Выбрать главу

– ¿Ah, sí? ¿Qué fue lo que hicieron?

Tracy articuló lentamente sus palabras, cada una con gran pena.

– Causaron la muerte de mi madre.

– ¿Quiénes?

– No creo que los nombres signifiquen nada para ti. Joe Romano, Perry Pope, un juez apellidado Lawrence, Anthony Orsatti…

Ernestina se quedó mirándola con la boca abierta.

– ¡Dios santo! ¿Me estás tomando el pelo, nena?

Tracy se sorprendió.

– ¿Acaso has oído hablar de ellos?

– Todos los negocios sucios, en Nueva Orleáns, están controlados por Orsatti y Romano. No podrás meterte con ellos. Te matarán como a una mosca.

– Ya lo han hecho -afirmó Tracy, con voz apagada.

Ernestina miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie las estuviera escuchando.

– Una de dos: o estás loca, o eres la persona más boba que conozco. -Sacudió la cabeza-. Más vale que los olvides.

– No, no lo haré. Tengo que salir de aquí. ¿Hay alguna forma?

Ernestina permaneció largo rato en silencio. Cuando finalmente habló, dijo:

– Conversaremos después, en el patio.

Estaban solas, en una esquina del rectángulo de cemento.

– Ha habido doce intentos de fuga en este lugar -dijo Ernestina-. Dos murieron en la tentativa. A las diez restantes las encontraron y las trajeron de vuelta. -Tracy no hizo comentario alguno-. En cada torre hay guardias con ametralladoras las veinticuatro horas del día, y son unos auténticos hijos de puta. Si alguien se escapa, es culpa de ellos, de modo que prefieren matarte apenas te ven. La prisión está rodeada de alambre de espino, y si logras atravesarlo eludiendo las ametralladoras, tienen también sabuesos capaces de rastrearte hasta el infierno. Hay un destacamento de la guardia nacional a pocos kilómetros de aquí, y cuando una interna se fuga, envían helicópteros con rifles y reflectores. A nadie le importa una mierda si te traen muerta o viva, nena. A veces, prefieren traerte muerta porque sirve de escarmiento para las demás.

– Sin embargo, algunas lo lograron -dijo Tracy, obstinada.

– Porque contaban con ayuda de fuera, amigos que conseguirían hacerles llegar armas, dinero y ropa. Y las esperaba con un coche para huir a toda velocidad. -Hizo una pausa para acentuar el efecto-. Así y todo, capturaron a la mayoría.

Una guardiana se acercó, gritándole a Tracy:

– ¡El director quiere verte inmediatamente!

– Necesitamos a una persona para cuidar a nuestra hijita -dijo Brannigan-. Se trata de un trabajo voluntario, de modo que no es obligación que lo acepte si no quiere.

Una persona para cuidar a nuestra hijita. La mente de Tracy funcionaba a toda velocidad. Eso le facilitaría la huida. Si trabajaba en casa del director, probablemente podría conocer mejor la distribución del edificio penitenciario.

George Brannigan estaba satisfecho. Tenía la extraña sensación de que le debía algo a aquella mujer.

– Bien. Su sueldo será de sesenta centavos la hora, y se depositará todos los fines de mes en su cuenta personal.

Las reclusas tenían prohibido manejar dinero en efectivo; cualquier suma acumulada se les entregaba el día en que eran puestas en libertad.

No voy a estar muchos fines de mes, pensó Tracy, pero en voz alta dijo:

– Me parece bien.

– Eso es todo.

Cuando Tracy le dio la noticia a Ernestina, la negra comentó, pensativa:

– Eso significa que te convertirán en una de las presas de confianza, y por lo tanto podrás conocer bien el funcionamiento de la cárcel. Quizá te facilite la fuga.

– ¿Cómo podré hacerlo?

– Tienes tres alternativas. La primera es desaparecer subrepticiamente. Una noche pones goma de mascar para trabar la cerradura de tu calabozo y las puertas de los corredores. Sales al patio, arrojas una manta sobre el alambre de espino y huyes a la carrera.

Perseguida por perros y helicópteros, pensó Tracy.

– ¿Cuáles son los otros métodos?

– El segundo es huir violentamente, utilizando un arma y tomando algún rehén. Si te pescan, te agregarán cinco años de condena.

– ¿Y el tercero?

– Simplemente irte caminando. Este sistema es para las presas de confianza, con una tarea de trabajo asignada. Una vez que estás al aire libre, nena, limítate a seguir andando.

Tracy lo pensó. Imposible hacerlo sin dinero y un sitio donde ocultarse.

– Se darán cuenta en cuestión de horas, y saldrán en mi busca.

Ernestina suspiró.

– No existe el plan perfecto de fuga, querida. Por eso nunca nadie logró escapar de aquí.

Yo lo haré -se juró Tracy-. Lo haré.

El primer día que Tracy se presentó en casa de Brannigan marcó su quinto mes de estancia en la prisión. La idea de conocer a la esposa y la hija del director la ponía nerviosa. Ansiaba desesperadamente ese empleo, que habría de constituir la clave para su fuga.

Tracy entró en la amplia y agradable cocina, y se sentó. Sentía que le corrían gotas de sudor por las axilas. Una mujer con vestido sencillo de color rosa apareció en la puerta.

– Buenos días.

– Buenos días.

La señora iba a tomar asiento, pero cambió de idea. Sue Ellen Brannigan era una rubia bonita, de treinta y tantos años, de expresión ausente y modales distraídos. Nunca estaba muy segura de cómo debía dirigirse a las reclusas a su servicio. ¿Darles las gracias por cumplir con su labor o impartirles órdenes? ¿Era mejor ser simpática con ellas o tratarlas con mano dura?

– Soy la señora Brannigan. Amy tiene casi cinco años y tú sabes cómo son los niños a esa edad. Hay que vigilarlos constantemente. ¿Tienes hijos?

Tracy recordó el bebé que había perdido.

– No -respondió secamente.

– Comprendo. -Sue Ellen se sentía confundida delante de aquella joven, que en nada se parecía a las demás reclusas a su cargo-. Voy a traer a Amy.

Salió rápidamente de la cocina.

Tracy paseó la mirada por el lugar. El chalé era relativamente amplio, con atractivo mobiliario. Tuvo la sensación de que hacía años que no pisaba una casa así.

Sue Ellen regresó con una niñita de la mano.

– Amy, te presento a…

¿A una presa se la llamaba por el nombre de pila o por el apellido? Optó por la solución intermedia.

– Te presento a Tracy Whitney.

– Hola.

La niña había heredado los ojos castaños de la madre. No era una criatura hermosa, pero sí simpática.

– ¿Vas a ser mi nueva niñera?

– Bueno, voy a ayudar a tu madre a ocuparse de ti.

– ¿Sabías que Judy salió en libertad condicional? ¿Saldrás tú también bajo palabra?

No, pensó Tracy.

– No. Voy a estar aquí por mucho tiempo, Amy.

– Espléndido -acotó animadamente Sue Ellen, y de inmediato se ruborizó, mordiéndose el labio-. Quiero decir… -Dio vueltas por la cocina mientras le explicaba a Tracy sus obligaciones-. Comerás siempre con Amy. Le prepararás el desayuno y jugarás con ella por la mañana. Después de almorzar, hace una siestecita, y por la tarde le gusta salir a caminar por el jardín y la granja. Creo que para un niño es bueno observar cosas que crecen, ¿no te parece?

– Sí.

La granja quedaba al otro lado de la penitenciaría, y las ocho hectáreas donde se cultivaban verduras y árboles frutales eran atendidas por presas de confianza. Había un inmenso lago artificial que se usaba para irrigación, rodeado por un alto muro de piedra.

Los cinco días siguientes fueron como una nueva vida para Tracy. En circunstancias diferentes, habría disfrutado de la posibilidad de alejarse de los deprimentes muros de la prisión, de pasear por la granja y respirar aire puro, de campo, pero ahora sólo podía pensar en fugarse. Cuando terminaba sus tareas debía presentarse de nuevo en la prisión. Dormía en el mismo calabozo, pero durante el día tenía la ilusión de ser libre. Luego de desayunarse en la cocina carcelaria, se encaminaba al chalé del director y preparaba el desayuno para Amy. Tracy había aprendido a cocinar con Charles, y le tentaba la variedad de alimentos que veía en las alacenas del director, pero la niña prefería empezar el día con algún cereal y fruta. A continuación, Tracy la entretenía o le leía cuentos. Sin percatarse de ello, comenzó a poner en práctica todos los juegos que su madre le había enseñado.