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– Mamá -dijo en un suspiro-, ¿por qué? ¿Por qué lo hiciste?

– Recuperará el cuerpo después de la autopsia -le decía el empleado-. Es norma legal en los casos de suicidio.

La nota que le dejó su madre no ofrecía respuesta alguna. «Mi querida Tracy: Perdóname, por favor. Fracasé y no podía soportar ser una carga para ti. Ésta es la mejor solución. Te quiero muchísimo. Mamá.»

El texto era tan frío y carente de significado como el cadáver del depósito.

Aquella tarde Tracy efectuó los preparativos para el sepelio y luego se dirigió en taxi a la casa de su familia. Oía a la distancia el alboroto del carnaval, como una celebración ajena, fantasmal.

La casa de los Whitney era una residencia estilo Victoriano en un sector elegante de la ciudad. Como la mayoría de las casas de Nueva Orleáns, era de madera y carecía de sótano, puesto que la zona quedaba debajo del nivel del mar.

Tracy se había criado allí, y el lugar estaba lleno de cálidos recuerdos. Ese último año no había vuelto al hogar, y cuando el taxi se detuvo, la impresionó ver un enorme cartel en el jardín: EN VENTA. INMOBILIARIA DE NUEVA ORLEÁNS. Era imposible. Jamás voy a vender esta casa -solía decir su madre-. Aquí hemos sido felices…

Tracy pasó junto a un gigantesco magnolio en dirección a la puerta principal, inundada por un extraño temor.

Abrió la puerta, entró y se quedó petrificada. Las habitaciones estaban vacías, sin un solo mueble. Las bonitas antigüedades habían desaparecido. La casa parecía abandonada. Pasó de un cuarto a otro con creciente incredulidad. Era como si hubiera ocurrido un repentino desastre. Corrió al primer piso y se detuvo en la entrada del dormitorio que había sido suyo la mayor parte de su vida. Oh, Dios, ¿qué pudo haber sucedido? Oyó que sonaba el timbre y bajó, como en trance, a responder.

Otto Schmidt se hallaba en el umbral. El capataz de la «Compañía de Repuestos Automotores Whitney» era un hombre mayor, de rostro surcado por arrugas, abultado vientre, por su afición a la cerveza. Unos mechones de pelo canoso coronaban su cabeza.

– Tracy -dijo con fuerte acento alemán-, acabo de enterarme de la noticia. No te imaginas cuánto lo siento.

Tracy le dio la mano.

– Otto, me alegro tanto de verlo. Pase. -Lo hizo entrar en el vacío salón-. Lamento que no haya ni una silla -se disculpó-. ¿Le molestaría sentarse en el suelo?

– No, no.

Se situaron uno frente al otro, con ojos llenos de dolor. Otto Schmidt había sido empleado de la empresa desde que Tracy tenía uso de razón. Cuando su madre se hizo cargo, Schmidt permaneció a su lado para asesorarla.

– Otto, no entiendo lo que está pasando. La Policía dice que mamá se suicidó, pero usted sabe que no tenía motivos para hacerlo. -Una idea repentina la asustó-. No estaba enferma, ¿verdad? ¿No habrá tenido algún…?

– No, no fue eso.

El hombre desvió los ojos, incómodo.

– Entonces usted sabe por qué fue -articuló con lentitud Tracy.

Otto la contempló con sus ojos azules.

– Tu madre no te contó lo que ha estado sucediendo últimamente. No quería preocuparte.

Tracy frunció el entrecejo.

– ¿Preocuparme por qué? Continúe, por favor.

Sus manos curtidas se abrieron y cerraron.

– ¿Has oído hablar de un tal Joe Romano?

– ¿Joe Romano? No. ¿Por qué?

Otto Schmidt parpadeó.

– Seis meses atrás, Romano se puso en contacto con tu madre y le dijo que quería comprarle la empresa. Ella le contestó que no estaba interesada en vender, pero como Romano le ofreció diez veces el valor de la Compañía, no pudo negarse. Estaba emocionada. Iba a invertir todo el dinero en bonos que le darían intereses como para que tú y ella vivierais holgadamente para siempre. Era su sorpresa. Yo me alegré por ella. Desde hace tres años podía haberme jubilado, Tracy, pero no quería dejar sola a la señora Doris. Este Romano le dio un pequeño adelanto. El resto del dinero lo recibiría a fin de mes.

Tracy lo apremió impaciente.

– Siga, Otto. ¿Qué pasó?

– Cuando Romano se hizo cargo de la empresa, echó a todo el mundo y puso a su gente. Luego se dedicó a saquear el negocio. Vendió todo el activo, encargó muchos equipos que no pagó. Los proveedores no se preocuparon por la demora en el pago porque pensaban que seguían tratando con tu madre. Cuando, finalmente, comenzaron a presionarla para que les abonara la deuda, ella fue a ver a Romano y le preguntó qué ocurría. Él le contestó que había decidido rescindir la operación, que le devolvía la empresa. Para entonces, la empresa ya no valía nada, y tu madre estaba endeudada en medio millón de dólares que no podía pagar. Tracy, para mí fue terrible ver cómo luchó por salvar el negocio, pero no hubo forma. La obligaron a declararse en quiebra. Se lo quitaron todo, la Compañía, esta casa…, incluso el coche.

– ¡Dios mío!

– Hay más. El fiscal le comunicó que la procesaría por estafa. Ése fue el día en que… murió.

Tracy hervía de furia.

– ¡Pero lo único que tenía que hacer era decir la verdad, explicar lo que había hecho ese hombre!

El anciano capataz sacudió la cabeza.

– Joe Romano trabajaba para un hombre llamado Anthony Orsatti, que dirige todo Nueva Orleáns. Demasiado tarde me enteré de que Romano ya había hecho lo mismo con otras empresas. Aunque tu madre le hubiera puesto un pleito, habrían pasado años antes de que se averiguara la verdad, y además no tenía dinero para luchar contra él.

– ¿Por qué no me contó nada?

– La señora Doris era una mujer orgullosa. ¿Qué podías hacer tú, además? Nadie podía hacer nada.

Está equivocado, pensó Tracy, y dijo en voz alta:

– Quiero ver a Joe Romano. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– No pienses más en él. No tienes idea de su poder.

– ¿Dónde vive, Otto?

– Tiene una finca cerca de Jackson Square, pero de nada te servirá ir allí, pequeña, créeme.

Tracy no respondió. En su interior bullía una emoción desconocida: el odio. Joe Romano, me las pagarás. Tú mataste a mi madre.

TRES

Necesitaba tiempo, tiempo para pensar, para planear el próximo paso. Se dirigió a un pequeño hotel de la calle Magazine, lejos del barrio francés, donde aún proseguían los enloquecidos festejos. Al ver que no llevaba equipaje, el suspicaz empleado le dijo:

– Tendrá que abonar la cuenta por adelantado. Son cuarenta dólares por día.

Desde su habitación, Tracy llamó por teléfono a Clarence Desmond para avisarle que durante unos días no iría a trabajar.

El hombre disimuló su fastidio.

– No se preocupe. Buscaré a alguien que la remplace hasta que vuelva.

Esperaba que Tracy no olvidase comentar al señor Stanhope lo comprensivo que había sido.

A continuación llamó a Charles.

– Hola, querido…

– ¿Dónde diablos estás, Tracy? Mi madre estuvo toda la mañana tratando de comunicarse contigo. Quería que almorzarais juntas hoy. Tenéis muchas cosas que organizar.

– Lo siento, querido. Estoy en Nueva Orleáns.

– ¿Que estás dónde? ¿Qué haces en Nueva Orleáns?

– Mamá… murió.

Las palabras se le quedaron trabadas en la garganta.

– Oh. -El tono de Charles cambió al instante-. Lo siento mucho, Tracy. Debe de haber sido algo repentino. Era bastante joven, ¿verdad?

Claro que era joven, pensó Tracy.

– Sí, sí, era joven -dijo en voz alta.

– ¿Qué fue lo que pasó? ¿Estás bien?

Por alguna razón no pudo contarle que su madre se había suicidado. Ansiaba desesperadamente relatarle la terrible historia de todo lo que le había pasado, pero se contuvo. Es mi problema -se dijo-. No puedo pasarle la carga a Charles.

– No te preocupes, estoy bien, querido.

– ¿Quieres que vaya para allá?

– No, me las arreglaré. Mañana enterraré a mamá, y el lunes estaré de regreso en Filadelfia.