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Oyó que el revisor gritaba:

– ¡Un minuto para partir!

Sintió pánico. A lo mejor tenían intención de esperarla en el andén. Si se quedaba en el tren, la acusarían de intentar huir, lo cual empeoraría las cosas. Manoteó en la cerradura, abrió la puerta del compartimiento y salió presurosa al pasillo.

El revisor llegaba en aquel momento.

– ¿Se baja aquí, señora? -le preguntó-. Apresúrese. Yo la ayudaré. Las mujeres en su estado no deben levantar cosas pesadas.

– ¿En mi estado?

– No tiene por qué avergonzarse. Sus hermanos me dijeron que está embarazada, y me encomendaron que la ayudara.

– ¿Mis hermanos…?

– Tipos simpáticos. Parecían muy preocupados por usted.

Tracy sintió que la estación le daba vueltas enloquecidas alrededor.

El guarda depositó la maleta en el andén y la ayudó a bajar, al tiempo que el tren se ponía en movimiento.

– ¿No sabe adónde fueron mis hermanos? -le preguntó Tracy desde el andén.

– No, señora. Subieron a un taxi en cuanto paró el tren.

Con alhajas por valor de un millón de dólares.

Tracy se dirigió al aeropuerto apresuradamente. Fue el único lugar que se le ocurrió. Si los hombres habían tomado un taxi, quería decir que no contaban con transporte propio, y seguramente querrían abandonar cuanto antes la ciudad. Se reclinó en el asiento el coche, indignada por lo que le habían hecho y por lo fácil que les había resultado embaucarla. Esos sujetos eran hábiles y convincentes. Se sonrojó al pensar con qué ingenuidad había caído en la trampa.

Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No se va a escapar…

¿Cuándo dejarás deportarte como un boy scout? Cuando lleves tantos años como yo en el FBI…

Estaba decidida a recuperar esas joyas. Le había costado demasiado obtenerlas como para que la despojaran esos farsantes. Tenía que llegar a tiempo al aeropuerto.

Se inclinó hacia adelante y le pidió al taxista que se apresurara.

Estaban parados en la cola que iba a subir al avión, frente a la puerta de embarque. No los reconoció de inmediato. Tom Bowers ya no usaba anteojos y se había desembarazado de su bigote. Dennis Trevor ya no lucía su espeso pelo negro, sino que era totalmente calvo, pero así y todo no había manera de confundirlos. No habían tenido tiempo de cambiarse la ropa. Estaban casi en la puerta de embarque cuando Tracy los alcanzó.

– ¡Olvidaron algo! -les gritó mientras se acercaba.

Los dos hombres la miraron azorados. El más joven frunció el ceño.

– ¿Qué está haciendo aquí? En la estación había un patrullero esperándola.

Ya no tenía acento sureño.

– Entonces, ¿por qué no volvemos a buscarlo? -sugirió ella.

– Imposible. Ya estamos asignados a otro caso -explicó Trevor-. Debemos tomar este avión.

– Primero devuélvanme las alhajas -exigió Tracy en un susurro.

– No podemos hacerlo -le explicó Bowers-. Es la prueba del delito.

– Quiero las joyas ahora mismo.

– Lo siento -dijo Trevor-. Tenemos prohibido desprendernos de estos artículos.

Habían llegado a la puerta. Trevor entregó su tarjeta de embarque al empleado. Desesperada, Tracy miró alrededor y vio a un policía aeronáutico que estaba cerca.

– ¡Policía! ¡Policía! -gritó.

Los dos hombres se miraron sorprendidos.

– ¿Qué diablos hace? -murmuró Trevor-. ¿Quiere que nos arresten a todos?

El agente se aproximaba.

– ¿Algún problema, señorita?

– No, nada serio -afirmó Tracy en tono jovial-. Estos dos corteses caballeros encontraron unas alhajas valiosas que yo había perdido, y me las querían devolver.

Los dos hombres intercambiaron una mirada nerviosa. Tracy continuó:

– Pero me sugirieron que quizás usted podría acompañarme a tomar un taxi.

– Cómo no. Con mucho gusto.

Tracy se dirigió a los dos individuos.

– Ahora no correré ningún peligro si me devuelven las alhajas. Este simpático policía me protegerá.

– Sería mucho mejor que nosotros… -dijo Trevor.

– No, no. Insisto en que me las den. Sé lo importante que es para ustedes tomar este avión.

Los dos hombres se miraron, dubitativos. Nada podían hacer.

Lentamente, Tom Bowers sacó la bolsita de gamuza de su bolsillo.

– ¡Eso es! -exclamó Tracy. Le quitó la bolsita de la mano, la abrió y espió en su interior-. Gracias a Dios está todo.

Tom Bowers hizo un último intento.

– ¿No quiere que se la cuidemos hasta…?

– No será necesario. -Tracy abrió su cartera, guardó las joyas, extrajo dos billetes de cinco dólares, y le entregó uno a cada uno.

– Un pequeño gesto de gratitud.

Los demás pasajeros habían traspuesto la puerta de embarque. El empleado anunció:

– Ésa fue la última llamada. Tendrán que subir ya, caballeros.

– Gracias una vez más -prosiguió Tracy, sonriente y feliz, mientras se alejaba acompañada por el agente de Policía-. Es tan raro encontrar personas honestas hoy en día…

DIECIOCHO

Thomas Bowers, llamado en realidad Jeff Stevens, contemplaba por la ventanilla cómo despegaba el avión. Se cubrió los ojos con un pañuelo, mientras sus hombros se sacudían convulsivamente.

Sentado a su lado, Dennis Trevor, cuyo verdadero nombre era Brandon Higgins, lo miró sorprendido.

– Es sólo una cuestión de dinero -le dijo-. No tienes por qué llorar.

Jeff Stevens se volvió hacia él con lágrimas en los ojos y para gran sorpresa de Higgins, éste notó que su amigo tenía un ataque de risa.

– ¿Qué diablos te pasa? Tampoco es para reírse.

Para Jeff, sí lo era. La forma en que Tracy Whitney se había burlado de ellos en el aeropuerto era la estratagema más ingeniosa que jamás hubiese visto. Conrad Morgan les había anticipado que la mujer era una aficionada. Dios mío -pensó Jeff-, menos mal que no se trataba de una profesional. Tracy Whitney era, además, la mujer más hermosa que había conocido. Jeff se enorgullecía de sus recursos como estafador, pero ella lo había superado. El tío Willie hubiera estado encantado con ella, pensó.

Fue el tío Willie quien educó a Jeff. La madre de Jeff era heredera de una fortuna basada en una empresa de maquinarias agrícolas. Pero se casó con un tipo ambicioso y cabeza hueca. Jeff consideraba a su padre un seductor irremediable que persuadía a todo el mundo con su locuacidad, pero en cinco años de matrimonio se las ingenió para dilapidar la herencia de su mujer. Los recuerdos más tempranos de Jeff eran de sus padres discutiendo por dinero o por las amantes de su papá. Fue un matrimonio infeliz, y el niño decidió desde su infancia que jamás se casaría.

El tío Willie era dueño de una pequeña feria ambulante de atracciones y, cada vez que pasaba cerca de la casa de los Stevens, iba a visitarlos. Era un hombre alegre, optimista y totalmente astuto. Siempre le llevaba al niño regalos originales, y le enseñó también a realizar maravillosos trucos de magia. El tío Willie había comenzado como mago de una feria, y de vez en cuando volvía a su antiguo empleo cuando la feria se dispersaba.

Cuando Jeff tenía catorce años, su madre murió en un accidente automovilístico. Dos meses más tarde, su padre se casó con una camarera de diecinueve años. «No es bueno que el hombre viva solo», le explicó el padre, pero el niño no quiso entender razones. Su padre consiguió un trabajo de vendedor, y salía de viaje tres días por semana. Una noche en que el muchacho estaba solo en casa con su madrastra, se despertó al oír que se abría la puerta de su dormitorio. Segundos más tarde sintió un cuerpo tibio junto al suyo, y se incorporó asustado.