La red nacional de televisión difundió el relato del salvamento. Cientos de periódicos de todo el país publicaron el suceso, al tiempo que llegaban al instituto penal infinidad de cartas y telegramas exigiendo el indulto de Tracy Whitney.
El gobernador Haber lo habló con Brannigan.
– Tracy Whitney cometió delitos muy serios -observó el director.
El gobernador estaba pensativo.
– Pero no tenía antecedentes, ¿verdad, George?
– En efecto, señor.
– Usted debe de saber que me están presionando muchísimo para que haga algo por ella.
– A mí también, señor.
– Desde luego, no podemos permitir que el público nos indique lo que debemos hacer en nuestras cárceles, ¿no le parece?
– Por supuesto que no.
– Pero, por otra parte -observó el gobernador con buen criterio-, esta chica Whitney ha puesto de manifiesto una gran dosis de coraje: se ha convertido en toda una heroína.
– De eso no cabe duda.
El gobernador encendió un cigarrillo.
– ¿Qué opinión tiene usted, George? -preguntó.
George Brannigan eligió cuidadosamente sus palabras.
– Usted sabe muy bien, señor, que me es difícil dejar de lado el aspecto personal de la cuestión: la niña rescatada es hija mía. Pero dejando eso aparte, Tracy Whitney no me parece una delincuente común, y no puedo creer que, si se le concede la libertad, constituya un peligro para la sociedad. Yo recomendaría firmemente que se la indulte.
Haber estaba a punto de anunciar su candidatura a la reelección por un nuevo período. Aprobó la sugerencia.
– Me parece una buena idea. Pero demorémoslo unos días. En política lo primordial es elegir el momento apropiado.
Luego de discutirlo con su esposo, Sue Ellen Brannigan le dijo a Tracy:
– A mi marido y a mí nos encantaría que te mudaras a nuestra casa; así podrías ocuparte de Amy todo el tiempo.
– Gracias. Será un placer.
El resultado fue estupendo. Tracy ya no tuvo que pasar las noches encerrada en un calabozo, y además su relación con Amy cambió notablemente. Amy la adoraba, y Tracy le retribuía el cariño, disfrutaba con la compañía de la criatura.
Sin embargo, cada vez que Tracy tenía que regresar al edificio penitenciario, inevitablemente se topaba con la Gran Bertha.
– Eres una putita con suerte, pero algún día volverás aquí, con nosotras. Ya me estoy ocupando de eso, littbarn.
Tres semanas después del rescate de Amy, Tracy estaba jugando con ella en el patio, cuando Sue Ellen salió de la casa.
– Tracy, acaba de llamar mi marido. Dice que quiere verte en seguida en su despacho.
Tracy se sintió inundada por un repentino temor. ¿Volverán a trasladarme a la cárcel?
– Sí, señora.
El director miraba por la ventana de su oficina cuando Tracy llegó.
– Tome asiento, por favor.
Tracy trató de adivinar el motivo de aquella llamada por el tono de voz de Brannigan.
– Tengo una noticia para usted. -Hizo una pausa, embargado por una emoción que Tracy no comprendía-. Acabo de recibir la orden del gobernador de Luisiana de concederle inmediatamente el indulto.
Dios querido, ¿realmente dijo lo que creí oír? Tracy no se atrevía a hablar.
– Quiero que sepa -prosiguió el director- que no es porque fuera mi hija la niña que salvó. Usted obró por instinto, como cualquier ciudadano decente. Justamente por eso no puedo imaginarme siquiera que sea usted una amenaza para la sociedad. -Sonriendo, agregó-: Amy la echará de menos, y nosotros también.
Tracy no cabía en sí de asombro. Si ese hombre supiera la verdad…, si no hubiera ocurrido el accidente. Toda la guardia nacional estaría buscándola como una fugitiva.
– Quedará usted en libertad pasado mañana.
– No…, no sé qué decir.
– No tiene nada que decir. Estamos todos muy orgullosos de usted. Mi mujer y yo tenemos grandes esperanzas en su futuro.
De modo que era cierto: la liberaban. Se sintió tan débil que debió apoyarse contra el escritorio del director.
– También yo, señor.
El último día en prisión, una reclusa de su sector se le acercó.
– Me he enterado de que te vas.
– Así es.
– Si necesitas ayuda estando fuera, puedes recurrir a un hombre de Nueva York. Se llama Conrad Morgan y se dedica a la rehabilitación criminal. -Le entregó un papelito-. Le gusta echar una mano a los exconvictos.
– Gracias, pero no creo que…
– Nunca se sabe. No pierdas la dirección.
Dos horas más tarde, Tracy cruzaba los portones del penal, abriéndose paso entre periodistas y cámaras de televisión. No quiso hacer declaraciones, pero cuando Amy se soltó de su madre y corrió hacia ella, todas las cámaras registraron el abrazo para los noticiarios de la noche.
La libertad ya no fue para Tracy una palabra abstracta, sino algo tangible, un estado físico para saborear y disfrutar: respirar aire puro, tener intimidad, no hacer fila para comer, no oír timbres, baños calientes y aromáticos jabones, ropa interior suave, vestidos bonitos y zapatos de tacón alto. Recuperó su nombre en lugar del número de la prisión. La libertad le permitió escapar de Bertha, del constante temor de ser violada y de la terrible monotonía de la rutina carcelaria. Le costó acostumbrarse a la recuperada libertad. Cuando caminaba por la calle seguía teniendo cuidado de no rozar a nadie. En la prisión, chocarse con otra reclusa podía ser la chispa que originara un violento altercado. Ahora nadie la amenazaba.
Era libre y podría llevar a cabo su plan.
En Filadelfia, Charles Stanhope III vio por televisión cómo Tracy salía de la cárcel. Todavía es hermosa, pensó. Le parecía imposible que aquella joven hubiera cometido los delitos por los que la habían condenado. Miró a su mujer ejemplar, sentada a su lado tejiendo plácidamente. Me pregunto si no habré cometido un error.
Cuando Joe Romano vio el noticiario de televisión, se rió solo. Esa chica Whitney era afortunada. Apuesto que la cárcel debe de haberla domesticado un poco. Seguramente habrá aprendido algunos trucos muy cachondos.
Romano había pasado a otras manos el Renoir, que luego fue adquirido por un coleccionista privado de Zurich. En total había obtenido quinientos mil dólares de la compañía de seguros y otros doscientos mil del intermediario. Naturalmente, el dinero lo había repartido con Orsatti. Romano era muy escrupuloso en sus negocios con él. Había sido testigo de lo que ocurría a quienes no lo eran.
El lunes al mediodía, disfrazada de Laureen Hartford, Tracy regresó al «First Merchant's Bank». Había una gran concurrencia, y unas cinco o seis personas frente a la ventanilla de Lester Torrance. Se puso en la cola y, cuando Lester levantó los ojos, le dirigió una amplia sonrisa.
Cuando al fin llegó a la ventanilla, Lester se ufanó:
– Bueno, no fue nada fácil, pero lo logré, Laureen.
– Es usted muy amable…
– Aquí los tengo. -Abrió un cajón, buscó los talonarios que había guardado con esmero, y se los entregó-. Aquí tiene. Cuatrocientos cheques. ¿Cree que tendrá bastantes?
– Oh, sí, a menos que el señor Romano pierda la cabeza… -Miró a Lester a los ojos y suspiró-. Me salvó usted la vida.
Lester sintió un cosquilleo en la espalda.
– Todos deberíamos ser amables con los demás, ¿no cree?
– Tiene mucha razón, Lester.
– ¿Sabe una cosa? Usted debería abrir su propia cuenta aquí. Yo me encargaría de cuidársela.
– No me cabe duda -dijo ella, en tono suave.
– ¿Por qué no salimos a cenar a algún lugar tranquilo y seguimos conversando?
– Me encantaría.
– ¿A dónde puedo llamarla, Laureen?
– No se preocupe, lo llamaré yo, Lester, mañana.