– ¡No! -Había pánico en su voz-. Tú me conoces, Tony. Siempre he sido franco contigo. Eres como un padre para mí.
Romano comenzó a sudar. Llamaron a la puerta y Magde asomó la cabeza. Traía un sobre en la mano.
– Siento interrumpirlo, señor Romano. Llegó un cable para usted, y debe firmarlo personalmente.
Con el instinto de un animal atrapado, Romano se negó.
– Ahora no. Estoy ocupado.
– Lo recibiré yo -dijo Orsatti, y se puso de pie antes de que la joven cerrara la puerta.
Se tomó su tiempo para leer el cable; luego posó sus ojos gélidos en Romano.
Con voz tan baja que apenas se podía oír, dijo:
– Te lo leeré yo, Joe. «Nos complace confirmar su reserva para suite imperial por dos meses a partir próximo viernes.» Está firmado por S. Montalband, gerente del «Othon Palace» de Copacabana, Río de Janeiro. La reserva está a tu nombre, ¿no es verdad, Joe? Pero seguramente sabrás que no vas a necesitarla.
TRECE
André Gillian estaba en la cocina preparando una tortita de peras cuando oyó un espantoso ruido. Un instante más tarde, el familiar zumbido del aire acondicionado central disminuía de intensidad hasta acallarse por completo.
André dio un puntapié en el suelo y exclamó:
– Merde! Justamente la noche de juego.
Corrió a revisar el interruptor, lo movió una y otra vez pero no pasó nada.
El señor Pope se pondría furioso. André sabía cuán importante era para su patrón la partida de póquer de los viernes por la noche. Era una tradición sagrada, siempre con el mismo grupo selecto de jugadores. Sin aire acondicionado, la casa se volvería insoportable. Incluso después de ponerse el sol, no había forma de tolerar el calor y la humedad de la ciudad.
Regresó a la cocina y miró la hora. Aún le quedaban cuatro horas. Los invitados llegarían a las ocho. Pensó en avisarle por teléfono al señor Pope, pero luego recordó que el abogado le había dicho que estaría todo el día ocupado en los tribunales.
Sacó una libretita negra de un cajón de la cocina, buscó un número y llamó.
– Está usted comunicando con el servicio «Eskimo» de reparación de equipos de refrigeración -le respondió una voz metálica-. Si quiere dejar su nombre, número telefónico y un breve mensaje, nuestros técnicos se pondrán en contacto con usted a la mayor brevedad posible. Por favor, puede empezar a hablar al oír la señal.
Foutre! Sólo en los Estados Unidos lo obligaban a uno a entablar una conversación con una máquina.
Un sonido agudo resonó en sus oídos.
– Hablo desde la residencia del señor Perry Pope, calle Charles 42 -dijo-. Nuestro aire acondicionado ha dejado de funcionar. Deben enviarnos a alguien lo más rápido posible.
Colgó el receptor con fuerza. Bueno, ojalá envíen pronto a alguien que lo arregle. El señor Pope solía ponerse de muy mal genio ante las contrariedades.
Durante los tres años que llevaba trabajando como cocinero del abogado, terminó por saber cuán influyente era su patrón. Resultaba en verdad sorprendente siendo tan joven. Perry Pope conocía a todo el mundo. Con sólo chascar los dedos, la gente corría a obedecerle.
Mientras regresaba a la cocina, no pudo evitar la sospecha de que la noche estaba condenada a constituir un fracaso.
Cuando, treinta minutos más tarde, sonó el timbre de la puerta principal, André tenía la ropa empapada de sudor, y la cocina era un horno. Se dirigió en seguida a abrir.
Eran dos operarios con «mono», que portaban sendas cajas de herramientas. Uno de ellos era un negro alto. Su compañero era blanco, bastante más bajo, con una expresión de hastío en el rostro. En la calle, junto a la entrada, se divisaba su camión.
– ¿Tiene problemas con el aire acondicionado? -preguntó el negro.
– Oui! Gracias a Dios que han venido. Arréglenlo en seguida; están a punto de llegar los invitados.
El negro se acercó al horno, olisqueó la tortita que se estaba cocinando, y exclamó:
– Huele muy bien.
– Por favor -lo apremió Gillian-, haga algo.
– Primero echaremos un vistazo al aparato central. ¿Dónde está?
– Por aquí.
André los condujo por un pasillo hasta la habitación donde se hallaba el equipo de refrigeración.
– Es un aparato bueno, Ralph -le comentó el negro a su compañero.
– Sí, Al. Ya no los hacen así.
– Entonces, ¿por qué no funciona? -preguntó Gillian.
Ambos se movieron para mirarlo.
– Acabamos de llegar -afirmó Ralph, disgustado.
Se arrodilló, abrió una puertecita en la parte inferior del equipo, sacó una linterna de su caja de herramientas y revisó el interior. Al cabo de un momento se puso de pie.
– El problema no está aquí.
– ¿Y dónde está?
– Debe de haber un cortocircuito en alguna de las salidas, que inutilizó todo el sistema. ¿Cuántas aberturas hay en la casa?
– Una en cada habitación.
– Probablemente ése sea el problema, una sobrecarga de energía. Vamos a ver.
Los tres regresaron por el corredor. Al pasar por la sala, Al comentó:
– Qué hermosa mansión tiene el señor Pope.
El salón era una habitación lujosamente amueblada, con antigüedades valiosísimas. El suelo aparecía cubierto de alfombras persas de tonos suaves. A la izquierda de la sala se veía un amplio comedor, y a la derecha, un cuarto más pequeño, con una gran mesa de juego en el medio, y otra ya preparada para la cena a un lado. Los dos operarios entraron en el recinto, y Al iluminó con su linterna la salida del aire acondicionado, en la parte superior de la pared.
– Hmm -murmuró. Luego miró el techo, por encima de la mesa de juego-. ¿Qué hay arriba de este cuarto? -preguntó.
– El altillo.
– Vamos a revisarlo.
Los operarios subieron con André hasta el desván, una habitación larga, de techos bajos, sucia y llena de telarañas. Al se encaminó hacia una caja de electricidad empotrada en la pared, donde inspeccionó la maraña de cables.
– ¡Ah!
– ¿Encontró algo?
– Es un problema del condensador debido a la humedad. Esta semana tuvimos varios casos así. Tendremos que cambiar el repuesto.
– ¡Dios mío! ¿Y eso tardará mucho?
– No. Tenemos uno en el camión.
– Apresúrese, por favor -le suplicó André-. El señor Pope está a punto de regresar.
– Déjelo en nuestras manos.
De vuelta en la cocina, Gillian les confió:
– Tengo que terminar de preparar la comida. ¿Saben cómo regresar al altillo?
Al sonrió.
– No se preocupe, amigo. Siga con lo suyo; nosotros nos encargaremos de esto.
– Gracias, muchas gracias. -Los miró dirigirse al camión y regresar con dos grandes bolsas de lona-. Si necesitan algo, avísenme.
– Por supuesto…
Los técnicos subieron por la escalera, y André volvió a la cocina.
Cuando Ralph y Al llegaron al desván, abrieron las bolsas, sacaron un pequeño banquito plegable, un taladro de acero, una bandeja con bocadillos, dos latas de cerveza, un par de prismáticos «Zeiss» para percibir objetos distantes bajo una luz tenue, y dos hámsters vivos a los que se les había inyectado una sustancia química excitante.
– Ernestina estará orgullosa de mí -comentó Al, y se puso manos a la obra.
Al principio Al se había opuesto tenazmente a la idea. -Tienes que estar loca, mujer. No voy a meterme en líos con Perry Pope. Este tipo es de cuidado.
– No tienes que preocuparte por él. Jamás volverá a molestar a nadie.
Estaban desnudos, en la cama de agua del departamento de Ernestina.
– ¿En qué te beneficias con todo esto, querida?
– Ese hombre es un canalla.
– Nena, el mundo está lleno de canallas.
– De acuerdo. Lo hago por una amiga.