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– Me voy, señora.

– ¿Cómo? ¿No te avisaron, Tracy? Hoy viene de visita una delegación de personas muy importantes. Como van a almorzar en casa, Amy no dormirá la siesta. Tendrás que quedarte a cuidarla.

Tracy hizo esfuerzos para no demostrar consternación.

– No… no puedo, señora.

Sue Ellen se disgustó.

– ¿Qué es eso de que no puedes?

Tracy notó el fastidio en su voz y pensó: No debo hacerla enojar, porque llamará a su marido y me mandarán de regreso al calabozo.

Logró esbozar una sonrisa.

– Quiero decir que… Amy no ha almorzado aún, y tendrá hambre.

– Le hice preparar a la cocinera unos bocadillos para las dos. Pueden dar un paseo por el prado y comer allí. A Amy le gustan los picnics, ¿no, querida?

– Me encantan. -La niña miró a Tracy con ojos implorantes-. ¿Podemos ir, Tracy?

Cuidado. Todavía puede salir bien.

Debes estar en el cuarto de servicio a la una y media. No te retrases.

Tracy miró a la señora.

– ¿A qué hora quiere que la traiga de regreso?

– Oh, a eso de las tres. A esa hora ya se habrán ido las visitas.

El camión también. El mundo se desplomaba sobre ella.

– Yo…

– ¿Te sientes bien? Estás pálida.

La excusa perfecta. Diría que estaba enferma, que tenía que ir al hospital. Pero entonces la dejarían allí en observación. Jamás podría salir a tiempo. Tenía que haber otra forma.

La señora Brannigan la estudiaba con ojos inquisitivos.

– Sí, estoy bien.

Algo le pasa -pensó Sue Ellen-. Decididamente tendré que exigirle a George que me consiga a otra persona.

Los ojos de Amy resplandecían de placer.

– Te voy a dejar a ti los emparedados más grandes, Tracy. Nos divertiremos mucho, ¿verdad?

Tracy no encontró una respuesta.

Fue una visita inesperada. El propio gobernador, William Haber, acompañaba a la comisión de reforma carcelaria. Se trataba de algo que Brannigan debía soportar una vez por año.

– No se preocupe, George -le había dicho el gobernador-. Haga limpiar la prisión, dígale a sus mujeres que sonrían, y volverán a aumentarnos el presupuesto. Aquella mañana la jefa de celadoras había avisado a las reclusas: -Guarden todas las drogas, cuchillos y consoladores. Haber y su comitiva debían llegar a las diez. Primero recorrerían el interior del penal; luego visitarían la granja y a continuación almorzarían en casa del director.

Bertha estaba impaciente. Cuando solicitó ver al señor Brannigan, le contestaron que el director estaba muy ocupado esa mañana, que al día siguiente sería mejor.

– ¡A la mierda con el día siguiente! -explotó Bertha-. Quiero verlo ahora mismo. Es muy importante.

Había pocas reclusas que podían darse el lujo de reaccionar así, pero la sueca era una de ellas. Las autoridades del penal eran plenamente conscientes de su poder. La habían visto organizar motines y luego detenerlos. Ninguna cárcel del mundo podía gobernarse sin la colaboración de esa clase de prisioneros.

Hacía más de una hora que estaba sentada en la sala de espera del director. Me da asco de tan sólo mirarla, pensó la secretaria.

– ¿Cuánto falta? -preguntó la sueca, con malos modos.

– No lo sé. Hay unas personas de visita. Esta mañana el director está muy ocupado.

– Pues no sabe lo que le espera.

Bertha miró la hora: las doce y media. Tiempo de sobra.

Era un día perfecto, la brisa transportaba una mezcla de aromas por los verdes prados. Tracy había colocado el mantel sobre el césped, cerca del lago, y Amy comía feliz un bocadillo de jamón y huevo duro. Tracy echó un vistazo a su reloj. No podía creer que ya fuese la una. La mañana le había resultado interminable, y la tarde se le pasaba volando. Tenía que pensar en algo rápidamente; de lo contrario, el tiempo le arrebataría su única oportunidad de recuperar la libertad.

En la sala de espera del director, la secretaria de Brannigan colgó el teléfono y dijo:

– Lo siento. El director me ha informado de que hoy será imposible recibirla. La anotaré para… Bertha se puso de pie.

– ¡Tiene que verme! Es…

– La atenderá mañana.

La sueca iba a decir: «Mañana será demasiado tarde», pero se contuvo a tiempo. Nadie más que el director debía enterarse de lo que estaba pasando. Las delatoras sufrían accidentes fatales, pero ella no tenía intenciones de darse por vencida. De ninguna manera permitiría que se le escapara Tracy Whitney. Se dirigió a la biblioteca de la cárcel y se sentó en una de las largas mesas, al fondo del salón. Aprovechó un momento en que la guardiana abandonó su puesto y se alejó por el pasillo para arrojarle un papelito sobre el escritorio.

Al regresar, la guardiana encontró la esquela y la leyó dos veces.

«LE ACONSEJO QUE REVISE HOY EL CAMIÓN DEL LAVADERO.»

No llevaba firma. ¿Sería una broma? No había manera de saberlo. Tomó el teléfono:

– Póngame con el jefe de custodia…

Faltaban pocos minutos para la una y cuarto.

– No estás comiendo -dijo Amy-, ¿Quieres un poco de mi bocadillo?

– ¡No! ¡Déjame en paz! -exclamó Tracy nerviosamente.

Amy dejó de comer.

– ¿Estás enojada conmigo, Tracy? Por favor, no te enfades. Te quiero tanto. Yo nunca me disgusto contigo.

Sus ojos tiernos estaban llenos de dolor.

– No estoy disgustada.

– Si tú no tienes hambre, yo tampoco. Juguemos a la pelota, Tracy.

Amy sacó una pelotita de goma del bolsillo.

Cinco minutos después se dijo que era hora de ponerse en camino. Tardaría por lo menos diez minutos en llegar al cuarto de servicio. Si se apresuraba, todavía estaba a tiempo. Pero no podía dejar sola a Amy. Miró alrededor, y a la distancia divisó a un grupo de reclusas de confianza en los sembrados. Instantáneamente supo lo que debía hacer.

– ¿No quieres jugar a la pelota, Tracy? -preguntó la niña.

Tracy se puso de pie.

– Sí. Voy a enseñarte un juego nuevo. A ver quién arroja la pelota más lejos. Primero yo, y luego tú.

Tracy cogió la pelotita de goma dura y la lanzó lo más lejos posible, en dirección al grupo de mujeres.

– ¡Qué buen tiro! -la elogió la niña.

– Voy a buscarla. Tú aguárdame aquí.

Echó a correr; correr para salvar su vida. Era la una y veinte. Si se retrasaba, ¿la esperarían? Sus pies volaban por los campos. A sus espaldas oyó los gritos de Amy, pero no le prestó atención. Las mujeres de la granja se alejaban. Tracy les gritó y éstas se detuvieron. Estaba jadeante cuando llegó hasta ellas.

– ¿Pasa algo? -preguntó una.

– No, nada. -Luchaba por recobrar el aliento-. Hagan el favor de cuidar a la niñita que está allá atrás. Yo tengo que hacer algo muy importante.

Oyó que gritaban su nombre de lejos. Se dio la vuelta y vio a Amy parada sobre el muro de cemento que rodeaba el lago. La niña saludaba con la mano.

– ¡Mírame, Tracy!

– ¡Bájate de ahí! -le gritó.

Horrorizada, vio que Amy perdía pie y caía al agua.

– ¡Dios santo!

Tenía que tomar una decisión, pero no le quedaban opciones.

No puedo ayudarla. Es imposible. Alguien la salvará. Yo tengo que salvarme a mí misma. Tengo que huir de este sitio, o moriré.

Dio media vuelta y emprendió la carrera más veloz de su vida. Las demás le gritaban, pero ella no las escuchaba. Voló por los aires, sin darse cuenta de que se le habían salido los zapatos, sin preocuparse por las zarzas que herían sus pies. El corazón le latía con fuerza y sentía que los pulmones le estallaban. Llegó hasta el parapeto que bordeaba el lago y se subió. Vio a Amy debatirse en el agua, manoteando para mantenerse a flote. Sin dudarlo un instante, se arrojó a sacarla. Pero al caer en el agua, súbitamente recordó: ¡Santo cielo! No sé nadar…