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Se casaron en Tahití tres días después.

Al regresar a Nueva York, Jeff fue llamado al estudio de Scott Fogarty, el abogado de Louise. Era un hombrecito frío y taciturno.

– Tengo aquí un papel para que lo firme -anunció el profesional.

– ¿Qué clase de papel?

– Es una escritura de cesión donde, simplemente, consta que, en caso de disolución de su matrimonio con Louise Hollander…

– Louise Stevens.

– Louise Stevens…, no recibirá usted beneficios económicos de…

Jeff sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula.

– ¿Dónde tengo que firmar?

– ¿No quiere que termine de leer?

– No. Me parece que usted no me entiende. Yo no me casé con ella por su maldita fortuna.

– ¡Señor Stevens!

– ¿Quiere que firme o no?

El abogado le colocó el documento ante los ojos. Jeff firmó y salió precipitadamente de la oficina. La limusina de Louise, y su chófer, lo aguardaban en la calle. Cuando subía al auto se sonrió. ¿Por qué diablos me siento tan mal? Toda mi vida he sido un artista del fraude, y la primera vez que me comporto con rectitud y alguien desconfía de mí, reacciono como un cuáquero.

Louise lo llevó al mejor sastre de la ciudad.

– El nuevo vestuario te quedará estupendo.

Así fue. Antes de cumplir dos meses de casados, cinco de las mejores amigas de ella trataron de seducirlo, pero Jeff no les prestó atención. Se había propuesto triunfar en su matrimonio.

Budge Hollander, el hermano de Louise, lo recomendó como socio del exclusivo «Pilgrim Club» de Nueva York, y fue aceptado. Budge era un hombre fornido, de mediana edad, dueño de una empresa naviera, una plantación platanera, infinidad de tierras y un frigorífico y no disimulaba el desprecio que sentía por su cuñado.

– Sinceramente no tienes clase, muchacho, pero en la medida en que le resultes divertido a Louise, no causaré problemas. Quiero mucho a mi hermana.

Jeff debió hacer un esfuerzo para dominarse. No estoy casado con este imbécil sino con Louise, pensó.

Los demás miembros del club le resultaron igualmente insoportables. Almorzaban juntos diariamente, y le imploraban a Jeff que les relatara historias sobre sus «épocas de feriante». Con toda perversidad, Jeff les explicaba unos cuentos cada vez más descabellados.

Louise y Jeff vivían en una casa de veinte habitaciones, llena de sirvientes, en el sector más elegante de Manhattan. Louise poseía propiedades en Long Island y las Bahamas, una finca en Cerdeña y un enorme departamento en la avenida Foch, de París. Aparte del yate, tenía también un «Maserati», un «Rolls Royce» y un «Lamborghini». Es fantástico -pensaba Jeff-. Es maravilloso. Es aburrido, también -pensaba-. Y denigrante.

Una mañana, se levantó de su cama con dosel, del siglo xviii, se puso una bata y salió a buscar a Louise, que estaba desayunando.

– Tengo que conseguir un trabajo -le dijo.

– Por Dios, querido, ¿para qué? No te hace falta dinero, ¿verdad?

– No tiene nada que ver con el dinero. No esperarás que me pase la vida como un perrito pequinés a tu lado…

Louise lo pensó un instante.

– Está bien, ángel. Hablaré con Budge. Él es dueño de una agencia de Bolsa. ¿Te gustaría ser corredor?

– Lo que quiero es ponerme en actividad.

Empezó a trabajar con Budge. Nunca había tenido un empleo con horario fijo, y pensó que le encantaría.

Por el contrario, le resultó horrible, pero no lo dejó porque quería llevarle un cheque de sueldo a su mujer.

– ¿Cuándo tendremos un hijo? -le preguntó un domingo, después del desayuno.

– Pronto, querido. Lo estoy tratando.

– Vamos a la cama entonces, a intentarlo otra vez.

Jeff estaba sentado en la mesa del «Pilgrim Club» reservada para su cuñado y otros jerarcas de la industria.

– Acabamos de publicar el informe anual del frigorífico, muchachos -anunció Budge-. Las ganancias subieron en un cuarenta por ciento.

– ¿Qué tiene eso de raro? -replicó, riendo, otro de los hombres de la mesa-. ¡Si sobornaste a todos los inspectores! -Se volvió hacia sus amigos-. El viejo Budge compra carne de mala calidad, le pone sello de la mejor, la vende y se alza con una fortuna.

Jeff estaba espantado.

– Pero, por Dios, la gente come esa carne, se la da a los niños. No lo dice en serio, ¿verdad, Budge?

– ¡Miren quién se hace el moralista! -exclamó su cuñado.

Durante los tres meses siguientes, Jeff llegó a conocer muy bien a sus compañeros de almuerzos. Ed Zeller había pagado un millón de dólares en sobornos para construir una fábrica en Libia. Mike Quincy, director de un consorcio de empresas, era un delincuente que compraba Compañías y les pasaba legalmente el dato a sus amigos respecto de cuándo convenía adquirir o vender acciones. Alan Thompson, el más rico de todos, se jactaba de la política adoptada por su empresa. «Antes de que cambiaran esa ley maldita, solíamos despedir a los empleados más antiguos un año antes de que les correspondiera la jubilación. Así nos ahorrábamos una fortuna.»

Todos defraudaban en los impuestos, se cubrían con seguros ilícitos, falsificaban cuentas de gastos e incluían a sus amantes en las desgravaciones, haciéndolas figurar como secretarias o colaboradoras.

No son más que feriantes bien vestidos, pensaba Jeff.

Sus esposas no eran mejores. Se echaban encima de cuanto hombre se les pusiera al alcance, y poco les importaban sus maridos. El viejo juego de la llave, pensaba Jeff.

Cuando intentó comentarle a Louise sus impresiones, ella se rió.

– No seas ingenuo, Jeff. Supongo que disfrutas con tu nueva vida, ¿verdad?

En verdad, no lo hacía. Se había casado con Louise porque creyó que ella lo necesitaba. Tenía la sensación de que los hijos cambiarían todo.

– Tengamos paciencia, ángel mío. Fui al médico y me dijo que no tengo ningún problema. ¿Por qué no te haces tú un control?

Jeff así lo hizo.

– Puede usted concebir niños saludables -le aseguró el médico.

Un funesto lunes, el mundo de Jeff se desmoronó. Todo comenzó por la mañana, cuando abrió el botiquín de Louise para buscar una aspirina y encontró varias cajas de píldoras anticonceptivas. Una de las cajitas estaba casi vacía. Colocado inocentemente a un costado, había un frasquito de polvo blanco y una pequeña cuchara dorada. Y eso fue sólo el comienzo del día.

A la hora de almorzar, estaba sentado en un sillón del «Pilgrim Club» esperando que llegara Budge, cuando acertó a escuchar la conversación de dos hombres a espaldas de él.

– Louise jura que el pito de su nuevo amiguito mide más de treinta centímetros.

Risitas sofocadas.

– Bueno, siempre le gustaron grandes.

Están hablando de otra Louise, pensó.

– Por eso se casaría en realidad con ese feriante. Pero eso sí, cuenta de él unas historias apasionantes. No creerás lo que el tipo hizo el otro día…

Jeff se levantó y salió ciego del club.

Estaba contrariado. ¿Con cuántos hombres se habría estado acostando Louise ese año? Y todo el tiempo, los demás se habían reído de él. Budge, Ed Zeller, Mike Quincy, Alan Thompson y sus mujeres se habían divertido con el nuevo juguete de Louise. Su primera reacción fue hacer la maleta y marcharse, pero eso no sería suficiente. No tenía la menor intención de permitir que aquellos hijos de puta lo olvidaran tan rápidamente.

Aquella tarde, al llegar a su casa, no encontró a Louise.

– La señora salió esta mañana -le informó Pickens, el mayordomo-. Creo que tenía varios compromisos.

No me cabe duda. Un compromiso con un pito de treinta centímetros.