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LIBRO SEGUNDO

DOCE

Nueva Orleáns, viernes, 25 de agosto

Lester Torrance, empleado del «First Merchant's Bank», se enorgullecía de dos cosas: de su capacidad sexual con las mujeres y de su habilidad para catalogar a los clientes. Lester había superado largamente los cuarenta, y era un hombre larguirucho, de rostro pálido, bigote y gruesas patillas. Como no había sido ascendido en dos oportunidades, se desquitaba utilizando el Banco como un servicio de citas amorosas. Podía distinguir a las prostitutas a un kilómetro de distancia, y le gustaba convencerlas para aprovecharse gratis de sus servicios. Las viudas solitarias eran presas especialmente fáciles. Acudían allí mujeres de todo tipo, edad y estado de desesperación, y tarde o temprano se presentaban delante de la ventanilla de Lester. Si habían girado en descubierto, Lester las escuchaba amablemente y se retrasaba en rechazar los cheques. En compensación, las invitaba a cenar en algún lugar tranquilo. Muchas de sus clientas buscaban expresamente su ayuda y le confiaban deliciosas historias: necesitaban que les concediesen un préstamo sin que se enteraran sus maridos… Querían que se mantuvieran en secreto ciertos cheques que habían librado… Tenían decidido divorciarse y le pedían a Lester que cancelara en seguida la cuenta conjunta. Lester deseaba complacer… y ser complacido.

Ese viernes pensó que tenía mucha suerte. En cuanto vio a la mujer traspasar la puerta del Banco. Era una completa belleza. El pelo negro le caía hasta los hombros, llevaba una falda ceñida y un suéter que delineaba sensualmente sus pechos.

Había otros cuatro cajeros en el Banco, y los ojos de la joven fueron posándose en cada uno como buscando ayuda. Al mirar a Lester, éste le dedicó una de sus encantadoras sonrisas. La muchacha se acercó a su ventanilla. Sin dudarlo.

– Buenos días. ¿En qué puedo servirla? -preguntó Lester, con los ojos fijos en los pechos femeninos, mientras pensaba: Nena, las cosas que me gustaría hacerte.

– Tengo un problema -dijo ella con voz suave.

Tenía un más que delicioso acento sureño.

– Para eso estoy, para resolverlos.

– Ojalá pudiera ayudarme. He hecho algo terrible.

Lester chasqueó los labios, obsequioso.

– Me resisto a creer que una joven encantadora como usted pueda hacer algo malo.

– Pues es verdad. -Había una expresión de pánico en sus bonitos ojos castaños-. Soy la secretaria de Joseph Romano. Hace una semana mi jefe me ordenó que pidiera un talonario nuevo para su cuenta, pero olvidé hacerlo, y ahora se nos están terminando los cheques. Cuando se entere, no sé lo que me hará.

Lester conocía perfectamente el nombre de Joe Romano. Era uno de los más apreciados clientes del Banco, pese a que mantenía cifras relativamente pequeñas en su cuenta. Todo el mundo sabía que acumulaba las grandes sumas en otra parte.

Evidentemente tiene buen gusto para las secretarias, pensó y volvió a sonreír.

– Bueno, eso no es tan grave, señor…

– Señorita Hartford. Laureen Hartford.

Señorita. Era un día de suerte. Tuvo la sensación de que el asunto funcionaría a las mil maravillas.

– Voy a encargarle ahora mismo los talonarios. Los tendrá dentro de dos o tres semanas, y…

Ella lanzó un gemido ahogado.

– Será demasiado tarde, y el señor Romano ya la tiene tomada conmigo. No sé por qué me distraigo en el trabajo. -Se inclinó hacia adelante, respirando agitadamente contra la ventanilla, y dijo casi sin aliento-. Si usted pudiera acelerar lo de los talonarios, no me importaría tener que pagar lo que fuese de más.

– Lo lamento, Laureen -dijo él, condolido-. Eso es algo imposible…

Ella estaba a punto de echarse a llorar.

– Puede costarme el empleo. Por favor…, estoy dispuesta a hacer cualquier cosa.

Las palabras sonaron como música en los oídos de Lester.

– ¡Está bien, le diré qué vamos a hacer! Pediré un trámite especial de urgencia, y los tendré el lunes. ¿Qué le parece?

– ¡Oh, es usted maravilloso!

– Se los enviaré a la oficina…

– Será mejor que venga yo misma a retirarlos. No quiero que el señor Romano se entere de lo tonta que he sido.

Lester le dirigió una sonrisa indulgente.

– Tonta no, Laureen. Sólo olvidadiza, quizás.

– Aquí estaré.

La joven le dirigió una sonrisa deslumbrante y se marchó lentamente del Banco. Su andar era todo un espectáculo. Lester sonreía mientras se dirigía al archivo, buscaba el número de cuentas de Romano y solicitaba por teléfono la impresión inmediata de los nuevos talonarios.

El hotel de la calle Carmen era idéntico a otros cientos de hoteles de Nueva Orleáns. Tracy lo había elegido por ese motivo. Hacía una semana que se hallaba en la pequeña habitación de mobiliario barato. Pero, en comparación con su calabozo, le parecía un palacio.

Cuando regresó de su encuentro con Lester, se quitó la peluca negra, se sacó las lentes de contacto de color y con una crema se desembarazó de aquel maquillaje oscuro. Se sentó luego en la única silla que había y respiró hondo. Todo iba saliendo bien. Había sido fácil enterarse de dónde tenía cuenta bancaria Romano; le bastó con mirar el cheque que le había entregado éste a su madre: ¿Joe Romano? ¡No puedes meterte con él!, había dicho Ernestina.

Estaba equivocada. Joe Romano sería sólo el primero. Después, vendrían los demás. Todos hasta el último.

Cerró los ojos y rememoró el milagro que la había llevado hasta allí…

Las aguas frías y oscuras la recibieron con un abrazo fatal. Estaba hundiéndose, comprobó Tracy, aterrorizada. Alcanzó a tocar la niña. La sujetó y trató de subirla a la superficie. Dominada por el pánico Amy forcejeó para soltarse, con lo que sólo consiguió que ambas se hundieran más. Tracy sentía los pulmones a punto de estallar. Pataleó desesperada aferrándose a la niñita. Se estaba quedando sin fuerzas. No nos salvaremos, pensó. Oyó voces encima de su cabeza y sintió que le arrancaban el cuerpo de Amy de los brazos. Unas manos firmes la sostuvieron de la cintura, mientras le decían:

– Ya pasó todo. Tranquila, estás segura.

Desesperada miró alrededor buscando a Amy y comprobó que estaba a salvo, en los brazos de un guardia del lago. Entonces se desvaneció.

El incidente no habría merecido más que un par de líneas en las páginas interiores de los diarios, pero el hecho de que una reclusa que no supiera nadar hubiera arriesgado su vida para salvar a la hija del director del penal, cambiaba las cosas. De la noche a la mañana los comentarios de televisión convirtieron a Tracy en una heroína. El propio gobernador Haber propuso a George Brannigan que fuera a visitarla al hospital carcelario.

– Su gesto fue de una gran valentía -dijo el director-. Mi mujer y yo le estamos sumamente agradecidos.

Se le quebró la voz por la emoción.

Tracy se sentía débil y conmovida por lo ocurrido.

– ¿Cómo está Amy?

– Se repondrá.

Tracy cerró los ojos. No podría haber soportado que le pasara algo a ella, pensó. Recordó la frialdad con que la había tratado, cuando lo único que la niña pedía era un poco de afecto, y sintió un enorme cargo de conciencia. Había arruinado su única posibilidad de fuga, pero sabía que, si se viera nuevamente en idéntica situación, haría exactamente lo mismo.

Se practicó una breve investigación sobre el accidente.

– Fue culpa mía -le contó Amy a su padre-. Estábamos jugando a la pelota; Tracy corrió a buscarla y me dijo que la esperara, pero yo trepé al muro para verla mejor y me caí al agua, y Tracy me salvó, papá.

Esa noche Tracy quedó en observación en el hospital, y a la mañana siguiente la llevaron al despacho de Brannigan, donde la aguardaban los periodistas y las cámaras de televisión, siempre en busca de una nota de contenido emotivo.