– Estuviste genial -la elogió Jeff, riéndose-. ¿Te fijaste en la expresión de Melnikov? Pensé que le iba a dar un infarto.
– Nunca me sentí tan nerviosa en mi vida. ¿Cuánto ganamos?
– Unos doscientos mil dólares; el comisario nos los entregará mañana, cuando anclemos en Southampton. Nos encontraremos para desayunar en el comedor.
– De acuerdo.
– Vámonos a acostar. Te acompañaré a tu camarote.
– No tengo ganas de irme a la cama, Jeff. Estoy demasiado nerviosa. Vete tú.
– Estuviste encantadora, Tracy. -Se inclinó y le dio un ligero beso en la mejilla-. Hasta mañana.
– Hasta mañana.
Lo miró partir. ¿Acostarse?¡Imposible! Había sido una de las noches más fantásticas de su vida.
Jeff iba camino de su camarote cuando se encontró con uno de los oficiales del buque.
– Excelente espectáculo, señor Stevens. La noticia de la partida ya se ha transmitido por radio. Me imagino que la Prensa querrá entrevistarlos a ambos en Southampton. ¿Es usted el representante de la señorita Whitney?
– No. Nos conocimos en el barco -se apresuró a responder Jeff.
Si se comentaba que tenían una relación, el asunto parecería preparado de antemano. Podría practicarse incluso una investigación. Decidió recoger el dinero antes de que se despertaran sospechas.
Le escribió una notita a Tracy: «Recibí el dinero. Me reuniré contigo en el "Savoy" para festejarlo con un desayuno. Estuviste magnífica. Jeff.» Metió el papel en un sobre y se lo entregó a un camarero.
– Le pido por favor que se lo entregue a la señorita Whitney a primera hora de la mañana.
– Cómo no, señor.
Jeff se encaminó a la oficina del comisario de a bordo.
– Perdone que lo moleste -se disculpó-, pero dentro de unas horas vamos a atracar, y quisiera que me pagara ahora.
– No hay el menor problema. -El hombre sonrió-. Su amiga es excelente.
– Ya lo creo.
– Permítame que le pregunte, señor Stevens, ¿dónde aprendió a jugar tan bien al ajedrez?
Jeff se inclinó y le confesó:
– Dicen que estudió con Boby Fischer.
El comisario de a bordo sacó dos grandes sobres pardos de la caja fuerte.
– Es mucho dinero. ¿No prefiere un cheque?
– No, no se preocupe. Démelo en efectivo. También quisiera pedirle un favor. La lancha del correo llegará al barco antes de que amarremos, ¿no?
– Sí, a las seis de la mañana.
– Le agradecería que se me permitiera irme en esa lancha. Mi madre está muy enferma, y quiero verla antes de que sea… -le falló la voz- demasiado tarde.
– Oh, cuánto lo siento, señor Stevens. Me encargaré personalmente de arreglar el asunto con la aduana.
A las seis y cuarto de la mañana, con los dos sobres bien guardados en su maleta, Jeff bajó por la escalerilla del barco y abordó la lancha del correo. Se dio la vuelta para echar una última mirada a la inmensa nave. Los pasajeros dormían. Jeff llegaría al muelle mucho antes de que atracara el Queen Elizabeth II.
– Fue un hermoso viaje -comentó en voz alta, para sí.
– Sí, ¿verdad? -convino una voz a sus espaldas.
Jeff se dio la vuelta y se encontró con Tracy.
Estaba sentada sobre un rollo de cables. El viento le alborotaba el pelo.
– ¡Tracy! ¿Qué haces aquí?
– ¿Qué crees tú?
Jeff advirtió su expresión.
– ¡Un momento! No pensarás que quería escaparme de ti, ¿no?
– ¿Por qué habría de suponerlo?
Su tono era seco y medianamente hostil.
– Tracy, te dejé una nota. Iba a reunirme contigo en el «Savoy» y…
– Claro, me lo imagino -lo interrumpió ella-. Nunca te das por vencido, ¿eh?
Jeff la miró y prefirió callarse.
Estaban en la suite de Tracy en el «Savoy». Ella vigilaba mientras Jeff contaba el dinero.
– Nos tocan 101.000 dólares a cada uno.
– Gracias -dijo ella, impertérrita.
– Te equivocas con respecto a mí, Tracy. Ojalá me dieras una oportunidad. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche?
Ella titubeó, pero luego aceptó.
– Pasaré a buscarte a las ocho.
Cuando esa noche llegó Jeff al hotel y preguntó por Tracy, un empleado le respondió:
– Lo siento, señor, pero la señorita Whitney se ha marchado esta tarde, sin dejar ninguna dirección.
VEINTIUNO
Tracy llegó más tarde a la conclusión de que aquella invitación había cambiado su vida.
Luego de que Jeff le entregara el dinero, abandonó el «Savoy» y se mudó a un hotel semirresidencial de la avenida Park, con habitaciones amplias y agradables, y un excelente servicio.
En su segundo día en Londres, un botones le entregó la invitación, escrita con bella caligrafía: «Un amigo común me sugirió que podía ser conveniente que nos conociéramos. ¿Quiere reunirse conmigo a tomar el té, esta tarde a las cuatro en el "Ritz"? Si me disculpa el socorrido detalle: llevaré puesto un clavel rojo.» Firmaba GUNTHER HARTOG.
Nunca había oído hablar de él. Su primer impulso fue no prestar atención a la nota, pero, dominada por la curiosidad, a las cuatro y cuarto hacía su entrada en el elegante comedor del «Hotel Ritz». Lo divisó en el acto. Era un hombre de más de sesenta años, de aspecto interesante y expresión pensativa. Vestía un elegante traje gris y llevaba un clavel rojo en la solapa.
Cuando Tracy se dirigió a su mesa, el hombre se puso de pie e hizo una leve inclinación de cabeza.
– Gracias por aceptar mi invitación.
Le arrimó la silla con una galantería que la conmovió. El caballero parecía pertenecer a otro mundo, y Tracy no se imaginaba qué podía querer de ella.
– Vine porque sentí curiosidad -confesó Tracy-. ¿Está seguro de que no me confunde con otra persona?
Gunther Hartog sonrió.
– Por lo que he oído, existe una sola Tracy Whitney.
– ¿Qué le han contado?
– ¿Por qué no hablamos mientras tomamos el té?
Había emparedados de salmón y de pollo, panecillos calientes con jamón, pastelillos recién horneados y una gran tetera de plata entre las dos tazas de porcelana.
Charlaron mientras comían.
– Mencionó usted un amigo común -dijo Tracy.
– Conrad Morgan. Hago negocios con él de tanto en tanto. Es un gran admirador suyo.
Tracy lo estudió con mayor detenimiento. El hombre tenía porte de aristócrata y apariencia de millonario. ¿Qué pretende de mí? Decidió dejar que siguiera hablando, pero no hubo ninguna otra alusión a Conrad Morgan ni al posible beneficio que podrían obtener Hartog y ella.
La reunión le resultó placentera. Gunther le contó detalles de su vida.
– Nací en Munich. Mi padre era un acaudalado banquero. Me malcriaron bastante, y crecí rodeado de bellos cuadros y antigüedades. Mi madre era judía y cuando Hitler accedió al poder, mi padre se negó a abandonarla, de modo que lo despojaron de todos sus bienes. Los dos murieron durante los bombardeos. Unos amigos consiguieron sacarme de Alemania para llevarme a Suiza y, al terminar la guerra, resolví no volver a mi país. Me trasladé a Londres y puse un pequeño negocio de antigüedades en la calle Mount, que espero algún día conozca usted.
De eso se trata. Quiere venderme algo.
Sin embargo, estaba equivocada.
Cuando Hartog estaba pagando la cuenta, le dijo como de pasada:
– Tengo una casita de campo en Hampshire, y este fin de semana van unos amigos de visita. Me encantaría que pudiera venir usted también.
Tracy vaciló. Aquel hombre era un perfecto extraño, y aún no tenía idea de lo que pretendía. No obstante, pensó que no perdería nada si aceptaba.
El fin de semana resultó fascinante. La «casita» de Gunther Hartog era una bellísima mansión señorial del siglo XVII, situada en un predio de quince hectáreas. Gunther era viudo y vivía solo, a excepción de sus sirvientes. Llevó a Tracy a recorrer la propiedad. Había un establo con seis caballos, y un corral donde criaba pollos y cerdos.