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– ¡Escribe, maldita sea!

Budge le puso el bolígrafo en la mano.

Sin muchas ganas, Jeff comenzó a escribir: «Por este medio cedo todos mis derechos y títulos relativos a un ordenador matemático denominado "OCABA", a los compradores, Donald Hollander, Edward Zeller, Alan Thompson y Michael Quincy, recibiendo un anticipo de pago de doscientos cincuenta mil dólares a la firma de este documento. El ordenador "OCABA" ha sido puesto a prueba en numerosas oportunidades, es barato y su consumo de energía es menor que el de cualquier aparato similar que se encuentre en el mercado. "OCABA" no necesitará de un servicio de mantenimiento ni de repuesto alguno durante un período mínimo de diez años». Todos leían el papel por encima del hombro de Jeff.

– ¡Diez años! ¡Fantástico! -exclamó Ed Zeller-. ¡Ningún ordenador de los conocidos puede ofrecer esa garantía!

Jeff continuó:

– «Los adquirentes comprenden que ni el profesor Vernon Ackerman, ni yo mismo, hemos patentado el "OCABA"…»

– De eso nos ocuparemos nosotros -lo interrumpió, impaciente, Alan Thompson- Tengo un abogado excelente para el tema de patentes y marcas.

Jeff siguió escribiendo: «He explicado a los compradores que "OCABA" puede no tener valor de tipo alguno, y que ni el profesor Ackerman ni yo podemos ofrecer garantía alguna por "OCABA", salvo lo que se ha consignado anteriormente.» Firmó y les tendió el papel.

– ¿Les parece bien? -preguntó.

– ¿Estás seguro acerca de los diez años? -quiso saber Budge.

– Desde luego. Haré una copia de esto.

Todos lo observaron cuando se dispuso a transcribir una copia del documento.

Budge le arrebató luego el papel de la mano, lo firmó, y lo mismo hicieron de inmediato sus amigos.

– Una copia para nosotros y otra para ti. El viejo Jarrett y Charlie Barlett se morderán los codos de envidia, ¿verdad, muchachos? No veo la hora de que se enteren.

A la mañana siguiente, Budge le entregó a Jeff un cheque certificado por doscientos cincuenta mil dólares.

– ¿Dónde está el ordenador?

– Se lo enviaré al mediodía aquí, al club. Me pareció mejor que estuviésemos todos juntos en el momento de recibirlo.

Budge le dio una palmada en el hombro.

– ¿Sabes, Jeff? Eres un tipo inteligente. Nos vemos a la hora del almuerzo.

A las doce en punto apareció en el comedor del «Pilgrim Club» un mensajero que portaba una caja. Lo condujeron hasta la mesa de Budge, donde éste se hallaba sentado junto con Zeller, Thompson y Quincy.

– ¡Aquí está! -anunció Budge.

– ¿Esperamos a Jeff? -preguntó Thompson.

– A la mierda con él. La máquina es nuestra.

Arrancó el envoltorio del paquete y el acolchado de paja. Con sumo cuidado, casi con reverencia, Budge retiró el objeto que descansaba dentro de la caja. Sus amigos lo observaban atentamente. Se trataba de un marco cuadrado, de unos treinta centímetros de diámetro, con una serie de alambres de hierro con varias hileras de cuentas. Se produjo un largo silencio.

– ¿Qué es eso? -preguntó finalmente Quincy.

Fue Alan Thompson quien respondió:

– Es un ábaco, esas cosas que usan los orientales para contar. -De pronto le cambió la expresión del rostro-. ¡"OCABA" es ábaco al revés! -Se volvió hacia Budge-. ¿Será algún chiste?

– Bajo consumo de energía… ¡Llame al maldito banco, Budge! -gritó Zeller.

Corrieron todos al teléfono.

– ¿Su cheque certificado? -dijo el jefe de contables-. No se preocupe. El señor Stevens lo cobró esta mañana.

Pickens, el mayordomo, lo sentía mucho, pero lamentablemente el señor Stevens había hecho la maleta y se había ido sin decir adonde.

– Mencionó algo acerca de un largo viaje.

Frenético, Budge logró finalmente dar con el profesor Ackerman aquella tarde.

– Sí, sí. Conozco a Jeff Stevens; es un hombre encantador. ¿Dice usted que es su cuñado?

– Profesor, ¿de qué hablaron Jeff y usted?

– Supongo que no es ningún secreto. Jeff está ansioso por escribir un libro acerca de mí. Me convenció de que el mundo quiere conocer al hombre que hay detrás del científico…

Seymour Jarrett se mostró reticente para dar información.

– ¿Para qué quiere saber lo que conversé con el señor Stevens? ¿Usted también es coleccionista?

– Yo…

– De nada le valdrá andar fisgoneando. Existe sólo un sello de ésos, y el señor Stevens ha acordado vendérmelo apenas lo adquiera.

Luego colgó de mala manera el receptor.

Budge presentía ya lo que le iba a responder Charlie Barlett.

– ¿Jeff Stevens? Se enteró de que yo coleccionaba autos antiguos, y me pasó el dato de un «Packard» modelo 37, de cuatro puertas, descapotable, en óptimas condiciones…

Esta vez fue Budge el que colgó con rabia.

– No se preocupen -les dijo a sus socios-. Vamos a recuperar el dinero y a poner entre rejas a ese hijo de puta durante el resto de su vida. Existen leyes contra el fraude.

La siguiente visita que realizó el grupo fue al gabinete jurídico de Scott Fogarty.

– Nos estafó en doscientos cincuenta mil dólares -le informó Budge al abogado-. Quiero hacerlo meter preso de por vida, conseguir una orden de…

– ¿Tiene usted el contrato, Budge?

– Sí, aquí lo tengo. -Le entregó a Fogarty el papel escrito por Jeff.

El letrado le echó un vistazo rápido, y luego lo leyó con mayor detenimiento.

– ¿Falsificó él sus nombres en este documento? -preguntó luego.

– No, no -respondió Quincy- Nosotros lo firmamos.

– ¿Leyeron primero el texto?

– Por supuesto -repuso, enojado, Zeller-. ¿Acaso se cree que somos estúpidos?

– Eso queda a su criterio, caballeros. Firmaron un contrato donde consta que se les advirtió que se les vendía por doscientos cincuenta mil dólares una máquina que no había sido patentada y que podía no tener valor alguno. Utilizando la terminología jurídica de un viejo profesor mío, les diré que la han cagado de lo lindo.

Jeff obtuvo el divorcio en Reno. Cuando estaba fijando su residencia allí se topó con Conrad Morgan. En una época el tío Willie había trabajado para él.

– ¿No querrías hacerme un pequeño favor, Jeff? -le pidió Morgan- Hay una chica joven llamada Tracy Whitney, que viaja en tren de Nueva York a San Luis con unas alhajas…

Al regresar a Nueva York, lo primero que hizo Tracy fue dirigirse a la joyería de Conrad Morgan. El dueño de la joyería la hizo pasar a su despacho y cerró la puerta. Se restregó luego las manos y dijo:

– Ya me estaba preocupando, querida. La esperé en San Luis y…

– Usted no estaba en San Luis.

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

Los ojos azules de Morgan se volvieron opacos.

– Digo que no fue a esa ciudad, que nunca tuvo intenciones de reunirse allí conmigo.

– ¡Por supuesto que sí! Usted tenía las alhajas y…

– Envió a dos hombres para que me las quitaran.

Había una expresión de asombro en el rostro de Morgan.

– No comprendo.

– No tiene que disimular, Morgan… Descubrí la trampa. Usted se encargó de comprarme el billete de tren, de modo que era la única persona que conocía el número de mi compartimiento. Utilicé un nombre falso y un disfraz, pero sus secuaces sabían mi nombre verdadero y estaban al tanto de todos mis pasos.

Había una expresión de sorpresa en el rostro angelical del joyero.

– ¿Está tratando de decirme que unos hombres le robaron las alhajas?

Tracy se permitió una sonrisa.

– Lo que trato de decirle es que no lo lograron.

Esta vez, la cara de sorpresa fue reveladora.

– ¿Tiene usted las joyas?

– Por supuesto. El trato era entregárselas a usted.

Morgan la escrutó un instante.

– Con permiso -dijo.