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Tracy lo miró largamente.

– Me caí de la litera, señor.

– ¿Está segura?

– Sí, señor.

– ¿No cambiará de parecer?

– No, señor.

Brannigan suspiró.

– De acuerdo. Si ésa es su decisión… La trasladaré a otro calabozo donde…

– No quiero que me cambien.

La miró sorprendido.

– ¿Quiere regresar a la misma celda?

– Sí, señor.

Estaba intrigado. Tal vez se había equivocado, con esa joven; quizás ella misma hubiese provocado la situación. Sólo Dios sabe lo que pensaban o hacían esas malditas reclusas. Deseaba que lo asignaran a alguna agradable cárcel de hombres, pero a su mujer y a su hijita Amy les gustaba vivir allí. Ocupaban un hermoso chalé y había bellos jardines alrededor del edificio carcelario. Para ellas, era como vivir en el campo, pero él tenía que vérselas con esas locas las veinticuatro horas del día.

Miró a la joven que estaba sentada delante de él, y dijo, algo incómodo:

– Muy bien. En el futuro, no se meta en líos.

– De acuerdo, señor.

Regresar a su celda fue una prueba de fuego. Apenas entró la asaltó el horroroso recuerdo de lo ocurrido. Sus compañeras se habían ido a trabajar. Se tendió en la cama con la vista fija en el techo. Luego recorrió la celda palmo a palmo hasta que logró arrancar un trozo de metal de uno de los camastros y lo escondió debajo de su colchón. Cuando sonó el timbre del almuerzo, fue la primera en alinearse en el pasillo.

En el comedor, Paulita y Lola estaban sentadas en una mesa cerca de la ventana. No vio a Ernestina Littlechap.

Tracy eligió una mesa alejada, se sentó y comió hasta el último bocado de la insulsa comida. Luego regresó a la fila y permaneció sola en su calabozo, mientras las demás trabajaban. Sus heridas la eximían del trabajo. A las tres regresaron sus compañeras.

Paulita sonrió asombrada al verla.

– Así que has vuelto con nosotras, gatita. ¿Te gustó lo que te hicimos?

– Tenemos más cosas para ti -agregó Lola.

Tracy no dio muestras de haber oído sus provocaciones. Sólo estaba atenta a la llegada de Ernestina Littlechap. Era el motivo que la había hecho regresar a ese calabozo. Tracy no confiaba en ella ni por un instante, pero la necesitaba.

Te voy a pasar un dato, querida. Ernestina Littlechap es quien manda en este lugar…

Esa noche, cuando sonó el timbre de advertencia de quince minutos antes de apagarse las luces, Tracy se levantó de su litera y comenzó a desvertirse. Esta vez no había en ella pudor alguno. Cuando se desnudó, la mexicana dejó escapar un largo silbido. A pesar de los moretones, sus pechos firmes y sus largas piernas la hacían apetecible. Lola tampoco le quitaba los ojos de encima. Tracy se puso el camisón y volvió a tenderse en la cama. Se apagaron las luces, sumiendo la celda en la oscuridad.

Pasaron treinta minutos. Tracy podía oír la respiración agitada de las otras.

Desde el otro lado del calabozo, dijo Paulita en susurros:

– Mamá te va a dar mucho amor esta noche. Quítate el camisón, nena.

– Te enseñaremos, gatita, y practicarás hasta que seas nuestra reina -afirmó Lola, entre risitas.

Ernestina aún no había abierto la boca. Tracy sintió a Lola y a Paulita cuando se le aproximaron, pero estaba lista para recibirías. Levantó el trozo de metal que sostenía fuertemente en la mano, y de un veloz movimiento hirió a una de las mujeres en la cara. Se oyó un alarido de dolor. Tracy pateó a la otra figura hasta que la vio caer al suelo.

– Acercaos de nuevo y os mataré.

– ¡Hija de puta!

Tracy advirtió que se disponían a un nuevo ataque, y se preparó para enfrentarse con ellas una vez más.

Bruscamente se oyó la voz de Ernestina entre la tiniebla:

– Basta ya. Déjenla en paz.

– Ernie, estoy sangrando.

– Haz lo que te ordeno.

Se produjo un largo silencio. Tracy oyó que las dos se retiraban a sus literas con respiración jadeante, pero permaneció a la expectativa, lista para un nuevo asalto.

– Tienes coraje, querida -comentó Ernestina.

Tracy no habló.

– No cantaste delante del director -prosiguió la negra con una risita-. Si hubieras hablado, ya estarías muerta. ¿Por qué no permitiste que el director te cambiara de calabozo?

Hasta eso sabía la maldita negra.

– Quería volver aquí.

– ¿Sí? ¿Para qué?

Había asombro en la voz de Ernestina Littlechap.

Ése era el momento que había estado esperando Tracy.

– Para que me ayudes a escapar.

OCHO

Una guardiana se le acercó para anunciarle:

– Tienes visita, Whitney.

Tracy la miró sorprendida.

– ¿Una visita?

¿Quién podría ser? De pronto cayó en la cuenta. Charles. Al fin y al cabo, había ido, aunque ya era demasiado tarde. No había estado a su lado cuando más lo necesitaba. Bueno, jamás volveré a necesitar de él ni de nadie.

Siguió a la celadora por el corredor de la sala de visitas.

Entró.

Un extraño estaba sentado ante una mesita de madera. Era uno de los hombres menos atractivos que jamás hubiese visto. Bajo, esmirriado, nariz ganchuda y pequeña boca de desagradable rictus. Tenía una frente protuberante y ojos castaños de mirada intensa, agrandados por gruesos lentes.

No se puso de pie.

– Soy Daniel Cooper. El director me autorizó a hablar con usted.

– ¿Sobre qué? -preguntó Tracy, suspicaz.

– Soy investigador de la «AIPS», la Asociación Internacional para la Protección de Seguros. Un cliente nuestro aseguró el Renoir que le robaron al señor Joseph Romano.

Tracy respiró hondo.

– No puedo ayudarle. Yo no lo robé -contestó, y se encaminó hacia la puerta.

Las siguientes palabras de Cooper la hicieron detenerse.

– Ya lo sé.

Tracy se volvió y lo miró, cautelosa y alerta.

– Nadie lo robó. Le tendieron una trampa, señorita Whitney.

Lentamente, Tracy se dejó caer en un sillón.

Daniel Cooper había sido asignado a ese caso tres semanas antes, cuando fue convocado al despacho de su superior, J. J. Reynolds, en las oficinas centrales de Manhattan.

– Tengo una tarea para usted, Dan -dijo Reynolds.

Cooper odiaba que le llamasen Dan.

– Trataré de ser breve -prosiguió Reynolds.

El verdadero motivo era que Cooper siempre lo ponía nervioso, no sólo a él, sino a todo el personal de la agencia. Se trataba de un hombre extraño. No se mezclaba con nadie. No se sabía dónde vivía, si era casado o tenía hijos. Con nadie tenía trato social, y jamás asistía a las fiestas ni a las reuniones de la oficina. Era un hombre solitario, y la única razón por la cual Reynolds lo toleraba, era porque lo consideraba un verdadero genio, un sabueso con mente de ordenador. Sin ayuda de nadie, Cooper había logrado recuperar más mercaderías robadas, y descubrir más estafas a Compañías de seguros que todos los demás investigadores de la empresa juntos. Reynolds hubiera querido entender mejor a Cooper. El mero hecho de tenerlo sentado ante sí y de enfrentarse a esos ojos penetrantes lo ponían nervioso.

– Uno de nuestros clientes aseguró un cuadro en medio millón de dólares y… -comenzó a decir Reynolds.

– El Renoir. Nueva Orleáns. Joe Romano. Una mujer de nombre Tracy Whitney fue condenada a quince años de prisión. La tela no ha sido recuperada.

¡El muy hijo de puta! -pensó Reynolds-. Si fuera otra persona pensaría que lo hace para fanfarronear.

– En efecto -debió reconocer a regañadientes-. Esta mujer Whitney ha escondido el cuadro en alguna parte, y queremos recobrarlo. Ésa es su misión.

Cooper dio media vuelta y salió de la habitación sin articular palabra.

Cooper atravesó la oficina donde cincuenta empleados trabajaban uno junto a otro programando ordenadores, copiando informes a máquina, contestando llamadas telefónicas. Era un infierno.