El hombre se imaginó al gordo, chabacano y desagradable amante o marido de esa mujer. Debían de ser tal para cual. ¿Por qué siempre tenían dinero quienes menos lo merecían?, se preguntó.
– ¿Qué cantidad está dispuesta a gastar la señora?
– Digamos cien mil, para empezar.
– ¿Cien mil?
– Mierda, creí que acá sabían hablar inglés.
El hombre tragó saliva.
– En tal caso, sugiero que hable con el gerente.
Gregory Halston, el gerente, insistía en ocuparse personalmente de los clientes importantes, y como los empleados de la casa no recibían comisión, tampoco ponían objeciones. El vendedor apretó un timbre que había debajo del mostrador, y un segundo después apareció un señor delgado. Éste echó una mirada a la rubia estridente, y rogó mentalmente que no llegara ninguno de sus clientes habituales hasta que ella no se hubiese marchado.
– Señor Halston, la señora…
Se volvió hacia la mujer.
– Benecke, chico. Mary Lou Benecke, esposa del viejo P. J. Benecke. Apuesto a que todos han oído mencionar al viejo P. J.
– Desde luego.
Gregory Halston le dirigió una sonrisa que apenas se insinuó en las comisuras de sus labios.
– La señora está interesada en adquirir una esmeralda, señor.
Halston le señaló las bandejas anteriores.
– Tenemos algunas…
– Quiere algo de aproximadamente cien mil dólares.
Esta vez la sonrisa del gerente fue genuina. Qué bonita manera de empezar el día.
– Es mi cumpleaños, ¿sabe? -dijo Tracy-, y el viejo P. J. quiere que me compre algo bonito.
– Claro. Sígame, por favor.
– Ah, pícaro -dijo la rubia, entre risitas-, ¿qué me va a mostrar?
Halston y el vendedor intercambiaron una mirada de desagrado. ¡Malditos norteamericanos!
El gerente la condujo hasta una puerta cerrada con llave. Entraron en un pequeño salón fuertemente iluminado, y Halston volvió a echar la llave después de pasar.
– Aquí es donde guardamos la mercadería para nuestros clientes más importantes -explicó.
En mitad de la habitación había una vitrina con una estupenda exposición de brillantes, rubíes y esmeraldas que emitían destellantes colores.
– Bueno, eso está mejor. El viejo P. J. se volvería loco aquí.
– ¿Ve usted algo que le guste?
– A ver… -Se acercó a las esmeraldas-. Quiero ver ésas.
Halston extrajo otra llavecita de su bolsillo y sacó una bandeja de esmeraldas, que colocó luego sobre la mesa. Había diez de ellas. Halston vio que la mujer elegía la más grande, un exquisito broche engarzado en platino.
– El viejo P. J. diría que ésta lleva mi nombre estampado.
– La señora tiene un gusto excelente. Se trata de una gema colombiana de diez quilates. No tiene el menor defecto, y…
– Las esmeraldas jamás son perfectas.
Halston quedó desconcertado por un instante.
– La señora tiene razón, por supuesto. Lo que quiero decir es…
Por primera vez notó que la mujer tenía unos ojos verdes como la esmeralda que sostenía entre sus manos.
– Tenemos una colección más amplia…
– No, querido. Me gusta ésta.
La venta había durado menos de tres minutos.
– Espléndido -dijo Halston. Luego agregó con delicadeza-: La suma total en dólares, en Londres.
– Le daré un cheque mío, y después P. J. me los devolverá.
– Excelente. Haré limpiar la piedra, que luego se le entregará en su hotel.
La piedra no necesitaba limpieza, pero Halston no tenía intenciones de entregarla hasta confirmar que el cheque tuviera fondos. Muchos joyeros habían sido estafados de esa manera por hábiles ladrones. Halston se enorgullecía de no haber sido engañado jamás por nadie.
– ¿A dónde le envío la esmeralda?
– Estamos en la suite imperial del «Dorch».
Halston anotó: Hotel Dorchester.
– A alguna gente ya no le gusta el hotel porque está lleno de árabes, pero el viejo P. J. Benecke es un tipo inteligente.
– No me cabe duda -replicó Halston, servil.
La observó arrancar un cheque y comenzar a escribir. El cheque era del «Barclays». Halston tenía un amigo allí, podría comprobar el saldo de la cuenta.
Tomó el cheque.
– Recibirá la esmeralda mañana por la mañana.
– Al viejo P. J. le encantará.
– Seguramente.
Halston la acompañó hasta la puerta.
– Ralston…
Estuvo a punto de corregirla, pero luego decidió que no valía la pena. Jamás volvería a ver a esa mujer, ¡gracias a Dios!
– ¿Sí, señora?
– Tiene que venir alguna tarde a tomar el té con nosotros. P. J. le caerá muy bien.
– No me cabe duda. Lamentablemente, trabajo por la tarde.
– Qué lástima.
La clienta se encaminó a la acera. Un «Daimler» blanco se acercó, y su chófer se bajó para abrirle la puerta. La rubia se volvió para despedirse y partió.
Cuando el hombre regresó a su oficina, de inmediato tomó el teléfono y llamó a un amigo suyo, del «Banco Barclays».
– Peter, tengo aquí un cheque de la señora Mary Lou Benecke por cien mil dólares, y quiero averiguar si tiene fondos.
– Un momentito, muchacho.
Halston aguardó. Esperaba que la respuesta fuese afirmativa ya que últimamente los negocios no andaban del todo bien. Esos miserables hermanos Parker, los propietarios de la joyería, vivían quejándose, como si la culpa de la recesión fuera de él. Por supuesto que las ganancias no habían disminuido tanto como podría suponerse, porque «Parker & Parker» tenía un departamento que se especializaba en la limpieza de joyas, y a menudo, la alhaja que se devolvía al cliente era de una calidad inferior a la que éste había entregado.
– Ningún problema, Gregory -le informó Peter-. Hay dinero más que suficiente en la cuenta para cubrir el cheque.
Halston experimentó una sensación de alivio.
– Gracias, Peter.
– De nada.
– Te has ganado un almuerzo la semana que viene. Pago yo.
A la mañana siguiente se cobró el cheque y se envió la esmeralda a la señora Benecke.
Esa tarde, poco antes de cerrar el negocio, la secretaria le anunció:
– Señor Halston, la señora Benecke quiere verlo.
El corazón le dio un vuelco. Seguramente venía a devolver la esmeralda y no podría negarse a recibirla. Malditas sean las mujeres texanas.
– Buenas tardes, señora. Supongo que a su marido no le gustó la piedra.
– Supone usted mal, chico. El viejo P. J. quedó encantado.
– ¿Ah, sí?
– Tanto, que quiere que me compre otro para hacerme un par de aros.
Gregory Halston frunció el entrecejo.
– Creo que eso supone un pequeño problema, señora.
– ¿Cuál, querido?
– La esmeralda que usted se llevó es única. No existe una igual. Sin embargo, tenemos unos pendientes de un estilo distinto…
– No quiero un estilo distinto sino una esmeralda idéntica a la que compré.
– Para ser totalmente honesto con usted, le diré que no existen muchas esmeraldas colombianas de diez quilates y perfectas…
Vio la expresión de la mujer y se corrigió:
– Casi perfectas.
– Vamos, chico, en alguna parte deben de haber otras.
– Con toda sinceridad le digo que he visto pocas piedras de esa calidad, y tratar de conseguir otra de forma y color exactamente iguales sería imposible.
– En Texas solemos decir que para lo imposible sólo hace falta un poquito más. Mi cumpleaños es el sábado. P. J. quiere que tenga esos aros, y cuando se le pone algo en la cabeza…
– Realmente no creo que…
– ¿Cuánto le pagué por la esmeralda? ¿Cien mil? Sé que el viejo P. J. pagaría hasta doscientos o trescientos mil por el otro.
Halston pensó con rapidez. Tenía que haber un duplicado de esa piedra en alguna parte, y si el viejo P. J. estaba dispuesto a pagar doscientos mil dólares de más por ella, la ganancia sería notable. Más aun, puedo ingeniármelas de modo que el beneficio sea para mí.