– ¡Levántate!
Tracy oyó la voz desde una gran distancia. Sí -pensó-, tengo que levantarme y salir de aquí. Pero no podía moverse, sentía tremendos dolores en todo el cuerpo.
La guardiana la tomó de los codos y la sentó en el suelo. Tracy casi se desmayó.
Vio las borrosas siluetas de sus compañeras de celda, que aguardaban su respuesta en silencio.
– Me… me… -Intentó hablar, pero no le salían las palabras. Volvió a probar y un arraigado instinto atávico la hizo murmurar-: Me caí de la litera…
La celadora le espetó:
– Odio a las que quieren pasarse de listas. Irás al agujero hasta que aprendas algo de respeto.
Era una forma de olvido, un regreso al vientre materno. Estaba sola en la oscuridad. No había mueble alguno en la diminuta celda del sótano, salvo un delgado colchón sobre el frío suelo de hormigón. Un simple orificio en el piso hacía las veces de inodoro. Tracy yacía en la negrura total, tarareando canciones que su padre le había enseñado cuando niña. No tenía idea de lo cerca que estaba del límite de la locura.
Pero eso no importaba. Sólo importaba el dolor de su cuerpo maltratado. Tal vez me caí y me lastimé, pero mamá me curará.
– Mamá -articuló con un hilo de voz, y al no obtener respuesta, volvió a dormirse.
Durmió cuarenta y ocho horas, y el sufrimiento atroz se convirtió en un dolor más soportable. Abrió los ojos, pero era tal la tiniebla que no podía siquiera distinguir el contorno de la celda. Lentamente fue recordando. La habían llevado al médico… «Una costilla rota y fractura de muñecas. La vendaremos… Los cortes y magullones son delicados, pero cicatrizarán. Perdió el bebé…»
– Oh, mi hijito -dijo en un susurro-. Asesinaron a mi hijito.
Lloró por la pérdida del bebé, por sí misma, por el mundo enfermo.
Tendida sobre el colchón, en la fría penumbra, la invadió un odio abrumador que literalmente la hizo estremecer. Se sumergió en pensamientos inconexos, hasta que su mente quedó vacía de toda emoción salvo la venganza, pero no contra sus compañeras de celda, que eran tan víctimas como ella, sino contra los hombres que le habían destruido la vida.
Joe Romano: «Su madre fue muy reservada conmigo. No me contó que tuviera una hija tan sensual.»
Anthony Orsatti: «Joe Romano trabaja para un hombre llamado Anthony Orsatti, que dirige todo Nueva Orleáns.»
Perry Pope: «Declarándose culpable, le ahorra usted al Estado los gastos de un juicio.»
El juez Henry Lawrence: «Durante los próximos quince años permanecerá usted en la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.»
Ésos eran sus enemigos. Y no olvidaba a Charles: «Si tanta falta te bacía el dinero, podrías haber conversado conmigo… Obviamente, nunca llegué a conocerte bien… Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo.»
Todos pagarían. No tenía idea de cómo, pero sabía que lo lograría. Mañana -se dijo-. Si es que hay un mañana.
SIETE
El tiempo perdió todo significado. Como nunca entraba luz en el calabozo, no había diferencia entre el día y la noche, de modo que no supo cuánto tiempo la mantuvieron en confinamiento. De vez en cuando le pasaban comida fría por una rendija en la parte de abajo de la puerta. No tenía apetito, pero se propuso comer todo. Necesitaría todas sus fuerzas para lo que planeaba hacer. Se hallaba en una situación que cualquiera consideraría desesperada: estaría presa durante quince años, sin dinero, amigos, ni recurso alguno. Pero había en su interior un manantial de fortaleza. Sobreviviré, se dijo. Sobreviviría tal como lo habían hecho sus antepasados. Había en ella una mezcla de sangre inglesa, irlandesa y escocesa, y de ellos había heredado sus más notables cualidades: la inteligencia, la valentía y la voluntad. Mis antepasados vencieron el hambre, las plagas y las inundaciones y yo sobreviviré a la prisión. En esa celda infernal estaban con ella los fantasmas del pasado; cada uno de ellos era parte de su persona. No los defraudaré, se dijo en un susurro.
Y comenzó a planear su fuga.
Sabía que lo primero que debía hacer era recuperar la energía física. La celda era demasiado pequeña para practicar gimnasia, no así para el tai chi ch'uan. Los ejercicios requerían poco espacio, y le obligaban a utilizar todos los músculos del cuerpo. Cada movimiento tenía un nombre y un significado. Comenzó con Golpear a los Demonios y siguió con En busca de la luz. Cada gesto provenía del tan tien, el centro, y todos los movimientos eran circulares y lentos. Le parecía oír la voz de su profesor: «Estimula tu energía vital, que comienza siendo algo tan pesado como una montaña, y se vuelve tan liviano como la pluma de un ave.» Con una gran concentración su cuerpo iba repitiendo los movimientos lentamente.
«Sujeta la cola del pájaro, conviértete en cigüeña blanca, repele al mono, enfréntate al tigre. Que tus manos sean nubes, haz circular el agua de vida. Deja que la serpiente se arrastre y monte en el tigre. Recobra tu chi y vuelve al tan tien, al centro.»
El ciclo completo duró una hora. Al finalizar, Tracy estaba exhausta. Efectuó el mismo ritual todas las mañanas y por las tardes, hasta que su cuerpo comenzó a recuperarse.
Cuando no ejercitaba el cuerpo, se encargaba de su mente. Acostada en la oscuridad, realizaba complicados cálculos matemáticos, recitaba poesía, rememoraba el papel que le había tocado interpretar en ciertas obras de teatro en la Universidad.
La voz de Charles resonó súbitamente en su cabeza: No puedo creerlo, como tampoco mis padres. Saliste en los titulares del Philadelphia Daily News, de esta mañana.
Tracy alejó ese recuerdo. Había en su mente ciertas puertas que, por el momento, debían permanecer cerradas.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo planeaba cómo destruiría a sus enemigos, uno a uno.
No tenía idea de cuántas personas habían enloquecido como consecuencia de estar confinadas en el agujero, aunque tampoco le importaba.
Al séptimo día, cuando se abrió la puerta del calabozo, la cegó una luz repentina.
– De pie. El mundo te espera -le anunció un celador, y se agachó para darle una mano.
Pero, para su sorpresa, Tracy se puso rápidamente de pie y salió caminando sin ayuda. Las otras reclusas que habían sacado del encierro solitario salían semiinconscientes o desesperadas, pero ésta no. Por el contrario, poseía un aire de seguridad, extraño en ese lugar. Tracy se detuvo en la sombra, para que sus ojos se acostumbraran poco a poco a la claridad. Luego siguió al celador por un pasillo.
La celadora que la recibió arriba hizo un gesto de desagrado.
– ¡Dios mío, apestas! Ve a darte una ducha. Esta ropa irá a la basura.
La sensación que le produjo el agua fría fue maravillosa. Tracy se lavó el pelo y se frotó de pies a cabeza con jabón de lejía.
Cuando se hubo secado y puesto ropa nueva, la guardiana estaba ya esperándola.
– El director quiere verte.
La última vez que Tracy había oído esas palabras, creyó que significarían su liberación. Jamás volvería a ser tan ingenua.
Brannigan estaba parado junto a la ventana de su despacho cuando entró Tracy.
– Tome asiento, por favor. -Tracy así lo hizo-. Me fui de viaje a Washington, a una conferencia. Acabo de regresar y me encontré con el informe de lo sucedido. No debieron ponerla en reclusión solitaria.
Tracy lo miró con rostro impasible. El director echó un vistazo a un papel que tenía sobre el escritorio.
– Según este informe, fue usted violada por sus compañeras de celda.
– No, señor.
Brannigan suspiró resignadamente.
– Comprendo su temor, pero no puedo permitir que las reclusas dominen esta prisión. Deseo castigar a quien le haya hecho esto, pero necesitaré su testimonio. Por supuesto, me ocuparé de protegerla. ¿Por qué no me cuenta exactamente lo que ocurrió, y quién fue la responsable?