Tracy le caía bien a Al. Habían cenado los tres juntos el día en que salió de la prisión.
– Debo reconocer que es un encanto, pero ¿por qué tenemos que correr riesgos por ella?
– Porque si no la ayudamos nosotros, tendrá que buscarse a alguien que no será ni la mitad de bueno, y la van a triturar.
Al se incorporó en la cama y miró a su compañera con curiosidad.
– ¿Es muy importante esto para ti?
– Sí, querido.
Ernestina jamás podría hacérselo comprender, pero la verdad era, simplemente, que no soportaba la idea de que Tracy volviera a la cárcel y quedara a merced de la Gran Bertha. Tenía sus planes para con la sueca.
– Sí, para mí significa mucho, querido. ¿Lo harás?
– No puedo hacerlo solo.
Ernestina supo que lo había convencido. Comenzó a recorrer con pequeños mordiscos aquel cuerpo masculino.
– ¿Y Ralph? ¿No estaba a punto de salir en libertad en estos días? -murmuró.
A las seis y media los dos operarios aparecieron en la cocina de André, sucios de polvo y sudor.
– ¿Ya está arreglado? -preguntó, ansioso, el cocinero.
– Fue más difícil de lo que pensábamos -le respondió Al-. Tienen aquí un condensador de corriente alterna, que…
– No se moleste en explicármelo -lo interrumpió André, con impaciencia-. ¿Lo arreglan o no?
– Sí, ya está listo. Dentro de cinco minutos comenzará a funcionar de nuevo.
– ¡Formidable! Déjenme la factura sobre la mesa de la cocina…
Ralph meneó la cabeza.
– Por eso no se preocupe. La empresa se la enviará.
– Muchísimas gracias. Au 'voir.
André los observó marcharse por la puerta de atrás. Cuando Ralph y Al estuvieron fuera del campo visual del cocinero dieron la vuelta por el jardín y abrieron la caja protectora del condensador exterior del equipo de refrigeración. Ralph sostenía la linterna mientras Al volvía a conectar los cables que había aflojado horas antes. En el acto, el aire acondicionado comenzó a funcionar en el interior de la casa.
Al se fijó en el nombre de la Compañía en una tarjetita atada al condensador. Cuando, unos minutos más tarde, marcó ese número y le atendió la voz grabada de la «Compañía Eskimo», dijo:
– Hablo desde la residencia del señor Perry Pope, calle Charles 42. Quería avisarles de que el aparato ha vuelto a funcionar normalmente. No se molesten en enviar a un técnico. Buenas tardes.
La partida semanal de póquer de los viernes por la noche en casa de Perry Pope era un acontecimiento que todos los jugadores esperaban con ansiedad. Concurría siempre el mismo grupo selecto: Anthony Orsatti, Joe Romano, el juez Henry Lawrence, un concejal, un senador del Estado y, desde luego, el anfitrión. Las apuestas eran altas, la comida estupenda, y los concurrentes, representantes máximos del poder.
Perry Pope se hallaba en su dormitorio, vistiéndose. Tarareaba feliz, anticipándose a la velada que pasaría. Últimamente disfrutaba de una racha de suerte en aquellas partidas. De hecho, toda mi vida ha sido así, pensó.
Si alguien necesitaba algún favor legal en Nueva Orleáns, debía ir a ver a Pope. Su poder provenía de su conexión con la familia Orsatti. Era famoso por «arreglar» cualquier asunto, desde una multa por infracción de tráfico hasta una acusación por tráfico de drogas o una condena por violación. La vida le sonreía.
Anthony Orsatti trajo un invitado consigo.
– Joe Romano ya no jugará más con nosotros -anunció Orsatti-. Todos ustedes conocen al inspector Newhouse.
Los hombres se dieron la mano.
– Las bebidas están sobre el aparador, caballeros -dijo Pope-. Vamos a cenar más tarde. ¿Por qué no empezamos?
Se acomodaron en sus sillas habituales alrededor de la mesa con tapete verde. Orsatti señaló el lugar vacío de Romano y le dijo a Newhouse:
– De ahora en adelante, ése será su sitio, Mel.
Mientras uno de los hombres abría mazos nuevos de naipes, Pope comenzó a repartir las fichas, explicando su valor a Newhouse.
– Las negras valen cinco dólares; las rojas, diez; las azules, cincuenta, y las blancas, cien. Cada uno empieza comprando quinientos dólares.
– Me parece bien -convino el inspector.
Anthony Orsatti estaba de mal humor.
– Comencemos ya.
Su voz era un susurro gangoso, una mala señal.
Perry Pope habría dado cualquier cosa por averiguar qué le había pasado a Romano, pero sabía que no le convenía tocar el tema. Orsatti se lo comentaría cuando lo creyera oportuno.
Los pensamientos de Orsatti eran funestos. He sido como un padre para Joe. Confié en él, lo convertí en mi mano derecha, y el hijo de puta me ha clavado el puñal por la espalda. Si esa francesa loca no me hubiera llamado, quizá se habría salido con la suya. Bueno, ya no podrá hacerse el listo de nuevo. Ojalá disfrute la compañía de los peces allá abajo.
– Tony, ¿juegas o no?
Anthony Orsatti volvió a concentrarse en la partida. Había enormes sumas de dinero en juego en la mesa. Siempre le disgustaba perder, y eso no tenía nada que ver con el dinero. No soportaba ser derrotado en nada. Hacía un mes y medio que Perry Pope llevaba una racha de mil demonios, pero esa noche él se proponía cortársela.
La persona a la que le tocaba repartir elegía la variante de juego que más le convenía.
Orsatti perdió una y otra vez. Comenzó a aumentar sus apuestas con intención de resarcirse, pero a eso de la medianoche, cuando suspendieron la partida para comer, ya había perdido quince mil dólares y Perry Pope continuaba con su racha ganadora.
La cena estaba exquisita. Por lo general, Orsatti disfrutaba con la comida de medianoche, pero hoy estaba impaciente por volver a la mesa de juego.
– No comes nada, Tony -le comentó Perry Pope.
– No tengo hambre.
Tomó una cafetera de plata, se sirvió café en una taza de porcelana china y se sentó ante la mesa de póquer. Miraba comer a los otros con gesto impaciente. Sólo deseaba sobreponerse a su suerte. Cuando revolvió el café, una pequeña partícula blanca cayó del techo dentro de su taza. Disgustado, la sacó con la cucharita y la miró. Parecía ser un trozo de revoque. Miró entonces el techo y algo le golpeó la frente. De pronto oyó ruiditos arriba.
– ¿Qué diablos pasa en el altillo? -preguntó.
Perry Pope estaba contándole una anécdota al inspector Newhouse.
– Perdón. ¿Qué has dicho, Tony?
Los ruiditos eran ahora más perceptibles, y unos pedazos de yeso comenzaron a caer sobre el terciopelo verde de la mesa de juego.
– Me da la impresión de que tienes ratones -explicó el senador.
– Oh, nada de eso.
Pope se indignó.
– ¡Bueno, pues hay algo! -vociferó Orsatti.
– Le diré a André que lo compruebe. Si ya habéis terminado de comer, ¿por qué no reanudamos el juego?
Anthony Orsatti contemplaba el diminuto agujerito del techo, justo encima de su cabeza.
– Un momento. Echemos un vistazo ahí arriba.
– ¿Para qué, Tony? André puede…
Orsatti ya se había puesto de pie, encaminándose hacia la escalera. Los demás se miraron unos a otros, y se apresuraron a seguirlo.
– Probablemente se habrá metido una ardilla en el desván -sugirió el dueño de la casa- En esta época del año andan por todas partes.
Al llegar a la puerta del altillo, Orsatti la abrió y Pope encendió la luz. Dos hámsters blancos corrían como endemoniados por la habitación.
– ¡Dios mío! -exclamó Pope-. ¡Ratas!
Orsatti no lo escuchaba. En el centro del desván había una silla plegable, y sobre ella, un paquete de bocadillos y dos latas abiertas de cerveza. En el suelo, junto a la silla, un par de prismáticos.
Orsatti se acercó a los objetos, fue tomándolos uno a uno y examinándolos. Luego se arrodilló en el sucio suelo y corrió un diminuto cilindro de madera que disimulaba una mirilla recientemente perforada. Espió por allí y pudo ver nítidamente, abajo, la mesa de juego.