– Abrázame, Jeffie -le susurró la madrastra-. Tengo miedo de los truenos.
– Pero…, si no hay truenos -tartamudeó Jeff.
– Pero podría haberlos. El diario anunciaba lluvia. -La joven apretó su cuerpo contra Jeff-. Hazme el amor, querido.
Jeff se levantó aterrado.
– ¿Podemos hacerlo en la cama de papá?
– De acuerdo. -Y ella rió-. Eres travieso, ¿eh?
– Voy en seguida para allá.
La mujer se dirigió al otro dormitorio. Jeff nunca se vistió tan rápido en su vida. Saltó por la ventana y emprendió el viaje rumbo a Kansas, donde estaba la feria del tío Willie. Jamás volvió la mirada atrás.
Cuando el tío le preguntó por qué había huido de casa, lo único que atinó a responder fue:
– No me llevo bien con mi madrastra.
Willie llamó por teléfono a su hermano y, luego de una larga conversación, se decidió que el joven se quedaría en la feria.
La feria era un mundo apasionante.
– No hacemos un espectáculo demasiado honesto -le explicó el tío Willie a Jeff-. Somos artistas pero tramposos. Recuerda, hijo, que no se puede engañar a ninguna persona a menos que sea codiciosa. Es imposible estafar a un hombre honrado.
Los feriantes se convirtieron en amigos de Jeff. Estaban los que tenían las concesiones, los que organizaban atracciones como la de la mujer gorda y la dama tatuada y los encargados de los juegos.
Varias señoritas se sintieron atraídas por Jeff. Éste había heredado la sensibilidad de su madre y la agradable fisonomía de su padre, y las chicas competían por su virginidad. La primera experiencia sexual del joven fue con una bella contorsionista. Las demás debieron conformarse.
El tío Willie enseñó a Jeff diversos trucos de la feria.
– Algún día esto será tuyo, y la única forma de conservarlo será que lo conozcas más que ningún otro.
Jeff los consideraba un poco tontos pero daban resultado. Comenzó con el truco de los seis gatos, donde el público pagaba para arrojar pelotas con la intención de derribar seis gatos de fieltro montados sobre una base de madera, que caían en una red. El encargado de ese puesto demostraba lo sencillo que era derribarlos, pero cuando el cliente lo intentaba, un ayudante escondido detrás del telón utilizaba una vara oculta para mantener firme la base de los animales. Ni el mejor de los tiradores podía derribar los gatos.
– Eh, no tan bajo -decía el operador-. Lo que tiene que hacer es apuntar al centro.
«Apuntar al centro» era la frase clave. Cuando el encargado la pronunciaba, el ayudante oculto retiraba la vara, de modo que se pudiera derribar un gato. «¿Ve lo que le digo?» era la siguiente señal para volver a colocar la vara. Siempre había algún tonto que quería fanfarronear ante su novia con su buena puntería.
Jeff pasó luego a ocuparse de los puestos de los números; había una serie de ganchos con diferentes valores, puestos en hilera. El cliente pagaba para arrojar aros de goma y meterlos en los ganchos hasta sumar veintinueve puntos. Si acertaba, se ganaba un juguete caro. Pero los ingenuos no notaban que la combinación de números era tal que casi nunca podían sumar veintinueve.
Un día el tío Willie le dijo a Jeff:
– Lo haces muy bien; estoy orgulloso de ti. Ya estás preparado para que te traslade al juego de destreza.
Los encargados de este entretenimiento eran los que ganaban más, y los demás feriantes los miraban con respeto por el riesgo que asumían y la destreza que mostraban.
El juego consistía en un disco plano de vidrio con una flecha nivelada en el centro. Cada sector del disco llevaba un número, y cuando el cliente hacía girar la rueda y se detenía en cierto número, éste era eliminado. El cliente pagaba luego para dar otra vuelta al disco y eliminar así otro espacio. El encargado explicaba que, cuando todos los espacios estuviesen descartados, la persona obtendría una fuerte suma de dinero. Cuando el cliente estaba ya por anular todos los espacios, el encargado lanzaba una miradita nerviosa en torno y susurraba: «Le propongo algo; si apuesta unos dólares más y ganamos, podría darme una pequeña comisión.» Le entregaba luego con disimulo unos cuantos dólares y el incauto apostador se sentía como si tuviera un aliado. A medida que se iban reduciendo los espacios y aumentaban las posibilidades de ganar, crecía la excitación. Pero nadie se detenía a pensar que la suma acumulada por cada giro del disco siempre sumaba más que la apuesta.
Uno de los juegos más rentables de la feria era el del ratón. Se colocaba un ratón vivo en medio de una mesa, debajo de una campana de vidrio. En el perímetro de la mesa había diez orificios adonde el animal podía correr a refugiarse cuando le levantaban la campana.
La persona que elegía el agujero donde se escondía el ratón, ganaba un premio.
– ¿Cuál es la trampa de este juego? -le preguntó Jeff al tío-. ¿Usas ratones amaestrados?
El tío Willie prorrumpió en sonoras carcajadas.
– ¿Quién diablos tiene tiempo para ponerse a adiestrar ratones? No, no. Es muy fácil. El operador ve qué número tiene la menor cantidad de apuestas, se coloca un poquito de vinagre en el dedo y toca el borde del agujero correspondiente. El bicho enfilará directamente hacia allí, atraído por el olor.
Karen, una bailarina de la danza del vientre, le explicó a Jeff el juego de la llave.
– El sábado por la noche -le dijo-, después de que hayas terminado tu horario, te acercas a algunos de los clientes que llevan mi número, uno cada vez, y les vendes la llave de mi trailer.
Las llaves costaban veinte dólares. A eso de la medianoche, una decena o más de hombres se paseaban cerca de su remolque. A esa hora, Karen se encontraba en un hotel del pueblo pasando la noche con Jeff. Cuando los ingenuos volvían al día siguiente a protestar, la feria ya se había marchado.
Durante los cuatro años siguientes, Jeff aprendió mucho sobre la naturaleza humana, sobre lo fácil que es despertar la codicia en la gente incauta, capaz de creerse historias inverosímiles sólo por avidez. Paralelamente se fue haciendo increíblemente buen mozo. Hasta la mujer menos observadora, en seguida reparaba con admiración en sus ojos grises, su esbelto cuerpo y su rizado pelo oscuro. Los hombres y los niños adoraban su ingenio y buen humor. Las clientas flirteaban descaradamente con él, pero el tío Willie le advertía:
– Nunca te metas con una del pueblo, hijo. El padre de ella siempre resultará ser el comisario.
El tío Willie había contratado un nuevo espectáculo; un siciliano lanzador de cuchillos, el Gran Zorbini, y su bella esposa rubia. Mientras el Gran Zorbini se hallaba en la feria preparando su función, la mujer invitó a Jeff al hotel del pueblo donde se alojaban.
– Zorbini va a estar ocupado todo el día, y pensé que podríamos divertirnos un poco -le dijo-. Sube a mi cuarto dentro de una hora.
– ¿Por qué esperar tanto? -preguntó Jeff.
Sonriendo, ella respondió:
– Porque eso es lo que tardaré en prepararlo todo.
Jeff aguardó con curiosidad. Cuando finalmente llegó al hotel, la mujer lo recibió totalmente desnuda. Intentó tocarla, pero ella le retiró la mano.
– Ven aquí -le indicó.
Jeff entró en el cuarto de baño y contempló la escena con incredulidad. La rubia había llenado la bañera con gelatina de seis sabores distintos, mezclada con agua tibia.
– ¿Qué es eso?
– Desvístete, querido.
Jeff así lo hizo.
– Ahora métete dentro.
Jeff se introdujo en la bañera y experimentó la sensación más increíble y desconocida. La resbalosa gelatina parecía llenar hasta el último resquicio de su cuerpo. La rubia entró también.
– Y ahora, a disfrutar del banquete.