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– Sí.

– ¿A qué hora?

– A las dos. ¿Hay algún problema?

El gerente tomó la palabra.

– La señorita Marlowe regresó a las tres y comprobó que le faltaba un valioso anillo de brillantes.

Tracy se puso inmediatamente tensa.

– ¿Entró usted en el dormitorio, Tracy?

– Sí. Lo miré todo.

– Cuando estaba allí dentro, ¿vio alguna alhaja?

– No, creo que no.

El gerente hizo hincapié en las palabras de Tracy.

– ¿Cree o está segura?

– No estaba buscando alhajas sino fijándome en el estado de las camas y las toallas.

– La señorita Marlowe insiste en que el anillo se encontraba encima de la mesilla de noche al abandonar la habitación.

– No sé nada al respecto.

– Nadie más tiene acceso a ese cuarto. Las mujeres de la limpieza trabajan hace años con nosotros.

– Yo no lo robé.

El gerente lanzó un suspiro.

– Tendremos que llamar a la Policía para que investigue.

– Tuvo que haber sido otra persona -exclamó Tracy-. O a lo mejor, la señorita Marlowe lo dejó en otro sitio.

– Con sus antecedentes… -insinuó el gerente-. Tendré que pedirle que por favor aguarde en la oficina de seguridad hasta que llegue la Policía.

Tracy se ruborizó.

– Sí, señor.

Uno de los guardias de seguridad la acompañó hasta la oficina, y Tracy volvió a sentirse como cuando se hallaba en la prisión. Había leído historias de exconvictos a quienes se los perseguía por sus antecedentes, pero nunca se le había ocurrido que pudiera sucederle a ella.

Media hora más tarde, el gerente entró sonriendo en el despacho.

– Bueno, felizmente la señorita Marlowe encontró su anillo. Lo había puesto en otro lugar, después de todo. Sólo fue un pequeño error.

– Maravilloso -afirmó Tracy.

Salió de la oficina y se encaminó a la joyería de Conrad Morgan.

– Es ridículamente sencillo -decía Conrad Morgan-, Una clienta llamada Lois Bellamy ha salido de viaje a Europa. Su casa está situada en Seacliff, Long Island. Los fines de semana se marchan los sirvientes, de modo que no queda nadie ahí. Una patrulla privada de seguridad va a echar un vistazo cada cuatro horas, pero usted puede entrar y salir de la casa en unos minutos.

Estaban sentados en el despacho del joyero.

– Conozco el sistema de alarma y tengo la combinación de la caja fuerte. Lo único que tiene que hacer, querida, es entrar, tomar las alhajas y salir. Luego me las trae, yo las separo de su engarce, tallo nuevamente las piedras y las vuelvo a vender.

– Si es tan fácil, ¿por qué no lo hace usted mismo?

Los ojos azules de Morgan brillaban.

– Porque me iré de viaje de negocios. Cada vez que ocurre uno de estos pequeños «incidentes», me ausento de la ciudad por motivos de trabajo.

– Entiendo.

– Si tiene algún escrúpulo por robarle a la señora Bellamy, le advierto que se trata de una mujer horrible. Posee propiedades en todo el mundo. Además, cuenta con seguros por el doble del valor de las joyas. Naturalmente, fui yo quien hizo las tasaciones.

Tracy no apartaba los ojos de Conrad Morgan, mientras pensaba: Debo de estar loca. Estoy conversando tranquilamente con este hombre acerca de cómo llevar a cabo un robo de joyas.

– No quiero volver a prisión, señor Morgan.

– No hay peligro de que eso suceda. Jamás aprehendieron a ninguno de mis colaboradores, por lo menos mientras trabajaban para mí. ¿Y bien? ¿Qué me contesta?

– ¿Dijo usted veinticinco mil dólares?

– En efectivo, contra entrega.

Era una fortuna, le alcanzaría para mantenerse mientras resolvía qué hacer con su vida. Pensó en la sórdida y minúscula habitación donde vivía, en sus chillones vecinos, en las palabras de aquella mujer en «Sack's»: No quiero que me atienda una asesina-, en el gerente del hoteclass="underline" Tendremos que llamar a la Policía para que investigue.

– Yo sugeriría hacerlo este sábado por la noche -prosiguió Morgan-. El personal se retira al mediodía. Le conseguiré un permiso de conducir con nombre falso. Alquilará usted un coche aquí, en Manhattan, y partirá rumbo a Long Island, para llegar allí a las once de la noche. Retirará las alhajas, regresará a Nueva York y devolverá el coche. Sabe conducir, ¿no?

– Sí.

– Excelente. Hay un tren que sale hacia San Luis a las siete y media de la mañana. Le reservaré un compartimiento, y me encontraré con usted en la estación de San Luis. Allí me entregará las joyas y yo le daré sus veinticinco mil dólares.

En su boca todo sonaba terriblemente simple.

Ése era el momento de negarse a hacerlo, levantarse e irse. ¿Pero adónde?

– Necesitaré una peluca rubia -replicó Tracy lentamente.

Cuando Tracy se hubo marchado, Conrad Morgan permaneció sentado en su oficina pensando en ella. Era una hermosa mujer. Hermosísima. Qué pena. Tal vez hubiera debido advertirle que en realidad no conocía mucho ese sistema particular de alarma contra robos.

DIECISÉIS

Con los mil dólares que Conrad Morgan le había dado de adelanto, se compró dos pelucas, una rubia y otra negra, llena de minúsculas trencitas. Compró también un conjunto de chaqueta y pantalón azul marino, un mono negro y una maleta imitación «Gucci» que vendían por la calle. Todo iba saliendo bien. Tal como se lo prometió el joyero recibió un sobre con un carné de conducir a nombre de Ellen Branch, un diagrama del sistema de seguridad de la casa de los Bellamy, la combinación de la caja fuerte del dormitorio y un billete de tren para San Luis en compartimiento privado. Tracy guardó sus pocas pertenencias y se marchó. Jamás volveré a vivir en un sitio como éste, se prometió. Alquiló un coche y se dirigió hacia Long Island.

Lo que estaba haciendo poseía la irrealidad de un sueño, y esto la aterraba. ¿Y si la detenían? ¿Valía la pena correr el riesgo?

– Es ridículamente sencillo, había dicho Conrad Morgan.

Él no se metería en semejante asunto si no se sintiera seguro. Tiene que proteger su reputación. Yo también tengo la mía -pensó amargamente-, y es mala.

Tracy sabía lo que estaba haciendo: trataba de ofuscarse, de prepararse mentalmente para cometer un delito, pero no le dio resultado. Al llegar a Sea Cliff, era un manojo de nervios. En dos oportunidades estuvo a punto de chocar. A lo mejor la Policía me detiene por conducir con imprudencia -pensó esperanzada-. Así podré informarle al señor Morgan de que las cosas salieron mal.

Sin embargo, no había coche policial alguno a la vista. Nunca están cerca cuando uno los necesita, se dijo con disgusto.

Se dirigió hacia la bahía de Long Island, siguiendo las instrucciones de Morgan. La casa queda sobre la costa. Se llama «The Embers», y se trata de una mansión victoriana. Imposible dejar de localizarla.

Ojalá que no la encuentre, imploró mentalmente.

Pero ahí estaba, descollando en la penumbra como el castillo de algún ogro en un cuento de terror. Parecía desierta. Cómo se atreven los sirvientes a tomarse libre el fin de semana… Habría que despedirlos a todos.

Estacionó detrás de unos gigantescos sauces que ocultaban el coche, apagó el motor y oyó el sonido nocturno de los insectos. Ningún otro ruido alteraba el silencio. La casa quedaba fuera del camino principal, y no había tránsito a esa hora de la noche.

La finca está rodeada de árboles, querida, y no hay vecinos, de modo que no se preocupe. La patrulla de seguridad pasa a las diez, y luego a las dos de la madrugada. A esa hora usted ya se habrá marchado.

Tracy miró su reloj. Las once. La primera patrulla se había ido. Le quedaban tres horas hasta que llegara la siguiente, o tres segundos para dar media vuelta, regresar a Nueva York y olvidarse de esa locura. Pero, ¿qué futuro le aguardaba? Las imágenes pasaban raudamente por su memoria.