Y se marchó.
– ¡Aguarde un min…!
La persona siguiente se acercó al mostrador y entregó al frustrado Lester una bolsita de monedas.
En el centro del Banco había cuatro mesas con impresos en blanco para ingresos y para reintegros, todas rodeadas de personas que llenaban formularios. Tracy se alejó del campo visual de Lester. Cuando una señora se retiró de una mesa, Tracy ocupó su lugar. La caja que Lester le había dado contenía ocho talonarios en blanco, pero a ella no le interesaban los cheques sino los impresos de depósito que venían incluidos en los talonarios.
Los separó con cuidado y en menos de tres minutos tenía ochenta de ellos en la mano. Cuando nadie la observaba, colocó veinte en el recipiente de metal de la mesa donde estaban los impresos en blanco.
Fue a la mesa siguiente y puso otros veinte. Al cabo de unos minutos, la totalidad de los impresos estaban en las diversas mesas. Los impresos de Romano estaban en blanco, pero cada uno tenía un código magnético al pie, que el ordenador usaba para acreditar las sumas en la cuenta correspondiente. No importaba quién acreditara cada depósito en la cuenta de Romano. Por su experiencia en el Banco de Filadelfia, Tracy sabía que dos días después se habrían acabado los impresos con banda magnética, y que pasarían por lo menos cinco días antes de que se advirtiera la confusión. Eso le daría tiempo más que suficiente para lo que planeaba hacer.
De regreso al hotel, arrojó los cheques en blanco en una papelera. El señor Romano no los iba a necesitar.
La siguiente visita fue a una agencia de viajes.
– ¿En qué puedo servirla? -le preguntó una joven, sentada ante un escritorio.
– Soy la secretaria del señor Joseph Romano. Mi jefe quiere hacer una reserva para el vuelo de este viernes a Río de Janeiro.
– ¿Un solo pasaje?
– Sí, primera clase. Asiento junto al pasillo, sector de fumadores.
– ¿Ida y vuelta?
– Sólo ida.
La empleada accionó su ordenador. Al cabo de unos segundos dijo:
– Listo. Un billete de primera clase en el vuelo número 290 de «Pan American», que sale el viernes a las seis y media de la mañana, con una breve escala en Miami.
– Perfecto -aseguró Tracy.
– Son mil seiscientos cuarenta y tres dólares. ¿Paga en efectivo o con tarjeta?
– El señor Romano siempre abona en efectivo, contra entrega. ¿Podría enviar el billete a su oficina el jueves, por favor?
– Si quiere, se lo mando mañana mismo.
– No, es preferible que llegue el jueves a las once de la mañana. Orden expresa del señor Romano.
– Sí, por supuesto. ¿Domicilio?
– Calle Poydras 217, despacho 408.
La chica lo anotó.
– Muy bien. Lo tendrá allí el jueves.
– A las once en punto, por favor -agregó Tracy-. Gracias.
Unos metros más adelante entró en una tienda que vendía equipaje. Tracy estudió lo que se exhibía en el escaparate antes de que la atendieran.
Se le acercó un dependiente.
– Buenos días. ¿Qué anda buscando?
– Quiero comprar unas maletas para mi marido.
– Tiene suerte porque estamos de liquidación. Tenemos unas muy bonitas y baratas…
– No. -Tracy se acercó a una pared donde había maletas costosas-. Algo parecido a esto. Estamos a punto de emprender un viaje…
– Vienen en tres tamaños. ¿Cuál?
– Una de cada una.
– Bien, bien. ¿Paga en efectivo?
– En efectivo, contra entrega. A nombre de Joseph Romano. ¿Podría hacerlas enviar a su oficina el jueves por la mañana?
– Cómo no, señora.
– ¿A las once?
A Tracy se le ocurrió algo más.
– ¿No podría hacerles grabar sus iniciales en oro? J. R.
– Desde luego. Será un placer, señora.
Tracy sonrió y le dio la dirección de la oficina.
Desde una sucursal de Correos de las inmediaciones, envió un cable al «Othon Palace» de Copacabana, en Río de Janeiro. Solicito una suite a partir próximo viernes durante dos meses. Sírvase confirmar por cable de cobro revertido. Joseph Romano, calle Poydras 217, despacho 408, Nueva Orleáns, Luisiana, EE. UU.
Tres días más tarde, Tracy llamó al Banco y pidió hablar con Lester Torrance. Al oír su voz, dijo con voz dulce:
– Probablemente no se acuerde de mí, Lester. Soy Laureen Hartford, la secretaria del señor Romano.
– ¡Por supuesto que la recuerdo, Laureen!
– ¿Sí? Vaya, qué memoria… Debe de conocer a muchas personas.
– Ninguna como usted. No se ha olvidado de la invitación a cenar, ¿no?
– Me muero de ganas. ¿Le parece bien el martes próximo, Lester?
– ¡Perfecto!
– Entonces lo llamaré el martes por la mañana… Qué tonta soy. Me distraje hablando con usted, y casi olvido el motivo de mi llamada. El señor Romano me pidió que averiguara el saldo de su cuenta. ¿Podría decirme su cifra?
– Con mucho gusto.
Normalmente, Lester habría pedido alguna forma de identificación a la persona que llamaba, pero en ese caso, por cierto, no era necesario.
– Espere un instante, Laureen.
Se dirigió al archivo, sacó la hoja de Romano y la observó sorprendido. Se habían producido una extraordinaria cantidad de depósitos en su cuenta durante los últimos días. Romano nunca había tenido tanto dinero en esa cuenta. Lester se preguntó qué estaría sucediendo. Obviamente, algún asunto de importancia. Cuando saliera a cenar con Laureen, trataría de sonsacarle algo. Un poquito de información de primera mano nunca venía mal. Regresó al teléfono.
– Su jefe nos ha estado dando mucho trabajo. Tiene algo más de trescientos mil dólares en la cuenta.
– Bien, ésa es la cifra que suponíamos.
– ¿No querría transferirla a una cuenta bursátil? Aquí no devenga interés y yo podría…
– No. Quiere mantenerla donde está.
– De acuerdo.
– Muchísimas gracias, Lester. Es usted un encanto.
– ¡Espere un minuto! ¿La llamo a la oficina para arreglar lo del martes?
– No, no. Lo llamaré yo.
La comunicación se cortó.
El moderno edificio comercial propiedad de Anthony Orsatti, se levantaba en la calle Poydras, cerca del río. Las dependencias de la compañía de importación y exportación «Pacific» ocupaban todo el cuarto piso. En un extremo estaban las oficinas de Orsatti, y en el otro, las de Romano. En el espacio intermedio se encontraban cuatro jóvenes recepcionistas, que por las noches estaban disponibles para entretener a los amigos de Orsatti y a sus relaciones empresariales. Junto a la puerta del despacho se sentaban dos hombres muy fornidos, cuya tarea era proteger a su patrón. También cumplían funciones de chóferes, masajistas y enviados del capo.
Ese jueves por la mañana, Orsatti se encontraba en su oficina controlando los ingresos del día anterior en concepto de loterías clandestinas, apuestas, prostitución y una decena de lucrativas actividades que disimulaba la compañía de importación y exportación «Pacific».
Anthony Orsatti tenía sesenta años. Era un hombre de extraña contextura, de torso fornido y piernas cortas que parecían pertenecer a un cuerpo más menudo. De pie, se asemejaba a un sapo sentado. Tenía el rostro surcado de cicatrices, boca demasiado grande y bulbosos ojos negros. Era totalmente calvo, y usaba una peluca negra que no le sentaba bien, pero después de tantos años nadie se había atrevido a decírselo. Tenía una voz áspera que, cuando se enojaba, se convertía en un quebrado susurro que apenas se oía.
Anthony Orsatti era un rey que manejaba su feudo por medio del soborno, la intimidación y el chantaje. Los capos de otras familias de todo el país lo respetaban, y constantemente le pedían consejo.
En ese momento, Orsatti se encontraba de un humor benigno. Había desayunado con su madre, a la que mantenía en un departamento de su propiedad, en Lake Vista. Acudía a verla tres veces por semana, y el encuentro de esa mañana había sido particularmente gratificante. Su organización funcionaba a las mil maravillas. No había problemas, porque él sabía cómo resolver las dificultades antes de que se convirtieran en problemas. Una vez le había explicado su filosofía a Joe Romano.