Minutos más tarde se oyó un alarido de terror proveniente de otro calabozo.
– Dios mío, no. ¡No! ¡Por favor, suéltenme! -decía la desesperada voz.
Tracy sabía lo que estaba pasando, y sintió una repulsión incontrolable. Los gritos se fueron convirtiendo en convulsivos sollozos. Tracy cerró fuertemente los ojos. ¿Cómo podía una mujer hacerle eso a otra? Pero estaba decidida a no demostrarle sus sentimientos a Ernestina.
– ¿Para qué era ese arroz? -preguntó fingiendo escaso interés.
– Es nuestro sistema de alarma. Por si las guardianas resuelven espiar.
La cárcel era una extraña experiencia educativa, aunque lo que allí se aprendiera fuera poco ortodoxo.
La prisión estaba llena de expertas en todo tipo imaginable de delito. Se intercambiaban métodos para estafar, para hurtar en las tiendas o robarles a los borrachos. Se ponían al día unas a otras sobre nuevas formas de chantaje, informantes y policías de paisano.
Una mañana, en el patio, Tracy oyó a una de las reclusas viejas dictar cátedra ante una joven y fascinada audiencia acerca de la forma en que actuaban los carteristas.
– Los verdaderos profesionales son los de Colombia. En Bogotá, existe una escuela donde se aprende el arte del carterista. Cuelgan un muñeco del techo, vestido con un traje de diez bolsillos, llenos de monedas y alhajas. El truco es que, en cada bolsillo, hay una campanilla. Cuando eres capaz de vaciar hasta el último bolsillo sin hacer sonar la campanilla, ya puedes salir a robar.
Lola lanzó un suspiro.
– En una época andaba con un tipo que caminaba en medio de las multitudes vistiendo un sobretodo, con las manos al aire, mientras iba robando los bolsillos de todo el mundo como un condenado.
– ¿Cómo diablos lo hacía?
– La mano derecha era falsa. Sacaba la mano verdadera por una abertura del abrigo, y así llegaba hasta cuanto bolsillo o billetero estuviera a su alcance.
– A mí me gusta el sistema de robo a los armarios -dijo una veterana-. Vas a una estación ferroviaria hasta que ves alguna viejecita tratando de meter una maleta o un paquete grande en una de las consignas. Te ofreces para ayudarla, guardas el bulto y le entregas la llave. Sólo que la llave que le das es de una taquilla vacía. Cuando ella se va, vacías el suyo y te marchas.
Otra tarde, en el patio, dos internas sentenciadas por prostitución y posesión de cocaína, conversaban con una recién llegada que no parecía tener más de diecisiete años.
– Con razón te agarraron, querida -la regañó una de las mayores-. Antes de fijar precio con un tipo, tienes que palparlo para comprobar que no lleva un arma, y nunca debes decirle lo que vas a hacer. Que él te diga lo que quiere. Si resulta ser un policía, lo acusas de incitación al delito.
– Y siempre mírale las manos -dijo la otra-. Si das con un obrero, debe tener las manos ásperas. Por ese detalle te darás cuenta. Muchos policías se disfrazan de trabajadores, pero se olvidan de sus manos suaves, que los delatan.
Las normas eran inflexibles. Todas las reclusas debían asistir al comedor y no se permitía conversar en las filas. En los pequeños armarios de las celdas, no se podía guardar más de cinco productos de higiene personal. Había que dejar hecha la cama antes del desayuno, y mantenerla impoluta durante el día.
Reinaba en la penitenciaría una música característica: timbres, pasos que se arrastraban sobre el piso de cemento, portazos, susurros de día y gritos de noche. El áspero zumbido de los transmisores de las celadoras, el ruido de bandejas metálicas a la hora de comer. Y siempre la soledad y el aislamiento, y el intenso clima de odio.
Tracy se convirtió en una reclusa modelo. Su cuerpo respondía automáticamente a los sonidos de la rutina carcelaria: el chirriar de las puertas metálicas de las celdas, el timbre para presentarse a trabajar, la campana que anunciaba el fin de la labor cotidiana.
El cuerpo de Tracy estaba prisionero en ese sitio, pero su mente se dedicaba a planificar la fuga.
Las reclusas no podían realizar llamadas telefónicas afuera y sólo se les permitía recibir dos llamadas de cinco minutos por mes. Tracy recibió una de Otto Schmidt.
– Pensé que querrías saber que fue un sepelio realmente hermoso. Yo me encargué de pagar las cuentas, Tracy.
– Gracias, Otto, muchas gracias.
Ninguno de los dos tenía nada que agregar.
No hubo más llamadas telefónicas para ella.
– Nena, te conviene olvidarte del mundo exterior. Nadie te espera allí fuera -le advirtió Ernestina.
Estás equivocada, pensó Tracy.
Y se repitió:
Joe Romano, Perry Pope, el juez Henry Lawrence, Anthony Orsatti, Charles Stanhope III.
Una mañana, en el patio de ejercicios, volvió a encontrarse con la Gran Bertha. El patio era un amplio rectángulo al aire libre rodeado, por un lado, por el alto muro exterior de la prisión, y por el otro, por las paredes del edificio de la cárcel. Todas las mañanas las reclusas podían ir allí treinta minutos. Era uno de los pocos sitios donde se permitía hablar, y las mujeres se juntaban en grupitos para intercambiar las últimas noticas y los chismes antes del almuerzo. La primera vez que Tracy fue, experimentó una repentina sensación de libertad, y comprendió que se debía al hecho de estar a cielo abierto. Pudo ver el sol en lo alto, las nubes, y en algún punto distante del firmamento azul, la silueta lejana de un avión.
– ¡Oye! Te estuve buscando -dijo una voz.
Tracy se volvió y se topó con la imponente sueca que la había atropellado en su primer día de prisión.
– Me contaron que te conseguiste un macho negro -dijo Bertha.
Tracy intentó pasar de largo, pero Bertha la sujetó fuertemente del brazo.
– Queridita…
– Aléjate de mí -musitó Tracy sin mirarla.
– Lo que te hace falta es una buena chupada, no sé si me entiendes. Y yo te la daré. Serás solamente mía, amorcito…
Una voz conocida habló a sus espaldas.
– Sácale esas manos sucias de encima, imbécil.
Allí estaba Ernestina Littlechap con los puños crispados, echando fuego por los ojos. El sol se reflejaba sobre su brillante cráneo rasurado.
– No eres suficientemente hombre para ella, Ernie.
– ¡Lo soy para ti! -explotó la negra-. Si vuelves a molestarla, te cuelgo de las tetas.
El ambiente estaba cargado de electricidad. Las dos mujeres se miraban con furibundo odio. Están dispuestas a matarse por mí, pensó Tracy. Luego comprendió que la cuestión poco tenía que ver con ella. Era una confrontación de poder.
Fue la Gran Bertha quien cedió, lanzando una mirada de desprecio a Ernestina.
– No tengo prisa -dijo, y miró codiciosamente a Tracy-. Vas a estar aquí mucho tiempo, nena, y yo también. Ya nos veremos.
Dio media vuelta y se marchó.
Ernestina la miró partir.
– Es una puta vieja. ¿Recuerdas a esa enfermera de Chicago que asesinó a más de veinte pacientes? Les dio cianuro y se quedó a su lado para verlos morir. Bueno, ese ángel misericordioso es la que está caliente contigo, Whitney. ¡Mierda! Necesitas alguien que te proteja. Ella no va a resignarse así como así.
– ¿Me ayudarás a escapar?
Sonó un timbre.
– Es hora de comer -repuso Ernestina Littlechap.
Esa noche, tendida en su cama, Tracy pensó en Ernestina.
Por más que no hubiese intentado volver a tocarla, todavía no confiaba en ella. Jamás olvidaría lo que Ernestina y las demás compañeras de celda le habían hecho. Pero necesitaba su ayuda.
Todas las tardes, después de comer, las internas podían pasar una hora en la sala de esparcimiento, donde miraban la televisión, conversaban o leían revistas y diarios de actualidad. Tracy estaba hojeando una revista cuando una fotografía le llamó la atención. Era una instantánea de Charles Stanhope III saliendo de una capilla del brazo de su esposa el día de su boda. Al ver la sonrisa en el rostro de Charles, se sintió inundada de dolor e indignación. En una época había pensado compartir la vida con ese hombre que le había vuelto la espalda, que había permitido que la destruyeran, a ella y al hijito de ambos. Pero eso había sido en otro tiempo, en otro lugar, en otro mundo.