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– Para no morirnos de hambre. Ahora, si me permite, le mostraré mi verdadero hobby.

La llevó hasta un coto lleno de palomas.

– Son mensajeras -explicó Gunther con orgullo-. Mire estas bellezas. ¿Ve aquélla de color gris pizarra? Se llama Margot. -La tomó en sus manos-. Es una niña terrible mi Margot. Se pelea con las demás, pero es la más inteligente.

Acarició la cabecita del ave y volvió a depositarla.

Los colores de las palomas eran espectaculares: había varias de un negro azulado, distintos tonos de grises y plateados.

– Pero ninguna blanca -advirtió Tracy.

– Las palomas mensajeras nunca son de ese color. Las plumas blancas se caen con facilidad.

Tracy observó cómo les daba de comer un alimento especial con suplemento de vitaminas.

– Son una especie asombrosa. ¿Sabía que pueden encontrar el camino de regreso desde más de setecientos kilómetros de distancia?

– Fascinante.

Los invitados le resultaron igualmente fascinantes. Había un ministro del gabinete con su mujer, un conde, un general con su amiguita, y la esposa del maharajá de Morvi, una mujer joven y muy simpática.

– Llámame V. J. -le dijo con una voz casi sin acento oriental.

Vestía un sari rojo oscuro con hilitos de oro, y las alhajas más bonitas que Tracy hubiese visto jamás.

– La mayoría de las joyas están en el Banco -afirmó V. J.-. Hoy en día hay tantos robos…

El domingo por la tarde, poco antes de que Tracy regresara a Londres, Gunther la invitó a pasar a su despacho. Se sentaron uno frente al otro y él empezó a servir el té. Mientras Tracy tomaba una de las delicadas tacitas, dijo:

– No sé por qué me invitó aquí, Gunther, pero lo he pasado de maravilla.

– Me alegro. -Al cabo de un instante, prosiguió-: La he estado observando.

– ¿Sí?

– ¿Tiene algún plan para el futuro?

Tracy titubeó.

– No. Todavía no decidí lo que haré.

– Creo que podríamos trabajar muy bien juntos.

– ¿Se refiere usted a la tienda de antigüedades?

Él se rió.

– No, querida. Sería una pena desperdiciar su talento. Me enteré de la forma en que burló a Conrad Morgan, y me pareció genial.

– Gunther… Esa parte de mi vida quedó atrás.

– Usted dijo que no había hecho planes. Sin embargo, debe pensar en su futuro. Por mucho dinero que tenga, algún día se le acabará. Le sugiero asociarnos. Suelo moverme dentro de círculos internacionales muy adinerados. Asisto a fiestas, partidas de caza y cruceros. Conozco las idas y venidas de los ricos.

– No veo qué tiene que ver eso conmigo…

– Puedo introducirla en ese círculo de oro. Y realmente es de oro, Tracy. Puedo suministrarle información acerca de fabulosas joyas y cuadros, y sobre la forma de obtenerlos. Reduciría usted la fortuna de gente que se ha hecho rica a costa de los demás, y dividiríamos lo obtenido en partes iguales. ¿Qué me dice?

– No.

Gunther la estudió pensativo.

– Comprendo. ¿Me avisará si cambia de parecer?

– No cambiaré de parecer, Gunther.

Minutos después Tracy regresaba a Londres.

Londres le encantaba. Fue a cenar a «Le Gavroche», «Bentley's» y «Coin du Feu». También asistió a la ópera y a remates en «Christie's» y «Sotheby's». Hizo compras en «Harrods» y en «Fortnum & Mason's». Alquiló un coche con chófer y pasó un fin de semana memorable en el «Hotel Chewton Glen», de Hampshire, donde el paisaje era espectacular, y el servicio, impecable.

Pero todas esas cosas eran caras. Por mucho dinero que tenga, algún día se le acabará. Gunther tenía razón. El dinero no le duraría para siempre, y forzosamente tendría que hacer planes para el futuro.

Gunther la invitó otros fines de semana a su finca de campo, y Tracy disfrutó plenamente de cada visita, y de la compañía de su anfitrión.

Un domingo por la noche, cuando estaban cenando, un miembro del Parlamento se volvió hacia Tracy y le dijo:

– Jamás conocí a una verdadera texana. ¿Cómo son, señorita Whitney?

Tracy realizó una divertida imitación de una nueva rica de Texas, y arrancó sonoras carcajadas a la concurrencia.

Más tarde, a solas con Gunther, éste le preguntó:

– ¿No querría alzarse con una pequeña fortuna repitiendo esa imitación?

– No soy actriz, Gunther.

– Me parece que se subestima. En Londres hay una joyería llamada «Parker y Parker», que se especializa en desplumar nuevos ricos. Me ha dado usted una idea de cómo hacerles pagar por su deshonestidad.

Pasó a contarle su plan.

– No -respondió Tracy.

Pero cuanto más pensaba en el tema, más intrigada se sentía.

Recordó la emoción que había notado al burlarse de la Policía de Long Island, de Melnikov y Negulesco, de Jeff Stevens. Sin embargo, eso pertenecía al pasado.

– No, Gunther -volvió a decir, pero esta vez con menos firmeza en la voz.

Hacía un calor inusitado en Londres para esa época del año, y tanto los ingleses como los turistas aprovechaban el sol. Al mediodía se producían embotellamientos de circulación en Trafalgar Square, Charing Cross y Piccadilly Circus. Un automóvil «Daimler» blanco dobló por la calle Oxford para entrar en Bond y dirigirse a una joyería. En la puerta principal, un discreto letrero de bronce, decía: Parker & Parker. El chófer, de librea, se bajó de la limusina y se apresuró a abrirle la puerta a su pasajero. Una rubia joven, con demasiado maquillaje, un ceñido vestido italiano tejido y un abrigo de piel totalmente inapropiado para ese clima, descendió del coche.

– ¿Dónde queda el negocio, muchacho? -preguntó.

Hablaba con estridencia y un desagradable acento de Texas.

El chófer le indicó la entrada.

– Por ahí, señora.

– Gracias. No te vayas lejos, porque no tardaré mucho.

– Quizá tenga que dar una vuelta a la manzana, señora, porque está prohibido estacionar aquí.

Ella le dio una palmada en el hombro.

– Haz lo que debas hacer, chico.

¡Chico!, pensó el hombre con desagrado. Ése era el castigo por haberse rebajado a trabajar con coches de alquiler. Odiaba a los norteamericanos, y en particular a los de Texas, que se creían los dueños del mundo. Mucho se habría sorprendido de saber que su pasajera jamás había pisado suelo texano en su vida.

Tracy atisbo su reflejo en el escaparate, esbozó una amplia sonrisa y enfiló hacia la puerta, que le abrió un hombre uniformado.

– Buenas tardes, señora.

– Buenas tardes, chico. ¿Aquí venden algo más que bisutería?

Se rió de su propio chiste.

El portero se puso pálido. Tracy entró en la tienda con paso vivaz, dejando un intenso olor a perfume.

Se le acercó un vendedor.

– ¿En qué puedo servirla, señora?

– El viejo P. J. me dijo que me comprara un regalito de cumpleaños, de modo que aquí estoy. ¿Qué tiene para ofrecerme?

– ¿Le interesa algo en particular?

Tracy le dio una palmada en el hombro, y el empleado se esforzó por mantenerse impasible.

– Quizás algunas esmeraldas. Al viejo P. J. le encanta que me compre esmeraldas.

– Venga por aquí, por favor…

La condujo hacia una vitrina donde se exhibían varias bandejas con esas piedras.

La rubia teñida les dirigió una mirada despreciativa.

– Parecen de juguete. ¿Dónde están las de verdad, chico?

El vendedor le informó con seriedad:

– El precio de estas piedras asciende a treinta mil dólares.

– Caramba, eso le doy yo de propina a mi peluquero -se jactó la mujer-. El viejo P. J. se ofendería si volviera con uno de estos guijarros.