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Como a la niña le encantaban los títeres, Tracy trató de fabricar uno con medias viejas. El resultado fue un cruce entre pato y zorro.

– Es muy lindo -exclamó Amy, feliz.

Tracy hacía hablar al títere con diversos acentos: francés, italiano, alemán y mexicano; era el favorito de Amy. Pero siempre se mantenía distante.

Después de la siesta, ambas daban largas caminatas. Tracy siempre se dirigía a lugares diferentes y alejados. Estudiaba atentamente todas las entradas y salidas, los movimientos de los vigías de las torres y los turnos en que cambiaban los guardias. Pronto le resultó obvio que ninguno de los planes de evasión que le comentara Ernestina tenía posibilidades de éxito.

– ¿Nunca intentó nadie escapar en los camiones que entregan cosas en la cárcel? He visto los que reparten leche y otros alimentos.

– Ni lo pienses -le respondió categóricamente Ernestina-. Registran cada uno de los vehículos que llega o se va de aquí.

Una mañana, a la hora del desayuno, Amy le dijo:

– Tracy, te quiero mucho. ¿No quieres ser mi mamá?

Las palabras la hicieron estremecer.

– Con una madre es suficiente; no necesitas dos.

– Claro que sí. El papá de mi amiga Sally Ann se volvió a casar, y ahora Sally tiene dos mamás.

– Tú no eres Sally Ann. Termina tu desayuno.

Amy la miraba con expresión dolida.

– Ya no tengo hambre.

– Está bien. Entonces, te leeré un cuento.

Cuando estaba comenzando a leer, Tracy sintió una manecita suave sobre la suya.

– ¿Puedo sentarme en tu falda?

– No.

Debo mantenerme firme, pensó.

Odiaba regresar al calabozo, sentirse enjaulada como un animal. Todavía no se había acostumbrado a los gritos nocturnos provenientes de las otras celdas en la indiferente oscuridad. Apretaba los dientes hasta que le dolían las mandíbulas.

Cada vez le resultaba más difícil eludir a la Gran Bertha. Estaba segura de que la sueca la hacía espiar. Si iba a la sala de esparcimiento, unos minutos más tarde aparecía Bertha. Cuando salía al patio, Bertha llegaba poco después.

Un día la sueca se le acercó.

– Hoy estás preciosa, littbarn -la elogió-. No veo la hora de que estemos juntas.

– Aléjate de mí o…

La mujer sonrió.

– ¿O qué? Tu amigo negra está a punto de irse, y yo haré que te trasladen a mi celda.

Tracy quedó boquiabierta.

La sueca hizo un gesto de asentimiento.

– Puedo hacerlo, querida, créeme.

Me queda poco tiempo, se dijo. Tenía que fugarse antes de que pusieran en libertad a Ernestina.

El paseo preferido de Amy era caminar por la pradera, entre las flores silvestres, hasta el inmenso lago artificial.

– Vamos a nadar, Tracy, por favor -imploró un día la niña.

– No es para nadar. Esa agua se usa para el riego.

El mero hecho de mirar el siniestro lago la hizo estremecer. Su padre la llevaba al mar sobre los hombros. Cuando ella gritó, le dijo: «No tengas miedo, Tracy», y la arrojó al agua fría. Al sentir que las olas le cubrían la cabeza, la dominó el pánico y comenzó a asfixiarse…

Cuando a Ernestina le comunicaron la noticia, Tracy experimentó una tremenda impresión.

– Me voy de aquí dentro de diez días, querida.

No le había comentado la conversación que había tenido con Bertha. Ernestina no estaría allí para ayudarla. La sueca la haría trasladar a su propio calabozo y… La única manera de evitarlo sería hablando con el director, pero, en tal caso, más le valdría morir. Todas las reclusas se volverían contra ella. Sólo me queda la fuga.

Volvieron a repasar con Ernestina las posibilidades de evasión pero ninguna pareció satisfactoria.

– No tienes coche, nadie quien te eche una mano desde fuera. Te conviene tranquilizarte y terminar tu condena.

Pero Tracy sabía que no podría vivir acosada por la Gran Bertha. La mera imagen de la gigantesca lesbiana le producía náuseas insoportables.

El sábado por la mañana, siete días antes de la liberación de Ernestina, Sue Ellen Brannigan llevó a su hija a pasar el fin de semana a Nueva Orleáns, y Tracy permaneció en la cocina de la cárcel.

– ¿Qué tal te va con la niña? -preguntó Ernestina.

– Bien.

– Parece muy dulce.

– Sí, bastante.

Su tono era indiferente.

– No veo el momento de irme de aquí. Y te diré una cosa: jamás volveré a este lugar. Si algo podemos hacer Al y yo por ti desde fuera…

– ¡Permiso, putas viejas! -gritó una voz masculina.

Tracy se volvió. Un empleado del lavadero empujaba un inmenso carro lleno de ropa sucia. Intrigada, Tracy lo observó dirigirse a la salida.

– Te decía que si Al y yo podemos hacer algo por ti, mandarte cosas…

– Ernie, ¿qué hace aquí un camión de lavandería, si la prisión cuenta con lavadero propio?

– Ah, eso es para las guardianas. Antes hacían lavar los uniformes aquí mismo, pero volvían sin botones, con las mangas arrancadas, con notas obscenas cosidas dentro. Qué pena, ¿verdad? Ahora las celadoras tienen que enviar su ropa a un lavadero de fuera.

Tracy ya no la escuchaba.

ONCE

– George, no estoy segura de que debamos seguir teniendo a Tracy.

Brannigan levantó la vista del diario.

– ¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

– No lo sé exactamente. Tengo la sensación de que no aprecia a Amy. A lo mejor no le gustan los niños…

– No se ha portado mal con ella, ¿verdad? ¿Le ha pegado o gritado?

– No…

– ¿Entonces?

– Ayer Amy corrió hacia ella y la abrazó, y Tracy la rechazó. Amy la quiere tanto… A decir verdad, creo que estoy un poquito celosa. ¿Acaso será eso? Brannigan rió.

– Seguramente, Sue. Creo que Tracy Whitney es la persona apropiada para el trabajo, pero si te causa algún trastorno, dímelo, y tomaré medidas.

– De acuerdo, querido.

Sue Ellen no se quedó muy satisfecha. Tomó su bordado y continuó su tarea.

– ¿Por qué no puede dar resultado?

– Ya te lo dije, nena. Los guardias revisan todos los camiones que pasan por el portón.

– Pero si sale un camión lleno de ropa sucia…, no van a sacar cada prenda para registrarlo.

– No es necesario. Llevan el canasto al cuarto de servicio, donde un celador vigila mientras lo cargan.

Tracy insistió.

– Ernie, ¿no podría alguien distraer al guardia durante cinco minutos?

– ¿Qué diablos…? -Se interrumpió, con una repentina sonrisa-. ¿Mientras alguien lo entretiene un poco tú te meterías en el fondo del canasto? ¿Sabes una cosa? Tal vez esta idea loca pueda salir bien.

– Entonces, ¿me ayudarás?

Ernestina permaneció pensativa unos instantes.

– Sí, te ayudaré -aceptó finalmente-. Será mi última oportunidad de darle una patada en el culo a Gran Bertha.

La noticia de la próxima huida de Tracy Whitney corrió como un reguero de pólvora. Una fuga era un acontecimiento que afectaba a todas las internas.

Con la colaboración de Ernestina, el plan de fuga se preparó sin problemas. Ernestina tomó las medidas a Tracy. Lola robó tela para un vestido en la sección de costura, y Paulita le pidió a una modista de otro pabellón que se lo confeccionara. Sustrajeron un par de zapatos de tacón alto del depósito, y los tiñeron del tono del vestido.