Un millón contra uno habría sido más sensato. Todos querían apostar, incluso los operarios de sala de máquinas y la oficialidad del barco. Las cifras iban desde los cinco a los cinco mil dólares, y la totalidad favorecía al ruso y al rumano.
Receloso, el comisario se presentó ante el capitán.
– Nunca he visto algo semejante, señor. No debe de haber un pasajero que no haya hecho una apuesta. Creo que ya he juntado más de doscientos mil dólares.
El capitán lo observó, pensativo.
– ¿Dice usted que esta señorita se batirá con Melnikov y Negulesco al mismo tiempo?
– Sí, señor.
– ¿Se cercioró de que ambos sean realmente Negulesco y Melnikov? ¿No habrá posibilidades de que los dos se hayan puesto de acuerdo para perder?
– Imposible; tienen demasiado prestigio. Creo que antes preferirían morir. Y si pierden contra esta mujer, ésta será exactamente la suerte que corran cuando regresen a sus países.
El capitán se pasó la mano por el pelo, intrigado.
– ¿Sabe usted algo sobre la señorita Whitney o el señor Stevens?
– Nada, señor. Al parecer, viajan de forma separada.
El capitán tomó una decisión.
– Me huele a gato encerrado. En circunstancias normales no permitiría esta partida. Sin embargo, sucede que me considero un experto en ajedrez, y si hay algo que estoy dispuesto a garantizar es que no existe forma alguna de hacer trampa en ese juego.
Se acercó a su escritorio y tomó una billetera de cuero negro.
– Anóteme con cincuenta libras a favor de los maestros.
El viernes a las nueve de la noche, el salón principal estaba repleto. Lo ocupaban los pasajeros de primera clase, los de segunda y tercera que habían accedido subrepticiamente, y la oficialidad. Se habían habilitado dos salones contiguos para las partidas, cada uno con una mesa en el centro.
– Es para que los jugadores no se distraigan mutuamente -explicó el capitán- Además querríamos que los espectadores permanecieran en el salón de su preferencia.
Jeff presentó a Tracy a los grandes maestros poco antes de comenzar el encuentro. Tracy se asemejaba a una pintura griega con su vestido verde claro de chifón, con un hombro descubierto. Sus ojos parecían enormes en su rostro pálido.
Negulesco la escrutó con la mirada.
– ¿Ha ganado usted todos los campeonatos internacionales en los que intervino? -preguntó.
– Sí -respondió Tracy sin faltar a la verdad.
Él se encogió de hombros.
– Nunca la oí mencionar.
Boris Melnikov estuvo igualmente grosero.
– Ustedes, los norteamericanos, no saben qué hacer con el dinero. Quiero darle las gracias de antemano. Este premio hará muy feliz a mi familia.
Los ojos de Tracy eran de un color verde jade.
– Todavía no ha ganado, señor Melnikov.
La risita de Melnikov resonó por la habitación.
– Mi querida muchacha, no sé quién es usted, pero sí sé quién soy yo.
Eran las diez. Jeff miró a su alrededor y comprobó que ambos salones estaban repletos.
– Es hora de que comience la partida -anunció.
Tracy se sentó frente a Melnikov y se preguntó por enésima vez por qué se habría metido en eso.
– No temas, será sencillo -le había asegurado Jeff-. Sólo confía en mí.
Debo de estar loca, pensó. Iba a medirse con los dos mejores ajedrecistas del mundo, y lo único que sabía sobre el juego era lo que Jeff había podido enseñarle en cuatro horas.
El gran momento había llegado. Tracy sintió que le temblaban las piernas. Melnikov se enfrentó con la multitud expectante y les sonrió. Chistó a un camarero.
– Tráigame un coñac «Napoleón» -ordenó.
– Para ser justos con todos -le había dicho Jeff a Melnikov- sugiero que juegue con las blancas, así puede empezar usted. En la partida con el señor Negulesco, la señorita Whitney llevará las blancas.
Los dos grandes maestros accedieron.
Mientras el público permanecía en silencio, Melnikov abrió la partida adelantando dos casilleros el peón de la reina. No sólo voy a vencer a esta mujer: la destrozaré.
Miró a Tracy. Ésta estudió el tablero, hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie, sin realizar movimiento alguno. Un camarero le abrió paso entre el gentío para entrar en el segundo salón, donde la aguardaba Negulesco.
– Ah, mi palomita. ¿Ya ha derrotado a Boris?
El hombre se rió estruendosamente de su propio chiste.
– Estoy concentrándome, caballero -repuso ella con voz suave. Luego adelantó el peón blanco de la dama dos casilleros. Negulesco la miró y sonrió. Movió el peón negro de la dama dos casilleros.
Tracy estudió un momento el tablero, y se levantó. El camarero la acompañó hacia la mesa de Melnikov.
Tracy se sentó e hizo avanzar dos casilleros el peón negro de la reina. Al fondo alcanzó a divisar el casi imperceptible gesto de aprobación de Jeff.
Sin vacilar, Melnikov adelantó dos casilleros el alfil blanco.
Dos minutos más tarde, en la mesa de Negulesco, Tracy repetía el mismo movimiento.
Negulesco movió el peón del rey.
Tracy fue al salón de Melnikov y también movió el peón del rey.
¡Veo que no es tan tonta! -pensó, sorprendido, Melnikov-. A ver qué hace ahora. Llevó el caballo de la reina a alfil dama 3.
Tracy memorizó la jugada de su contrincante, volvió a Negulesco y realizó una idéntica.
Con creciente asombro, los dos maestros se dieron cuenta de que se estaban midiendo con una brillante oponente. Por astutas que fuesen sus jugadas, la chica se las ingeniaba para contrarrestarlas.
Como Melnikov y Negulesco estaban separados, no tenían idea de que, en realidad, estaban jugando uno contra el otro. Cada jugada de Melnikov era repetida por su partida con Negulesco. Y cuando éste respondía con otra, Tracy la usaba para enfrentarse a Melnikov.
Al llegar a la mitad de la partida, ambos maestros mostraban expresiones reconcentradas. Luchaban por su reputación. Se paseaban alrededor de la mesa mientras estudiaban las jugadas y daban furiosas chupadas a sus cigarrillos. Tracy parecía ser la única serena.
Con el fin de acabar pronto con la partida, Melnikov había probado sacrificar un caballo para presionar con el alfil blanco al rey negro.
Tracy reprodujo la jugada. Negulesco reaccionó cubriendo su sector en peligro, y cuando comió un alfil para que una torre avanzara a la séptima hilera blanca, Melnikov repelió el ataque antes de que la torre negra pudiera dañar la formación de sus peones.
Nada podía detener a Tracy. Hacía cuatro horas que se desarrollaba la partida, y ni un solo espectador de ambos salones se había movido.
Todo gran maestro tiene memorizadas centenares de partidas de otros colegas. Cuando el encuentro se acercaba al final, tanto Melnikov como Negulesco comenzaron a reconocer el estilo del otro.
Maldita puta -pensó Melnikov-, seguro que ha estudiado con Negulesco.
Por suerte, Negulesco se decía: Sin duda es admiradora de Melnikov. El hijo de puta le ha transmitido su táctica.
A las cuatro de la mañana, las únicas piezas que quedaban en ambos tableros eran tres peones, una torre y el rey. Melnikov estudió largo rato el tablero, luego respiró hondo y propuso tablas.
– Acepto -dijo Tracy, y un murmullo creció entre la concurrencia.
Tracy se abrió paso entre la muchedumbre y entró en el otro salón. Cuando iba a tomar asiento, Negulesco anunció con voz ronca:
– Ofrezco tablas.
Se repitió el murmullo del otro salón. El público no podía creer lo que había presenciado. Una mujer desconocida había logrado empatarles simultáneamente a los dos mejores ajedrecistas del mundo.
Jeff se acercó a Tracy.
– Vamos -le dijo, sonriente-. Nos hace falta un trago.
Cuando partieron, Melnikov y Negulesco permanecían aún hundidos en sus sillones, contemplando incrédulos los tableros.
Se instalaron en una mesa alejada en el bar de la cubierta superior.