Cerró de golpe la revista.
Durante los días de visita era fácil saber cuáles reclusas tenían parientes o amigos que las irían a ver. Aquellas que se bañaban, se ponían ropa limpia y se maquillaban. Ernestina solía regresar de la sala de visitas sonriendo animadamente.
– Mi querido Al viene siempre a verme -le confió a Tracy-. Está esperando que salga. ¿Sabes por qué? Porque le doy lo que ninguna otra mujer.
Tracy no pudo ocultar su confusión.
– ¿Quieres decir sexualmente?
– Por supuesto. Lo que pasa detrás de estos barrotes no tiene nada que ver con el mundo de fuera. Aquí dentro, a veces necesitamos un cuerpo tibio, alguien que nos diga que nos ama. No interesa si la cosa no es real o si no dura; es lo único que tenemos. Pero cuando me dejen en libertad -esbozó una amplia sonrisa- volveré a ser la misma ninfómana de siempre, ¿entiendes?
Había algo que intrigaba a Tracy, y decidió hablar del tema francamente.
– Ernie, ¿por qué me proteges?
La negra se encogió de hombros.
– Porque me da la gana.
– Sinceramente quiero saberlo. -Escogió cuidadosamente sus palabras-. Todas tus demás amigas te pertenecen, hacen cualquier cosa que les pidas.
– Si no quieren lamentarlo…
– Pero yo no. ¿Por qué?
– ¿Te estás quejando?
– No. Simplemente siento curiosidad.
Ernestina lo pensó un instante.
– Está bien, te lo diré. Tú tienes algo que yo ambiciono. -Vio la expresión temerosa del rostro de Tracy-. No, no me refiero a eso. Tienes distinción, verdadera elegancia, como esas mujeres de las revistas, que toman el té en vajilla de plata. Ése es tu mundo, no éste. No sé cómo te metiste en la mierda, pero mi impresión es que alguien te tendió una trampa.
Miró a Tracy casi con timidez.
– No me he cruzado con muchas personas decentes en la vida. -Y agregó de espaldas a Tracy, de modo que sus siguientes palabras fueron apenas audibles-: Y lamento lo de tu bebé.
Esa noche, cuando se hubieron apagado las luces, Tracy le dijo en susurros:
– Ernie, tengo que escaparme. Ayúdame, por favor.
– ¡Estoy tratando de dormir! ¿Quieres cerrar el pico?
Ernestina inició a Tracy en el antiguo idioma de los presidiarios. Le señaló a una reclusa que charlaba en un grupo en el patio.
– Esa leona es la argolla de una puta gris, y ahora se hace la fina…
Era una corta, pero la agarraron en una tormenta de nieve, y fue a parar al carnicero. Se quedó sin levante, y adiós verso.
Para Tracy fue como oír hablar a unos marcianos.
– ¿Qué dices? -preguntó.
Ernestina prorrumpió en sonoras carcajadas.
– ¿Acaso eres atrasada, chiquita? «Ser la argolla» quiere decir lesbiana pasiva, «esposa». Una «puta gris» es una como tú. Era una «corta», es decir que le faltaba poco para terminar su condena, pero la pescaron tras una fuerte dosis de heroína y fue a parar al «carnicero», el médico de la cárcel.
– ¿Qué es un «levante» y un «verso»?
– ¿No has aprendido nada todavía? «Verso» es la libertad bajo palabra, y «levante» es el día en que te sueltan.
La explosión entre Ernestina Littlechap y la Gran Bertha ocurrió al día siguiente, en el patio. Las reclusas estaban jugando al softbol, custodiadas por las celadoras. Bertha bateó, y corrió a la primera base, que ocupaba Tracy. Se arrojó sobre ella, la derribó y comenzó a toquetearla entre las piernas.
– Conmigo nadie se hace la estrecha -susurró-. Esta noche te chupo toda, ricura.
Tracy forcejeó como enloquecida para liberarse. De pronto sintió que la liberaban de Bertha. Ernestina había aferrado a la sueca por el cuello, y la estrangulaba.
– ¡Hija de mil putas! -gritaba la negra y le clavaba las uñas en los ojos-. ¡Te lo advertí!
– ¡Estoy ciega! -gritó la otra entre manotazos y puntapiés-. ¡Estoy ciega!
Cuatro guardianas se acercaron corriendo. Tardaron cinco minutos en separarlas. Hubo que llevarlas a ambas a la enfermería. Ya era muy tarde esa noche cuando Ernestina regresó a su calabozo. Lola y Paulita se aproximaron en seguida a su litera para consolarla.
– ¿Estás bien? -le preguntó Tracy en un murmullo.
– Claro que sí. -Su voz sonaba apagada, y Tracy se preguntó si no estaría gravemente herida-. Vas a tener problemas, nena. Esa hija de puta no te va a dejar en paz. Y cuando te haya chupado bien, te matará.
Permanecieron todas en silencio. Finalmente, Ernestina volvió a tomar la palabra.
– Me parece que ya es hora de que empecemos a hablar sobre la forma de sacarte de aquí.
DIEZ
– Mañana te quedarás sin niñera para Amy -le anunció Brannigan, el director de la prisión, a su esposa.
Sue Ellen Brannigan lo miró sorprendida.
– ¿Por qué? Es muy buena…
– Lo sé, pero está a punto de cumplir su sentencia. Mañana sale en libertad.
Estaban desayunando en su cómodo chalé, una de las ventajas que obtenía Brannigan por su trabajo, además de cocinera, empleada doméstica, chófer y niñera para su hija Amy, de cuatro años de edad. Todas eran reclusas de confianza. Cuando llegaron a instalarse allí, cinco años antes, Sue Ellen se mostró aprensiva respecto de la idea de vivir en los terrenos de la penitenciaría y, especialmente, de tener la casa llena de sirvientas convictas.
– ¿Cómo sabes que no intentarán algo durante la noche?
– No lo harán -había dicho su marido-; el riesgo es demasiado grande para ellas.
Pero los temores de la esposa resultaron infundados. Las internas estaban ansiosas por causar una buena impresión y que se les redujera la condena, de modo que se comportaban a las mil maravillas.
– Ya estaba acostumbrándome a dejar a Amy al cuidado de Judy -se quejó Sue Ellen.
Quién sabía qué clase de mujer sería la próxima niñera…
– ¿Tienes pensado ya quién la remplazará?
El director lo había meditado largamente. Había decenas de presas de confianza adecuadas para la labor, pero él no podía quitarse de la mente a Tracy Whitney. Ciertos detalles de su prontuario le resultaban profundamente inquietantes. Hacía quince años que era criminólogo de profesión, y se enorgullecía de su habilidad para evaluar a los reclusos. Algunas de las internas eran delincuentes empedernidas; otras estaban presas por crímenes pasionales o pequeños robos, pero tenía la impresión de que Tracy Whitney no pertenecía a ninguna de esas categorías. No lo habían conmovido las protestas de inocencia de la muchacha; ése era el procedimiento habitual de todas las reclusas. Pero le intrigaban las personas que habían conspirado para enviarla a prisión. Brannigan había sido designado por un comité cívico presidido por el gobernador del Estado, y si bien se había negado rotundamente a meterse en política, conocía el submundo del poder. Joe Romano era un mafioso, discípulo de Anthony Orsatti. Perry Pope, el abogado que defendió a Tracy, estaba pagado por ellos, lo mismo que el juez Lawrence. La condena de Tracy Whitney era decididamente sospechosa.
– Sí -le dijo finalmente a su mujer-. Ya he pensado en alguien.
Ernestina y Tracy estaban sentadas en un rincón de la cocina de la cárcel tomando un café durante el descanso de diez minutos.
– Creo que ya es hora de que me cuentes a qué se debe esa obsesión que tienes por fugarte.
Tracy titubeó. ¿Podría confiar en aquella mujer? No le quedaba otra alternativa.
– Ciertas personas nos hicieron… cosas a mi familia y a mí, y tengo que darles su merecido.