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Tracy estaba indecisa, pero acabó aceptando.

– Sí, gracias.

– ¿Qué desea beber?

– Un vodka con agua tónica, por favor.

Negulesco transmitió el pedido al encargado del bar, y se volvió hacia Tracy.

– Soy Piotr Negulesco.

– Lo sé.

– Claro, todo el mundo me conoce porque soy el mejor jugador de ajedrez del mundo. En mi país me consideran un héroe nacional. -Se inclinó sobre ella y le puso una mano sobre la rodilla-. También soy fantástico en la cama.

Tracy pensó que no le había entendido bien.

– ¿Qué?

– Que soy fantástico en la cama.

Su primera reacción fue arrojarle la bebida en la cara, pero se dominó. Se le había ocurrido una idea mejor.

– Discúlpeme -dijo-. Tengo que encontrarme con un amigo.

Fue en busca de Jeff Stevens al «Salón Princesa». Cuando iba rumbo a su mesa, advirtió que Jeff estaba cenando con una preciosa rubia de figura imponente, que lucía un vestido de noche que parecía pintado sobre su cuerpo. Tenía que haberlo imaginado, se dijo. Giró sobre sus talones y se fue. Un segundo más tarde Jeff la alcanzaba.

– Tracy…, ¿quería verme? -preguntó, agitado.

– No quise estropearle la cita.

– Esas mujeres saben esperar -dijo él, con tono intrascendente-. ¿En qué puedo servirla?

– ¿Hablaba en serio cuando me propuso lo de Melnikov y Negulesco?

– Absolutamente. ¿Por qué?

– Creo que a esos dos sujetos les hace falta una lección de buenos modales.

– Lo mismo digo. Y de paso podremos ganar un poco de dinero.

– ¿Cuál es su plan?

– Usted les ganará a ambos una partida de ajedrez.

– Hablo en serio.

– También yo.

– Ya le dije que no sé jugar al ajedrez. No distingo un peón del rey.

– No se preocupe. Le daré un par de clases y los exterminará a ambos.

– ¿A ambos?

– Oh, ¿no se lo había dicho? Va usted a jugar con los dos al mismo tiempo.

Jeff estaba sentado junto a Boris Melnikov en el bar.

– Le digo que juega fantásticamente al ajedrez. Viaja de incógnito.

El ruso lanzó un gruñido.

– Las mujeres no entienden nada de ajedrez. No saben pensar.

– Ella dice que puede vencerlo a usted fácilmente.

Boris Melnikov soltó una carcajada.

– Nadie me gana a mí.

– Está dispuesta a apostar diez mil dólares en una partida simultánea. Contra usted y contra Negulesco, y terminar en tablas al menos con uno de los dos.

Melnikov casi se atraganta con su bebida.

– ¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¿Enfrentarnos en una simultánea? ¿Esa aficionada:?

– En efecto. Apostándole diez mil dólares a cada uno.

– Aceptaría sólo para darle una lección.

– Si usted gana, el dinero le será depositado en el país que prefiera. Una expresión de codicia cruzó por el rostro del ruso.

– Jamás oí mencionar siquiera a esa persona. ¡Y se atreve a medirse con los dos! Debe de estar loca.

– Tiene los veinte mil dólares en efectivo.

– ¿De qué nacionalidad es?

– Norteamericana.

– Eso lo explica todo.

Jeff hizo ademán de ponerse en pie, ofendido.

– Bueno, supongo que tendrá que conformarse con Negulesco -dijo.

– ¿Negulesco va a jugar con ella?

– Sí. ¿No se lo dije? Desea jugar con los dos. Pero si tiene miedo…

– ¡Boris Melnikov jamás teme nada! -Su voz se volvió estentórea-. La destruiré. ¿Cuándo se realizará esta ridícula partida?

– Ella sugirió el viernes, la última noche a bordo.

Boris Melnikov le miró fijamente.

– ¿Dos partidas de tres?

– No. Una partida, nada más.

– ¿Por diez mil dólares?

– Correcto.

El ruso suspiró.

– No tengo aquí tanto dinero en efectivo.

– No se preocupe. Lo único que persigue la señorita Whitney es el honor de haber vencido al gran Boris Melnikov. Si usted pierde, le entregará a ella una fotografía suya, autografiada. Si gana, recibirá los diez mil dólares.

– ¿Quién guardará las apuestas?

Había un dejo de sospecha en su voz.

– El comisario de a bordo.

– De acuerdo. El viernes por la noche. Comenzaremos a las diez en punto.

– Excelente -dijo Jeff.

A la mañana siguiente, Jeff conversó con Piotr Negulesco en el gimnasio.

– ¿Norteamericana? -exclamó Negulesco-. Debí habérmelo imaginado.

– Es una gran ajedrecista.

Negulesco hizo un gesto de desdén.

– No basta con eso para enfrentarse a Negulesco.

– Ésa es la razón de que esté tan ansiosa por jugar contra usted. Si le gana, sólo pretende una foto suya autografiada. Pero si el que gana es usted, tendrá diez mil dólares en efectivo…

– Negulesco no se enfrenta con aficionados.

– … depositados en el país que usted designe.

– Totalmente fuera de discusión.

– Está bien… En ese caso, deberá medirse sólo con Melnikov.

– ¿Qué? ¿Melnikov ha aceptado?

– Por supuesto, pero el deseo de ella era medirse con los dos al mismo tiempo.

– Jamás oí nada tan… -No encontró la palabra-. ¡Qué descaro! ¿Quién es ella para suponer que puede vencer a los dos más excelsos maestros del mundo?

– Es un poco excéntrica -confesó Jeff-, pero cuenta con ese dinero en efectivo.

– ¿Dijo usted diez mil dólares?

– Así es.

– ¿Y Melnikov recibirá la misma suma?

– Si la derrota…

Negulesco esbozó una sonrisita.

– Claro que le ganará. Y yo también.

– Entre nosotros, a mí no me sorprendería en absoluto.

– ¿Quién se hará cargo de las apuestas?

– El comisario de a bordo.

– Trato hecho, amigo. ¿Cuándo y dónde?

– El viernes a las diez de la noche, en el salón principal.

Negulesco sonrió con aire de suficiencia.

– Allí estaré.

– ¿Dices que accedieron? -preguntó Tracy.

– Efectivamente.

– Creo que voy a desmayarme…

– Te traeré una toalla fría…

Jeff corrió al baño del camarote de Tracy, mojó una toalla y se la tendió. Tracy se había tumbado en un sofá. Jeff le colocó la toalla sobre la frente.

– ¿Cómo te sientes?

– Muy mal. Tengo una espantosa jaqueca.

– ¿Te suele ocurrir?

– No.

– Entonces olvídala. Escúchame, Tracy, es natural que te sientas nerviosa antes de una cosa así.

Ella se incorporó bruscamente y arrojó la toalla al suelo.

– ¿Una cosa así! Jamás hice algo semejante! Voy a enfrentarme con dos grandes maestros internacionales de ajedrez, habiendo recibido tan sólo una clase tuya, y…

– Dos. Tienes talento natural para este juego.

– Dios mío, ¿cómo permití que me convencieras?

– Ganaremos mucho dinero.

– No quiero ganar dinero. Quiero que este barco se hunda. ¿Por qué no será el Titanic?

– Tranquilízate -la calmó Jeff-. Resultará…

– ¡Lo que va a resultar es un desastre! Todos los pasajeros me estarán observando.

– Esa es exactamente mi intención -dijo él, sonriendo.

Jeff hizo los necesarios arreglos con el comisario de a bordo. Le entregó los veinte mil dólares en cheques de viajero, y le pidió que colocara dos mesas de ajedrez en el salón más grande del barco el viernes por la noche. En seguida se corrió el rumor por toda la nave, y los pasajeros comenzaron a acercase a Jeff para preguntarle si se habría de efectuar la partida.

– Desde luego -respondió él-. Es increíble. La pobre señorita Whitney cree que ganará. Incluso he apostado a su favor.

– ¿No puede uno hacer una pequeña apuesta también? -quiso saber un pasajero.

– Claro que sí. La suma que desee. La señorita Whitney sólo pide una ventaja de diez a uno.