– Gracias -le dijo, tratando de que su voz fuese amable.
Ernestina refunfuñó algo pero no le contestó.
– ¿Cómo pudiste pasar por encima de la Vieja?
– Ya no está con nosotros.
– ¿Qué le ocurrió?
– Tenemos nuestro propio sistema. Si una celadora se pone demasiado cargante, la eliminamos.
– No me digas que el director escucha…
– Mierda… ¿Qué tiene que ver el director con esto?
– Entonces, ¿cómo…?
– Es fácil. Cuando la celadora que queremos eliminar está de guardia, comienza a haber líos, se presentan quejas. Una interna afirma que la mujer le tocó el culo. Al día siguiente otra la acusa de malos tratos. Después, alguien denuncia que le robó algo del calabozo, una radio por ejemplo, que aparece en el cuarto de la guardiana. La Vieja se fue. No son las celadoras quienes manejan esta prisión, sino nosotras.
– ¿Por qué motivo estás aquí? -le preguntó Tracy, aunque no le interesaba mucho la respuesta.
Lo importante era establecer una relación amistosa con esa mujer.
– Tenía un grupo de chicas que trabajaban para mí.
Tracy la miró.
– ¿De…?
Titubeó.
– ¿De putas? -Ernestina se rió-. No, de empleadas domésticas en grandes residencias. Instalé una agencia de empleos con unas veinte chicas. La gente rica se desvive por eso. Publiqué anuncios en los mejores diarios, y cuando me llamaban, yo les asignaba personal. Las chicas estudiaban las casas, y cuando los patronos salían de viaje, aprovechaban para robarles las alhajas, cubiertos, pieles o cualquier otro bien de valor, y huían. -Suspiró-. Si te cuento con cuánto dinero nos estábamos alzando, no me creerías.
– ¿Cómo te prendieron?
– Fue el destino, querida. Un día, una de mis muchachas estaba sirviendo un almuerzo en casa del alcalde. Una de las invitadas era una señora a quien había desplumado, y la reconoció. Cuando la Policía empezó a darle porrazos, mi chica comenzó a «cantar». Cantó la ópera entera, y así fue como terminó aquí la pobre Ernestina.
– No puedo quedarme en este sitio -afirmó Tracy en susurros-. Tengo algo muy importante que hacer fuera. ¿Me ayudarás a escapar?
– Por ahora ponte a picar cebollas. Esta noche hay guiso irlandés.
Y se alejó.
Los rumores que corrían en la prisión eran increíbles. Las internas sabían lo que sucedería mucho antes de que ocurriera.
Ciertas reclusas denominadas «ratas de basura» recogían informes escritos que habían sido desechados, escuchaban subrepticiamente llamadas telefónicas, leían la correspondencia del director, y transmitían luego todos los datos a las presas importantes. Ernestina Littlechap encabezaba esta lista. Tracy notaba la forma en que, tanto celadoras como reclusas, obedecían sus órdenes. Como las demás compañeras se dieron cuenta de que Ernestina se había convertido en su protectora, la dejaron en paz. Tracy esperaba que Ernestina le hiciera insinuaciones, pero la negra se mantenía a distancia.
La norma número 7 del folleto oficial que se entregaba a las nuevas presas consignaba: «Queda prohibida toda forma de relación sexual. No podrá haber más de cuatro internas por celda. No se permitirá la presencia de más de una interna por vez en una misma litera.»
Pero la realidad era diferente. A medida que transcurrían las semanas, Tracy veía entrar reclusas nuevas («pescados») en la prisión, y el esquema era siempre el mismo. Aquellas que habían delinquido por primera vez y eran normales sexualmente llevaban las de perder. El drama se desarrollaba en etapas planificadas. En aquel mundo aberrante y hostil, la leona se mostraba amable y simpática. Invitaba a su víctima a la sala de esparcimiento, donde miraban juntas la televisión y, cuando la más antigua le tomaba la mano, la nueva se lo permitía por temor a ofender a su única amiga. La nueva advertía rápidamente que las otras presas no la molestaban. A medida que aumentaba su dependencia hacia la amiga crecía también la intimidad, hasta que finalmente estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de conservar la amistad que la protegía de males mayores.
Las que se mostraban esquivas eran violadas. Él noventa y nueve por ciento de las mujeres que entraban en la cárcel eran forzadas a la actividad homosexual (voluntaria o involuntariamente) dentro de los primeros treinta días. Eso horrorizaba a Tracy.
– ¿Cómo lo permiten las autoridades? -le preguntó a Ernestina.
– Es el sistema, querida; lo mismo ocurre en otras cárceles. No hay manera de mantener a mil doscientas mujeres en un estado de abstinencia obligatoria y, a falta de hombres… Pero nosotras no violamos sólo por una necesidad sexual. Lo hacemos para obtener poder, para demostrar desde el principio quién manda aquí. Los «pescados» son nuestro bocado preferido. La única forma de que consigan protección es que se conviertan en la «esposa» de un «macho». Así, nadie se meterá con ellas.
Tracy tenía motivos para suponer que estaba hablando con una experta.
– Y no sólo ocurre entre las internas -prosiguió Ernestina-. A las guardianas también les gusta. Suponte que llega carne fresca, una pobre mujer adicta a la heroína, que necesitaba droga desesperadamente. La celadora puede conseguírsela, pero exige un pequeño favor a cambio, ¿entiendes? El «pescado» acude a la guardiana y recibe la heroína. En cuanto a los guardianes masculinos, son peores todavía. Ellos son los que guardan las llaves de los calabozos, y lo único que tienen que hacer es entrar una noche y servirse. Si necesitas algo o quieres recibir la visita de tu novio, te acuestas con el guardia. Eso se llama «trueque», y se hace en todo el sistema penitenciario del país.
– ¡Es horrible!
– Así se sobrevive. -La luz del techo se reflejaba sobre la cabeza pelada de Ernestina-. ¿Sabes por qué no permiten mascar chicle aquí?
– No.
– Porque las chicas lo usan para trabar las cerraduras de las puertas, así impiden que cierren del todo, y de noche pueden visitarse unas a otras.
Las relaciones amorosas dentro del ámbito de la prisión estaban a la orden del día, y el protocolo entre los amantes se cumplía mucho más estrictamente que en el mundo exterior. Se interpretaban con particular celo los papeles de machos y esposas. Los machos se comportaban como hombres. Se cambiaban el nombre (a Ernestina le llamaban Ernie; a Bárbara, Bob). El macho llevaba el pelo bien corto o se afeitaba la cabeza, y no realizaba tareas domésticas. La esposa era la encargada de limpiar, coser y planchar para su macho. Lola y Paulita competían ferozmente por obtener la atención de Ernestina.
Los celos eran intensos y a menudo provocaban actos de violencia. Si se sorprendía a una esposa y a un macho de otra pareja mirándose o conversando, se encendían los ánimos. Las cartas de amor circulaban profusamente. Se doblaban en pequeños triangulitos llamados «barriletes» para poder esconderlos fácilmente en los sostenes o en el zapato y los intercambiaban al entrar en el comedor o al ir a trabajar.
Había reclusas que se enamoraban de las celadoras. Era un sentimiento nacido de la desesperación y el sometimiento. Las reclusas dependían de las guardianas para todo; incluso para mantenerse con vida.
Había actividad sexual casi permanente, en las duchas, en los baños, en los calabozos, e incluso, de noche, sexo oral a través de las rejas. A las «esposas» de las celadoras se las dejaba salir de sus celdas por la noche para dirigirse al sector de las guardianas.
Cuando se apagaban las luces, Tracy se tendía en su cama y se tapaba los oídos para no oír los gemidos y risitas de placer.
Una noche, Ernestina sacó de debajo de su litera una caja de arroz curruscante y comenzó a desparramarlo por el pasillo, fuera del calabozo. Tracy oyó que las mujeres de otras celdas hacían lo mismo.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó.
Ernestina le respondió con sequedad:
– Nada que te interese. Tú te quedas en la cama.