– Voy a averiguarlo, señora -dijo en voz alta-. Estoy seguro de que ningún joyero de Londres tiene una esmeralda idéntica, pero siempre salen a remate bienes de familia. Pondré anuncios y veré qué resultado obtengo.
– El plazo es hasta el fin de semana. Y, entre usted y yo, el viejo P. J. es capaz de pagar hasta trescientos mil dólares por la esmeralda.
La señora Benecke se marchó, envuelta en su abrigo de piel.
Gregory Halston estaba sentado en su oficina, soñando despierto.
El destino había puesto en sus manos a un hombre tan imbécil y millonario que estaba dispuesto a gastar trescientos mil dólares en una esmeralda que valía cien mil. Halston no creía necesario molestar a los hermanos Parker con los detalles de la transacción. Más simple sería registrar la venta de la segunda piedra en cien mil dólares, y embolsarse el resto.
Lo único que tenía que hacer ahora era encontrar una esmeralda idéntica a la que le había vendido a la señora Benecke.
La tarea le resultó más ardua de lo que supuso. Ninguno de los joyeros con quienes se puso en contacto tenía una piedra ni siquiera parecida a la que buscaba. Publicó anuncios en el London Times y en Financial Times; llamó a «Christie's» y «Sotheby's», y a una decena de casas de antigüedades. En los días siguientes revisó esmeraldas de todo tipo, pero ninguna se parecía a la que necesitaba.
El miércoles lo llamó la señora Benecke.
– El viejo P. J. se está poniendo nervioso. ¿Ya tiene la piedra?
– Todavía no, señora, pero no se preocupe; la encontraré.
El viernes volvió a telefonearlo.
– Mañana es mi cumpleaños -le recordó.
– Lo sé, señora. Si dispusiéramos de unos días más, seguramente…
– No importa, muchacho. Si no la consigue para mañana, le devolveré la otra. El viejo P. J. dice que, de lo contrario, comprará una mansión en el campo. ¿Oyó hablar de un sitio llamado Sussex?
Halston comenzó a sudar.
– Señora, no creo que le agrade vivir en Sussex, especialmente en una casa de campo. La mayoría de estas fincas se hallan en un estado deplorable. No tienen calefacción central y…
– Entre usted y yo -lo interrumpió ella-, prefiero los aros.
– Créame que estoy haciendo todo lo posible, pero necesito un poco más de tiempo.
– No depende de mí, querido, sino de P. J.
La comunicación se cortó.
Halston permaneció sentado, maldiciendo su suerte. ¿Dónde podría encontrar una esmeralda idéntica, de diez quilates? Tan sumido estaba en sus amargos pensamientos, que no oyó el intercomunicador hasta que sonó por tercera vez. Apretó un botón y dijo:
– ¿Qué pasa?
– Llama una tal contessa Marissa Rossi, señor Halston, por el anuncio de la esmeralda.
– ¡Otra más! Esa mañana había recibido no menos de diez llamadas, y todas habían sido una pérdida de tiempo. Tomó el teléfono y habló con malos modos.
– ¿Sí?
Le respondió una dulce voz femenina, con acento italiano.
– Buon giorno, signore. Me he enterado de que desea adquirir una esmeralda…
– Si reúne las condiciones que busco, sí.
No podía ocultar su impaciencia.
– Tengo una que ha pertenecido durante años a mi familia. Es una pena, pero la situación en que me encuentro me obliga a desprenderme de ella.
Había escuchado esa historia muchas veces. Tengo que volver a intentar en «Christie's» o «Sotheby's». A lo mejor les llegó algo en el último momento…
– Signore? ¿Busca usted una esmeralda de diez quilates?
– Sí.
– La mía es colombiana, de diez quilates.
Halston reprimió un gemido.
– ¿Podría repetírmelo, por favor?
– Que tengo una esmeralda colombiana de diez quilates. ¿Le interesa?
– Tal vez -replicó con cautela-. ¿Por qué no se da una vuelta por aquí y me la muestra?
– No, ahora estoy muy ocupada preparando una fiesta para mi marido. Quizá la semana que viene…
¡No! Ya sería demasiado tarde.
– ¿Puedo ir a verla yo a usted? -Procuró disimular su ansiedad-. Iría ahora mismo.
– Ma no. Iba a salir de compras…
– ¿Dónde se aloja, condesa?
– En el «Savoy».
– Podría llegar ahí en quince minutos.
– Molto bene. ¿Su nombre es…?
– Gregory Halston.
– Suite veintiséis.
El viaje en taxi fue interminable. Si de hecho la esmeralda era igual a la otra, se haría inmensamente rico. Si el texano pagaba cuatrocientos mil dólares, la ganancia sería extraordinaria. Se compraría una residencia en la Riviera. Incluso tal vez hiciese un crucero.
Se detuvo frente a la habitación de la condesa y respiró hondo varias veces para serenarse. Llamó, pero no le respondieron.
Dios mío. La maldita mujer se ha ido. Salió de compras y…
Se abrió la puerta y apareció una elegante dama de alrededor de cincuenta años, ojos oscuros, rostro arrugado y pelo negro entrecano.
– ¿Sí? -dijo con melodioso acento italiano.
– Soy Gregory Halston. Usted me llamó por teléfono.
– Ah, sí. Soy la contessa Marissa Rossi. Pase, per favore.
– Gracias.
Entró en la suite con piernas temblorosas. Sabía que debía dominarse, no mostrarse demasiado ansioso. Si la piedra era satisfactoria, estaría en una posición ventajosa para regatear el precio. Después de todo, él era el experto, y ella la aficionada.
– Tome asiento, por favor.
Halston se sentó.
– Scusi, hablo bastante mal su idioma.
– No, no, al contrario. Es encantador.
– Grazie. ¿Querría tomar un café, un té?
– No, gracias, condesa.
Sentía un nudo en el estómago. ¿Sería demasiado pronto para sacar el tema de la piedra? No pudo aguardar un instante más.
– La esmeralda…
– Ah, sí. La heredé de mi abuela y quería regalársela a mi hija cuando cumpliera los veinticinco, pero mi marido está a punto de iniciar un negocio en Milán, y…
Halston tenía la mente en otra parte. No le interesaba en absoluto la historia familiar de la extraña que tenía ante sus ojos. Ardía en deseos de ver la esmeralda, y no podía soportar el suspenso.
– Es importante ayudar a mi marido a poner su negocio. Quizás esté cometiendo un error…
– No, no -se apresuró a decir Halston-. De ninguna manera, condesa. La obligación de toda mujer es apoyar a su marido. Bueno, ¿dónde está la esmeralda?
– La tengo aquí.
La mujer abrió un cajón de su escritorio, sacó un paquetito de papel de seda y se lo entregó a Halston. Al abrirlo, éste comenzó a temblar de emoción. Estaba contemplando la más exquisita esmeralda colombiana de diez quilates que hubiese visto jamás. Tan parecida era en tamaño y color a la que le había vendido a la texana, que la diferencia resultaba casi imposible de detectar.
No es exactamente la misma -se dijo-, pero sólo un experto lo advertiría.
Hizo girar la piedra para que la luz cayera sobre las bellísimas facetas.
– Es una gema muy bonita.
– Splendente, sí. Me va a costar mucho separarme de ella.
– Usted está haciendo lo correcto. Una vez que rinda sus frutos el negocio de su marido, podrá comprarse todas las que desee.
– Eso es lo que pienso. Es usted molto simpatico.
– Le estoy haciendo un pequeño favor a un amigo, señora condesa. En nuestra joyería tenemos esmeraldas mejores que ésta, pero mi amigo quiere una igual a la que le compró a la esposa. Calculo que estaría dispuesto a pagar hasta sesenta mil dólares por ésta.
La condesa lanzó un suspiro.
– Mi abuela se revolvería en su tumba si la vendiera en sólo sesenta mil dólares.
Halston frunció los labios y luego sonrió. Podía darse el lujo de ofrecer más.