– ¿Se quedará mucho tiempo aquí, señorita Branch?
– Una o dos semanas más, hasta que regrese Lois.
– Si necesita algo, avíseme.
– Muchas gracias. Lo haré.
Tracy permaneció mirando el coche policial que se alejaba en la noche. Le temblaban las piernas. Cuando el auto desapareció de la vista, corrió a la planta alta, se quitó la crema facial que había encontrado en el baño, se sacó la gorra y el camisón de Lois Bellamy, volvió a ponerse su ropa y salió por la puerta principal, volviendo a conectar la alarma con sumo cuidado.
Sólo cuando estaba a mitad de camino rumbo a Manhattan tomó conciencia de su audacia. Soltó una risita que poco a poco se convirtió en una convulsiva carcajada, hasta que finalmente tuvo que detener el coche a un costado de la ruta. Se rió hasta que le corrieron lágrimas por las mejillas. Era la primera vez que se reía en un año, y la sensación le resultó maravillosa.
DIECISIETE
Hasta que el tren no salió de la estación de Pennsylvania, Tracy no logró serenarse. A cada instante esperaba sentir una pesada mano en su hombro, y una voz que le dijera: «Queda detenida.»
Había estudiado atentamente a los demás pasajeros a medida que iban subiendo al tren, pero no vio nada de alarmante en ellos. Así y todo, sentía un nudo en el estómago. Se decía mentalmente que era improbable que se hubiera descubierto el robo tan pronto y, aunque ya se supiese, no había nada que la relacionara a ella con el hecho. Conrad Morgan la esperaría en San Luis con veinticinco mil dólares. ¡Todo ese dinero para hacer lo que quisiera! Viajaré a Europa. A París. No, a París no. Charles y yo íbamos a ir allí de luna de miel. Mejor a Londres, donde no seré una delincuente. En cierto sentido, la experiencia que acababa de vivir la hacía sentirse distinta; era como si hubiese vuelto a nacer.
Cerró con llave la puerta del compartimiento, sacó la bolsita de gamuza y la abrió. Una cascada de resplandecientes colores cayó en su mano. Había tres grandes anillos de diamantes, un broche y un brazalete que hacían juego, tres pares de aros y dos collares, uno de éstos de rubíes, y el otro de perlas.
Aquí debe de haber más de un millón de dólares, se maravilló. Mientras el tren avanzaba por el campo, se recostó en el asiento y rememoró los sucesos de la noche. Tracy se permitió una sonrisita de satisfacción. Había algo sumamente estimulante en el hecho de estar al borde del peligro. Se sintió audaz e invencible.
Llamaron a la puerta de su compartimiento. Rápidamente guardó las joyas en su bolsita y ésta en la maleta. Sacó el billete de tren y abrió la puerta, esperando encontrarse con el revisor.
Había dos hombres de traje gris en el pasillo. El más joven era atractivo y atlético. Tenía mentón firme, un bigote fino, unos lentes con montura de carey. El mayor de los dos tenía pelo negro y era corpulento. Sus ojos eran castaños.
– ¿Qué desean?
El más viejo sacó una billetera y exhibió una tarjeta de identificación:
– FBI. Soy el agente especial Dennis Trevor, y mi compañero es el agente Thomas Bowers.
Tracy sintió la boca seca. Con gran esfuerzo esbozó una sonrisa.
– No… No entiendo. ¿Pasa algo?
– Me temo que sí, señorita -replicó el más joven, con un suave acento sureño-. Hace unos minutos este tren entró en Nueva Jersey. Con objetos robados, constituye un delito federal cruzar la frontera.
Tracy se sintió desvanecer.
– ¿Podría abrir su equipaje, por favor? -dijo el más viejo.
No fue una pregunta sino una orden.
Su única esperanza era intimidarlos.
– ¡Por supuesto que no! ¡Cómo se atreven a presentarse así en mi compartimiento! -Su voz sonaba más aguda por la indignación-. ¿No tienen otra cosa que hacer que andar molestando a ciudadanos inocentes? Voy a llamar al revisor.
– Ya hemos hablado con él.
La estratagema no le daba resultado.
– ¿Tienen… orden de allanamiento?
El más joven le contestó con amabilidad.
– No la necesitamos, señorita Whitney. La estamos deteniendo en el acto de comisión de un delito.
Sabían incluso su nombre. No había forma de escapar.
Trevor abrió su maleta. Inútil intentar detenerlo. Tracy lo observó sacar la bolsita de gamuza. El hombre la abrió, miró a su compañero e hizo un gesto de asentimiento. Tracy se desplomó sobre el asiento, incapaz de seguir en pie.
Mientras tanto había sacado una lista del bolsillo y cotejaba el contenido de la bolsita con su lista.
– Está todo, Tom.
– ¿Cómo…, cómo lo averiguaron?
– No tenemos permitido revelar información alguna. Queda usted detenida. Tiene derecho a permanecer en silencio, y a que un abogado esté presente antes de que haga su declaración. Cualquier cosa que diga ahora puede ser utilizada como prueba en su contra. ¿Comprende?
La respuesta de Tracy fue apenas un susurro.
– Sí.
– Lamento esta situación -le dijo Tom Bowers-. Quiero decir, teniendo en cuenta sus antecedentes, lo siento muchísimo.
– Tom -le espetó el compañero-, esto no es una visita social.
– Lo sé, pero de todas maneras…
El más viejo sacó unas esposas.
– Ponga las manos hacia adelante, por favor.
Tracy recordó cuando la esposaron en el aeropuerto de Nueva Orleáns y comenzó a temblar.
– Por favor, ¿es necesario que lo hagan?
– Sí, señorita.
El más joven se adelantó:
– ¿Puedo hablar un minuto a solas contigo, Dennis?
Trevor se encogió de hombros.
– Bueno.
Ambos salieron al pasillo. Tracy permaneció sentada, débil y aturdida. Alcanzaba a oír retazos de la conversación.
– Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No se va a escapar…
– ¿Cuándo dejarás de portarte como un boy scout? Cuando lleves tantos años como yo en el FBI…
– Vamos, no la atormentes. Demasiado avergonzada está ya…
– Eso no es nada en comparación con lo que le espera…
No pudo, ni quiso, escuchar el resto de la charla.
Al cabo de unos instantes los hombres regresaron al compartimiento. El más viejo parecía enojado.
– Está bien -dijo-. No le pondremos las esposas. La bajaremos en la próxima estación. Vamos a pedir por radio que envíen un coche policial. No deberá usted salir de este compartimiento de ninguna de las maneras, ¿entendido?
Tracy asintió, demasiado apesadumbrada para hablar.
Tom Bowers, el más joven, se encogió de hombros como diciéndole: Ojalá pudiera hacer algo más por usted.
Nadie podía hacer nada por ella. Ya era tarde. La habían sorprendido con las manos en la masa. De alguna manera la Policía le había seguido el rastro, informando luego al FBI.
Los agentes estaban en el pasillo, hablando con el revisor. Trevor señaló a Tracy y le dijo algo que ella no alcanzó a oír. El revisor asintió. Trevor cerró la puerta del compartimiento, y para Tracy, fue como si se hubiese cerrado la puerta de un calabozo.
Permaneció sentada, petrificada por el miedo. Sentía un zumbido en los oídos que nada tenía que ver con los ruidos del tren. No le darían una segunda oportunidad, le esperaba la condena máxima, y esta vez no habría hijas del director que rescatar, no habría nada salvo los interminables años de reclusión que la esperaban.
¿Cómo la habían pescado? La única persona que estaba al tanto del robo era Conrad Morgan, pero no tenía motivos para entregarla con las joyas al FBI. Probablemente algún empleado de la joyería se habría enterado del plan y avisado a la Policía. De todos modos, la forma en que había sucedido no importaba. La habían atrapado, y en la siguiente estación volverían a mandarla a la cárcel.
Cerró los ojos con fuerza, negándose a pensar más en el tema. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas.
El tren comenzó a perder velocidad. Tracy se sentía sofocada. En cualquier momento volverían los agentes del FBI para llevársela. Segundos más tarde el convoy se detuvo. Tracy cerró su maleta, se puso el abrigo y tomó asiento. Clavó la mirada en la puerta del compartimiento, esperando que se abriera. Los minutos pasaban, pero los hombres no llegaban. ¿Qué estarían haciendo?