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– Ahora tenemos que conseguirte algún tipo de identificación -dijo Ernestina-. Vas a necesitar un par de tarjetas de crédito y un permiso de conducir.

– ¿Cómo es posible…?

Ernestina esbozó una sonrisa.

– Déjalo en mis manos.

Al día siguiente le entregó tres tarjetas de crédito de las más conocidas, a nombre de Jane Smith.

– Ahora te hace falta el permiso de conducir.

A medianoche, Tracy oyó que se abría la puerta de su calabozo y entraba alguien. Se incorporó en su litera, instantáneamente a la defensiva.

– ¿Whitney? -susurró una voz.

Tracy reconoció la voz de Lillian, una de las reclusas de confianza.

– ¿Qué quieres?

La voz de Ernestina se elevó en la penumbra.

– Tu madre no pudo haberte hecho más idiota. Cállate la boca y no hagas preguntas.

– Tenemos que apresurarnos -susurró Lillian-. Si nos pescan, me matan. Vamos.

– ¿Adónde? -preguntó Tracy, y siguió a Lillian por el pasillo a oscuras, hasta la escalera.

Al llegar arriba, luego de cerciorarse de que no hubiera guardianas cerca, se dirigieron a la habitación donde habían tomado las impresiones dactilares y la fotografía de Tracy. Lillian abrió la puerta.

– Pasa.

Adentro las aguardaba otra reclusa.

– Colócate contra la pared.

Parecía nerviosa. Tracy obedeció, con un nudo en el estómago.

– Mira de frente a la cámara. Y relájate, carajo.

Qué gracioso, pensó Tracy. Jamás había estado tan asustada en su vida. Se oyó el clic de la cámara.

– Por la mañana te entregaré la foto para el carné de conducir. Ahora salid en seguida de aquí.

Tracy y Lillian recorrieron el camino de vuelta.

– Me han contado que van a cambiarte de celda -comentó Lillian.

Tracy quedó petrificada.

– ¿Cómo?

– ¿No lo sabías? Te trasladan con la Gran Bertha.

Ernestina, Lola y Paulita la esperaban despiertas.

– ¿Cómo te fue?

– Bien.

¿No lo sabías? Te trasladan con la Gran Bertha.

– El sábado tendrás el vestido listo -anunció Paulita.

El día en que dejarían en libertad a Ernestina. Será mi última oportunidad.

Ernestina habló en susurros.

– Todo está arreglado. El sábado a las dos de la tarde vienen del lavadero a recoger la ropa. Tendrás que estar en el cuarto de servicio a la una y media. No te preocupes por el guardia; Lola lo entretendrá en el cuarto de al lado. Paulita te estará esperando en la habitación de servicio con la ropa. Las tarjetas de identificación las encontrarás en la cartera. Saldrás de la cárcel a las dos y cuarto.

A Tracy le costaba respirar. El simple hecho de hablar sobre su fuga le hacía temblar. A nadie le importa si te traen muerta o viva.

En unos días intentaría volver a la libertad, pero no se hacía ilusiones: las probabilidades estaban en su contra.

Todas las reclusas estaban enteradas de la pelea entre Ernestina y Bertha por Tracy. Cuando corrió el rumor de que trasladaban a Tracy al calabozo de la sueca, no por casualidad se cuidaron muy bien de no mencionarle a Bertha el plan de fuga de Tracy. Tenía cierta tendencia a confundir la noticia con su portadora, y tratar a ésta de conformidad con aquélla. La sueca no se enteró del plan hasta la misma mañana en que debía producirse la huida, y se lo reveló la mujer que le había sacado la foto a Tracy.

Bertha recibió la novedad en ominoso silencio. A medida que escuchaba, su cuerpo pareció volverse más voluminoso aún.

– ¿A qué hora? -fue todo lo que preguntó.

– Esta tarde a las dos, Bert. Van a esconderla en el fondo del canasto de la ropa, en el cuarto de servicio.

La sueca meditó un largo instante. Luego se dirigió a una de las celadoras y le anunció:

– Tengo que ver inmediatamente al director Brannigan.

Tracy no había podido dormir en toda la noche. Estaba casi histérica. Los meses que llevaba en la cárcel le parecían una eternidad. Imágenes del pasado cruzaban por su mente mientras yacía tendida en su litera.

Me siento como la princesa de un cuento de hadas, mamá. Nunca creí que se pudiera ser tan feliz.

¡Así que tú y Charles queréis casaros!

¡Me has disparado…, hija de puta!

Su madre se suicidó.

Obviamente, nunca llegué a conocerte bien.

El timbre de la mañana resonó por los corredores. Tracy se incorporó en su litera, totalmente despierta. Ernestina la estaba observando detenidamente.

– ¿Cómo te sientes, muchacha?

– Bien -mintió.

Tenía la boca seca y el corazón le latía enloquecido.

– Bueno, parece que hoy nos vamos. Por fin, ¿verdad?

Tracy no podía ni tragar.

– Ajá.

– ¿Seguro que podrás irte de la casa del director a la una y media?

– Ningún problema. Amy siempre duerme la siesta después de almorzar.

– Si llegas tarde, el plan fracasará -intervino Paulita.

– Llegaré a tiempo.

Ernestina metió la mano debajo de su colchón y sacó un fajo de billetes.

– Vas a necesitar dinero para moverte. No son más que doscientos dólares, pero te servirán para empezar.

– Ernie, no sé cómo…

– Oh, cállate, nena, y acéptalo.

Se esforzó por comer algún bocado en el desayuno. Le dolía la cabeza y todos los músculos del cuerpo. No sé si lo lograré, pero tengo que intentarlo.

Había un silencio generalizado en el comedor, y Tracy comprendió que ella era el motivo, el objeto de miraditas de complicidad, de nerviosos murmullos. Se estaba a punto de producir una fuga, y ella sería la heroína. En unas horas estaría en libertad. O muerta.

Dejó el desayuno sin terminar y se encaminó a la casa del director.

Mientras esperaba que un guardia le abriera la puerta del corredor, se encontró cara a cara con la Gran Bertha, que le sonreía torvamente.

Se va a llevar una enorme sorpresa, pensó Tracy.

Ya serás mía, pensó la sueca.

La mañana transcurrió con tanta lentitud que Tracy creyó que iba a enloquecer. Le leyó cuentos a Amy, pero no tenía idea de lo que leía. Notó, sí, que la señora de Brannigan la vigilaba desde la ventana.

– Tracy, juguemos al escondite -propuso la niña.

Tracy estaba demasiado nerviosa, pero no se atrevía a despertar las sospechas de la señora. Con esfuerzo esbozó una sonrisa.

– Bueno, ¿por qué no te escondes tú primero, Amy?

Estaban en el patio de delante del chalé. A la distancia se divisaba el edificio donde se hallaba el cuarto de servicio. Allí debería estar a la una y media. Se pondría la ropa de calle que le habían confeccionado, y a las dos menos cuarto estaría acostada en el fondo del inmenso canasto del lavadero, tapada por uniformes y ropa blanca. A las dos llegaría el hombre, que luego se marcharía empujando los portones, rumbo al pueblo cercano, donde se encontraba el lavadero.

El conductor no puede ver la parte de atrás del camión desde su asiento. Cuando lleguen al pueblo y se detengan ante un semáforo rojo, simplemente abres la puerta, bajas y tomas cualquier autobús.

La echaré de menos -pensó Tracy-. Cuando me vaya de aquí, voy a echar de menos sólo a dos personas: a una lesbiana calva y a una niñita. Se preguntó qué pensaría Charles Stanhope III de eso.

– Me parece ver a una niñita detrás de ese árbol…

Sue Ellen observaba a Tracy desde el interior de la casa. Tenía la impresión de que Tracy se comportaba de manera extraña. Se había pasado toda la mañana mirando el reloj y era obvio que su mente estaba en otra parte.

Cuando George venga a almorzar, se lo comentaré -decidió- Le pediré para que la sustituya.

En el patio, Tracy y Amy jugaron un rato a la rayuela, luego Tracy leyó cuentos y finalmente se hicieron las doce y media, hora del almuerzo de Amy. Llevó a la niña de vuelta al chalé.