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– Nunca dejes que un pequeño trastorno se vuelva grande, Joe, porque crecerá como una bola de nieve. Si un comisario te plantea que quiere obtener una tajada más grande, lo borras, ¿me entiendes? Y se acabó la bola de nieve. Algún tipo de Chicago pide autorización para establecer su pequeño negocio en Nueva Orleáns… Tú sabes que muy pronto, ese «pequeño» negocio se volverá importante, y comenzarán a mermar tus propios ingresos. Entonces, le dices que sí, y cuando el tipo viene, simplemente lo eliminas a él también. ¿Comprendes?

Joe Romano comprendía.

Orsatti quería muchísimo a Romano, a quien consideraba como un hijo. Había recogido a Romano cuando éste era sólo un muchacho de la calle. Lo había formado, y ahora el chico podía manejarse bien. Era rápido, despierto y muy franco. En diez años ascendió hasta ser su mano derecha. Supervisaba todas las operaciones de la familia, y respondía sólo ante él.

Lucy, la secretaria privada de Orsatti, dio unos golpes en la puerta y entró en el despacho. Tenía veinticuatro años, un título universitario y un cuerpo exuberante. A Orsatti le gustaba estar rodeado de mujeres hermosas.

Miró el reloj de su escritorio. Eran las doce menos cuarto. Le había advertido a Lucy que no quería ser interrumpido antes del mediodía.

– ¿Qué pasa? -preguntó, frunciendo el entrecejo.

– Perdone que lo moleste, señor. Una tal señorita Gigi Dupres está en línea. Parece histérica, pero no me dice lo que quiere. Insiste en hablar personalmente con usted. Pensé que podía ser importante.

Orsatti trató de recordar ese nombre ¿Gigi Dupres? ¿Sería una de las putas que se llevó a la suite la última vez que estuvo en Las Vegas? ¿Gigi Dupres? No la recordaba, a pesar de que se enorgullecía de su memoria. Por pura curiosidad, levantó el receptor del teléfono y le hizo una seña a su secretaria para que lo dejara solo.

– ¿Sí? ¿Quién habla?

– ¿El señor Orsatti?

La voz femenina tenía acento francés.

– Sí.

– Oh, gracias a Dios que di con usted, señor Orsatti.

Lucy tenía razón. La mujer estaba histérica, y a él no le interesaba. Iba ya a cortar, cuando la voz femenina prosiguió:

– ¡Tiene que impedírselo, por favor!

– Señorita, no sé de qué me habla, y estoy muy ocupado…

– De mi Joe, Joe Romano. Prometió llevarme consigo, comprenez vous?

– Si tiene alguna queja contra él, dígasela personalmente. Yo no soy una niñera.

– ¡Él me mintió! Me acabo de enterar de que se marcha al Brasil sin mí, y la mitad de esos trescientos mil dólares es mía.

Anthony Orsatti decidió que, después de todo, el tema le interesaba.

– ¿A qué trescientos mil dólares se refiere?

– Ese dinero de la cuenta corriente de Joe. Por favor, dígale a Joe que me lleve al Brasil con él. Se lo pido encarecidamente. ¿Lo hará?

– Sí -prometió Orsatti-. Me encargaré de eso.

La oficina de Joe Romano era moderna, toda blanca y cromada, decorada por uno de los arquitectos más famosos de Nueva Orleáns. Los únicos toques de color eran tres costosos cuadros de impresionistas franceses en las paredes. Romano se vanagloriaba de su buen gusto. Provenía de los barrios bajos de Nueva Orleáns, pero mientras fue ascendiendo de categoría, también se había educado. Tenía buen gusto para la pintura y para la música. Cuando salía a cenar, mantenía largas conversaciones con los camareros acerca del vino elegido. Sí, Joe Romano tenía motivos de sobra para sentirse orgulloso. Muchos de sus iguales habían sobrevivido valiéndose de los puños, pero él había alcanzado el éxito utilizando su cerebro. Cierto era que Anthony Orsatti era el dueño de Nueva Orleáns, pero no menos cierto era que Joe Romano manejaba todos los asuntos en su nombre.

Su secretaria entró en el despacho.

– Señor Romano, un mensajero trae un pasaje de avión para Río de Janeiro. ¿Le pago con un cheque?

– ¿Río de Janeiro? -Romano sacudió la cabeza-. Dígale que debe de tratarse de un error.

El mensajero uniformado estaba junto a la puerta.

– Me dijeron que se lo entregara al señor Joseph Romano, en este mismo domicilio.

– Pues le indicaron mal. ¿Qué es esto? ¿Algún nuevo truco publicitario de las compañías aéreas?

– No, señor.

– Déjeme ver. -Romano tomó el pasaje y lo miró-. Para el viernes. ¿Por qué habría de irme el viernes a Río?

– Ésa es una buena pregunta… -afirmó Anthony Orsatti, que estaba junto al mensajero-. ¿Por qué habrías de irte, Joe?

– Se trata de un error estúpido. -Devolvió el billete aéreo al muchacho-. Llévelo de vuelta y…

– No tan de prisa. -Orsatti tomó el pasaje y lo examinó-. Aquí dice un billete en primera clase, asiento del pasillo, sector de fumadores, para viajar el viernes a Río de Janeiro. Ida solamente.

Romano soltó la risa.

– Alguien se confundió. -Se volvió hacia su secretaria-. Magde, llame a la agencia de viajes y exíjales una explicación.

Joleen, la segunda secretaria, entró en la oficina.

– Con permiso, señor Romano. Llegó su equipaje. ¿Firmo yo?

Joe Romano la miró, incrédulo.

– ¿Qué equipaje? Yo no he pedido ninguno.

– Hágalo entrar -ordenó Orsatti.

– ¡Dios mío! ¿Es que todos se han vuelto locos?

Apareció un mensajero con las maletas.

– ¿Qué es todo esto? Yo no he encargado nada.

El joven se fijó en la dirección.

– Aquí dice para el señor Joseph Romano, calle Poydras 217, despacho 408.

Romano ya estaba perdiendo los estribos.

– No me importa qué mierda dice ahí: yo no lo compré. Ahora váyanse de aquí.

Orsatti estaba estudiando las maletas.

– Tienen tus iniciales, Joe.

– ¿Qué? Ah, tal vez sea algún regalo…

– ¿Acaso es tu cumpleaños?

– Tú sabes cómo son las mujeres, Tony. Siempre están haciendo obsequios.

– ¿Tienes algún asunto en Brasil?

– ¿En Brasil? -Se rió-. Esto debe de ser un chiste malo, Tony.

Orsatti sonrió amablemente; luego se dirigió a las secretarias y al botones.

– Salgan -les indicó.

Cuando la puerta se hubo cerrado, tomó de nuevo la palabra.

– ¿Cuánto dinero tienes en tu cuenta bancaria, Joe?

Romano lo miró perplejo.

– No lo sé. Mil quinientos, quizá dos mil. ¿Por qué?

– ¿Por qué no llamas al Banco y lo confirmas?

– ¿Para qué?

– Hazlo, Joe.

– Si eso te tranquiliza… -Llamó a su secretaria por el intercomunicador-. Comuníqueme con la jefa de cuentas del «First Merchant's».

Un minuto más tarde estaba en línea.

– Hola, querida. Habla Joseph Romano. ¿Me podría decir el saldo de mi cuenta? La fecha de mi cumpleaños es el 14 de octubre.

Orsatti cogió el teléfono supletorio.

– Perdone que lo haya hecho esperar, señor Romano. Hasta esta mañana, el saldo era de 310.905 dólares con 35 centavos.

Romano sintió un escalofrío.

– ¡Estúpida! Es imposible que tenga tanto dinero en mi cuenta. Déjeme hablar con el…

Pero Orsatti ya le había quitado el teléfono de la mano.

– ¿De dónde sacaste esa suma, Joe?

– Te juro por Dios, Tony, que no sé nada al respecto.

– ¿No?

– ¡Tienes que creerme! Alguien quiere hacerme caer en una trampa.

– Debe de ser alguien que te quiere mucho. Te hizo un regalo de despedida de trescientos mil dólares. -Orsatti se sentó pesadamente en un sillón y miró a su amigo largamente, antes de volver a hablar-. Todo estaba arreglado, ¿eh? Un billete de ida a Río de Janeiro, maletas nuevas… Como si estuvieses planificando una vida por completo nueva.