pies en dirección a la voz, y embistió algo sólido.

– ¡Carajo! Denle su merecido a esta puta de mierda -farfulló la voz-. ¡Tírenla al suelo!

Un puño duro golpeó la cara de Tracy, y otro su estómago. Alguien estaba encima de ella sujetándola, asfixiándola, mientras manos obscenas le frotaban la vagina.

Logró liberarse un instante, pero una de las mujeres le golpeó la cabeza contra las rejas. Sintió que le salía sangre de la nariz. La arrojaron al piso de cemento y le sujetaron manos y piernas. Luchó como enloquecida, pero no podía ella sola contra las tres. Le separaron las piernas y le introdujeron en la vagina un objeto duro y áspero. Se retorció, impotente, tratando por todos los medios de gritar. Cuando le colocaron un brazo sobre la boca aprovechó para morderlo con todas sus fuerzas.

Se oyó una exclamación ahogada:

– ¡Hija de puta!

Recibió infinidad de puñetazos en el rostro. El dolor era cada vez más intenso, hasta que finalmente se desvaneció.

La despertó el sonido del timbre. Estaba tendida en el frío piso de cemento de la celda, desnuda. Sus compañeras se hallaban en sus literas.

Por el pasillo, una celadora iba anunciando:

– ¡A levantarse, todas! -Al pasar por la celda, vio a Tracy tirada en el suelo junto a un pequeño charco de sangre, con el rostro amoratado y un ojo cerrado por la hinchazón.

– ¿Qué diablos sucede aquí?

Abrió con la llave la puerta y entró.

– Debe de haberse caído de la cama -sugirió Ernestina Littlechap.

La celadora se acercó a Tracy y le dio un leve golpe con el pie.